Ahora me las doy de sofisticado, pero la verdad es que crecí en una secta. Se llamaba Vida Otra1 y era un grupo new age, vagamente inspirado en los libros de Carlos Castaneda, que vio su auge y caída en la última década del siglo XX en varios puntos de la república mexicana —aunque también tenía tentáculos en otros países—. El gurú era un tipo mostachudo, de indeleble sonrisa, que se describía a sí mismo como “chamán” y se autopublicaba libros con portadas horrendas de atardeceres. Uno de sus lugartenientes era mi tío segundo, quien a su vez reclutó a mi papá, quien decidió que era buena idea mandarme a los campamentos infantiles de la secta para que aprendiera a hablar con el fuego y otras competencias por el estilo. A los siete años, en uno de esos campamentos, me convencieron de que un alienígena había aterrizado en las Lagunas de Zempoala, Morelos, y que me esperaba al final de un sendero en el bosque para que yo le platicase sobre el divorcio de mis padres. Era de noche. Recuerdo la sensación de avanzar en la oscuridad, siguiendo un mecate amarrado a los árboles, y el miedo intenso, casi físico, que sentí al advertir un bulto harapiento, del tamaño de un enano, en la penumbra, a unos tres metros de distancia. Me presenté con el extraterrestre y le pregunté por qué hablaba español, pero él evadió el asunto y me dijo que le contara mis problemas. Media hora después volví, caminando por el mismo sendero, hasta la fogata donde me esperaba el resto del grupo. Los otros niños me miraron como hechizados, temiendo que fuera su turno. Yo había sido el primero en hablar con el extraterrestre y sonreía —las llamas iluminaban mi rostro desde abajo— con la sonrisa satisfecha de los que alcanzan una verdad general, aunque inútil; una de esas máximas que coreábamos como pequeños robots entusiasmados: “¡El alien me dijo que estoy aquí para ayudar al sol a calentar el mundo!”
No puedo enfatizar lo suficiente la solidez inamovible de mi creencia: durante meses juré que había tenido una sesión de terapia con un extraterrestre que hablaba muy lento. Se lo dije a mis amigos en la escuela (se burlaron) y a una maestra de geografía que me mandó a hablar con la directora, preocupada por la convicción febril con que relataba la anécdota.
Conforme fui creciendo, las actividades de la secta se volvieron cada vez más desafiantes, aunque su narrativa seguía igual de chata y su marco teórico tan descuadrado como siempre. A los trece o catorce años fui a un retiro en el que ayunamos durante dos días —nos daban, por todo alimento, un licuado misterioso varias veces al día— y pasamos otras cuarenta y ocho horas con los ojos vendados. Había ejercicios, caminatas en el bosque y un parloteo metafórico del que por suerte olvidé todo. Luego cavamos una tumba y pasamos una noche enterrados, con una tabla que cubría el sepulcro y que apenas dejaba una ventila minúscula para respirar. A mi vecino se le metió un roedor en la tumba y gritó casi toda la noche, pero no quiso que lo sacaran: aguantó estoicamente hasta que lo desenterraron, sudoroso e hiperventilado, a las siete de la mañana, como a todo el grupo. Había una especie de orgullo en resistir todo tipo de vejámenes en nombre de un renacer espiritual que, al menos en mi caso, no llegó nunca.
Pero la verdad es que no todo era negativo. En la secta, por ejemplo, me inculcaron la costumbre de confesarme con los árboles (si me hubiera aferrado a ella quizá no le debería cinco mil pesos al psicoanalista, cuya opinión profesional respecto al episodio del extraterrestre es que “me psicotizaron”). Y, en general, me enseñaron a reverenciar a la naturaleza —único resabio de religiosidad que me sigo permitiendo—. En definitiva, no les guardo rencor, por más que la anécdota del alienígena me haya marginado un poco en la escuela. Con tanta historia jodida que se oye sobre sectas, al menos en ésta no eran asesinos, ladrones ni pedófilos, que yo sepa; apenas una de las muchas ramificaciones del buenaondismo militante, que siempre es molesto pero rara vez peligroso.
Cuento todo esto porque me parece que la biografía de mi sentido del humor empieza ahí. La secta es el pasado arcádico, inocente y vergonzoso del que parte la historia de mi risa y sus transformaciones. Si algo no había entre los miembros del grupo era la capacidad de reírse de sí mismos; a lo mucho se reían, por consigna, de la irrelevancia de las cuitas contemporáneas, pero no era una risa genuina. Algo en mí se rebeló —y se rebela todavía— contra la solemnidad y el optimismo ramplón de esa calaña.
Unos años después del retiro de la tumba se disolvió la secta, apuñalada de muerte por un cisma ideológico y una demanda de propiedad intelectual, y yo decidí que quería ser payaso. La risa era el camino más obvio para marcar mi distancia, para alejarme de ese mundo de alienígenas trascendentales y máximas vacuas. Por obstinarme en mi sueño de ser payaso viajé a la hermana república de Querétaro, donde una compañía inglesa de moderado renombre impartía un seminario intensivo: tres días dedicados a la teoría y la práctica del clown. A las dos horas de comenzado el curso, mientras hacía la más inane de las acrobacias, me esguincé un tobillo, lo cual me colocó en una situación de inmediata ventaja frente al resto del grupo, pues si algo es chistoso casi siempre es más chistoso en muletas.
Terminado el taller, uno de los maestros me llamó aparte para decirme que tenía potencial, que me fuera a estudiar a Londres; él me extendía una carta de recomendación, me ayudaba a buscar becas. “Podrías ser un payaso importante”, me dijo, y el retintín de ese oxímoron me sedujo hasta el mareo. Lo sopesé durante un par de meses pero luego, en uno de esos volantazos existenciales propios de la adolescencia, me inscribí mejor en Filosofía —que también resultó ser, de otra manera, una carrera risible—.
Durante muchos años, a partir de entonces, estuve seguro de que ser chistoso era uno de mis rasgos distintivos. Escribí una novela que medio da risa (a algunos; a otros les parece irritante y pretenciosa: me lo han dicho) y atravesé la veintena con esa ligereza forzada de la ironía programática. La acidez de mi sentido del humor escondía, en el fondo, aquella historia de sectas y alienígenas como motor y causa; como si la sesión de terapia extraterrestre hubiera formado, con el tiempo, un coágulo de amargura en el centro de mi personalidad. De ahí que los dardos de mi humor se dirigieran, sobre todo, hacia el mundo. Desde la distancia segura de mi altanería, me burlaba de poetastros, académicos y funcionarios con igual fruición. Inventaba insultos y apodos que me parecían originales. Imitaba a mis jefes en el trabajo y tenía la mirada entrenada para detectar la paja en el ojo ajeno, ignorando la viga que crecía en el propio.
Las etapas en que se divide, artificialmente, la vida humana pueden ser fuente de gran engaño. Poco antes de cumplir los treinta juraba que mi humor y mi talante habían alcanzado el punto final de su evolución. Según yo, me había instalado en esa meseta que se conoce como edad adulta y ya todo era cuestión de acentuar manías y profundizar taras hasta que llegase la vejez a dulcificarme el gesto con el beso frío de la afasia. Pero no fue así. En un lapso de dos o tres años el humor se me borró casi del todo. Primero dejé de hacer bromas y luego dejé de encontrar chistosas las bromas de los otros. Entendía que algo era chistoso pero no lograba reírme espontáneamente.
Podría echarle la culpa a las circunstancias: un divorcio a fuego lento, un dolor crónico, la súbita conciencia de ser mucho más idiota de lo que pensaba. Pero lo cierto es que quién sabe: a lo mejor el sentido del humor, como el aparato digestivo o la piel misma, sigue cambiando imperceptiblemente durante toda la vida, hasta que un día nos miramos en el espejo del que fuimos y nos desconocemos por completo.
El caso es que, de repente, los tontos me daban tristeza y los ambiciosos, miedo. La distancia irónica, que durante años me pareció la expresión más elevada de la inteligencia, se me reveló de golpe como un tic ridículo —propio de señores de la generación X, alérgicos a mostrarse vulnerables—. Esa especie de sobradez tediosa del irónico, que mira todo al sesgo y sin mojarse, me hacía pensar que, durante años, viví separado de mí mismo; que caminaba medio metro por delante de mi cuerpo, sin habitar la tibieza de mis vísceras ni la blanda molicie de mi carne.
El movimiento pendular de mis humores trazó el arco completo hasta el otro lado, haciéndome naufragar en las playas de la autoconmiseración. Durante un tiempo examiné mi ombligo con persistente empeño y me tiré al drama. La sospecha de un orden moral del mundo me torció el gesto y me dediqué a leer en voz alta, alargando las vocales y estirando las manos al techo, aquello de “Yo nací un día/ que Dios estuvo enfermo”. Mi sistema de creencias, si no se derrumbó, al menos se pandeó un poco: a lo mejor, después de todo, el alienígena de las Lagunas de Zempoala sí había existido y había intentado salvar mi alma, pero ya era tarde. Me estaban reservadas las lóbregas simas de la desgracia moderada, que no redime pero sí chinga.
Pasé un par de años lamiéndome los raspones que todo el mundo se hace con el paso del tiempo. Vi cine polaco y me alejé de mis favoritos del humor cáustico. Burlarse de los otros, pensaba, era renunciar a un vínculo más hondo: el que nos hermana a todos en la miserable condición de ser mortales.
Poco a poco, sin embargo, salí de ese bache existencial y me empecé a reír de nuevo, sólo que ahora de mí mismo. Y en ésas ando. Cada tercer día, en mi torpeza, me rebano un dedo al picar la cebolla y de la herida brota tanta sangre como risa: ¡Qué sublime pendejo! ¡Qué redomado simio!
El movimiento reflexivo que implica el autoescarnio se aviene mejor con mi temperamento onanista —escribo un diario, después de todo— y, al mismo tiempo, me ayuda a dimensionar mis aflicciones burguesas. Con los años y las pandemias, además, me he ido haciendo solitario. Rara vez puedo hacer bromas para un auditorio; encerrado en mi estudio con una pila de libros y otra de achaques, tengo que encontrarle textura y variación a la mentada cotidianidad de alguna forma. Y en eso me ayuda el autoescarnio, que es como jugar Jenga con el propio espíritu.
Del autoescarnio como género podría decirse aquello que María Zambrano dice de la confesión:
Es un acto en el que el sujeto se revela a sí mismo, por horror de su ser a medias y en confusión. El que se novela, el que hace una novela autobiográfica, revela una cierta complacencia sobre sí mismo, al menos una aceptación de su ser, una aceptación de su fracaso, que el que ejecuta la confesión [o el autoescarnio] no hace de modo alguno.
No nos confundamos: el autoescarnio no es la broma ligera que adorna el enésimo tomo de autoficción literaria. Escarnecer es un verbo más fuerte; es tirar por los suelos y bailar sobre las ruinas de una persona; es hacer carnaval sobre la tumba de lo Uno.
Es decir: sí, en el autoescarnio hay un gesto ensimismado, un mirar hacia adentro, pero no para sostener la ficción del individuo como unidad o esencia, sino para convertirlo en aliento (habla, risa). El que practica el autoescarnio, concedo, no pone su humor al servicio de los oprimidos, como hace el noble satirista. Pero cebarse en uno mismo, hacer fuego con el árbol caído de la propia vanidad, también es subversivo. Para burlarse de sí hay que derrocar a un tirano.
En el origen de mi humor hay una búsqueda: un camino de noche hasta un extraterrestre, un conócete a ti mismo choteado e insufrible. Pero al final de ese camino me he encontrado con la posibilidad, mucho más liberadora, de desconocerme por completo, disolverme, convertirme en hálito.
Quise ser payaso, pero creo que soy mago: el autoescarnio es un acto de desaparición. Ahora me ves, ahora no me ves.
Imagen de portada: Ben Quinn, Dancing Orbs, 2020. Cortesía del artista
Los nombres y lemas han sido alterados por simple paranoia del autor. ↩