Cuando Hernán Cortés y sus tropas arribaron por primera vez al recinto ceremonial de la capital insular de los mexicas, Tenochtitlan, tuvieron la oportunidad de visitar los templos que coronaban el imponente Templo Mayor: un espacio normalmente reservado a los ministros de culto y al tlatoani. Una narración vivaz de este acontecimiento se halla en los escritos de los conquistadores, donde los cronistas describen las efigies de los dioses alojadas en este espacio. De entre todos, un pasaje particularmente sugerente se encuentra en la obra de Andrés de Tapia:
Aquí estaba el ídolo principal de toda la tierra, que era hecho de todo género de semillas, cuantas se podían haber, y estas molidas y amasadas con sangre de niños y niñas vírgenes, a los cuales mataban abriéndolos por los pechos y sacándoles el corazón y por allí la sangre; y con ella y las semillas hacían cantidad de masa más gruesa que un hombre y tan alta, y con sus ceremonias metían por la masa muchas joyas de oro de las que ellos en sus fiestas acostumbraban a traer cuando se ponían muy de fiesta; y ataban esta masa con mantas muy delgadas y hacían de esta manera un bulto […].1
El “bulto” descrito por Andrés de Tapia era una efigie comestible de Huitzilopochtli concebida como ixiptla, es decir, receptáculo y personificación del dios tutelar mexica. La mención sobre su composición con “todo género de semillas” probablemente deba considerarse como interpretación imprecisa del cronista español, pues únicamente las semillas de amaranto, y en ocasiones los granos de maíz tostados, constituían las dos plantas utilizadas para dar vida a los dioses comestibles. Estos eran sucesivamente consumidos por grupos específicos de personas o eran repartidos entre todos los habitantes de la ciudad, dependiendo de la fuente interrogada. Ahora bien, la alusión al sacrificio de niños y niñas vírgenes, cuya sangre era amasada con las semillas para elaborar el bulto, es el pasaje más problemático de la descripción.
El culto a los ixiptla, elaborados con amaranto y maíz tostado, se describe con detalle en las fuentes documentales del siglo XVI. A lo largo de las veintenas —es decir, los dieciocho periodos de veinte días que conformaban el calendario solar— diferentes efigies eran elaboradas de esta forma, siendo celebradas y sucesivamente “sacrificadas”, para lo cual les extraían el corazón y les cercenaban la cabeza; después eran consumidas. Bernardino de Sahagún y Diego Durán dan las descripciones más detalladas. El primero redactó sus obras con testimonios proporcionados por colaboradores nahuas, mientras que el segundo se apoyó tanto en información pictográfica (códices), como en la tradición oral de nativos y españoles. De acuerdo con ambos religiosos, la masa (a la que llamaban tzoalli) era obtenida mezclando únicamente semillas de amaranto y miel negra de los magueyes, o agregando también maíz tostado. Su consistencia pegajosa favorecía el moldeado de siluetas complejas que iban desde la creación de pequeños cerros (encarnación de los dioses de las montañas conocidos como Tepictoton), hasta figuras antropomorfas más imponentes, como en el caso de Huitzilopochtli, cuya figura era amasada en armazón de ramas de mezquite. Es de notar que ninguno de los evangelizadores menciona la elaboración del tzoalli con sangre humana, sino exclusivamente con miel; y que, en cambio, en las crónicas de los conquistadores es frecuente que la sangre aparezca como uno de sus ingredientes. Durán detalla que la efigie de tzoalli del dios colibrí, incluyendo sus huesos hechos de la misma masa (que eran cocinados al vapor como tamales) se salpicaban con la sangre de las víctimas sacrificiales ofrendadas al dios. Después del sacrificio del ixiptla de tzoalli, tanto su figura como sus numerosos huesos de masa se partían y distribuían para que hombres, mujeres y niños pudieran comer un pequeño pedazo del cuerpo de su dios tutelar. Todos los teocuaque —los comedores del dios— estaban obligados a entregar las semillas y granos necesarios para la elaboración de la efigie del año siguiente.2 ¿Es posible que los compañeros de Hernán Cortés hayan visto la salpicadura de sangre y, por lo tanto, interpretado que el vital líquido formara parte del tzoalli? En las fuentes documentales está claro que se podía verter sangre humana sobre substancias no comestibles, como cenizas o cal; e, incluso, si se derramaba sangre sobre algún alimento, como las tortillas, su consumo estaba destinado a los dioses y sus ixiptla, mas no a los seres humanos. Además, puesto que las víctimas dedicadas a Huitzilopochtli eran individuos en su mayoría adultos y masculinos, resulta flagrante la imprecisión de Andrés de Tapia acerca de la supuesta presencia de sangre de niñas y niños vírgenes en la efigie de tzoalli. En mi opinión, esto parece constituir más una proyección fantástica del imaginario religioso hispano relacionado con la condena de las prácticas rituales nativas. De hecho, por aquella época en la que los judíos eran tenidos como los enemigos por excelencia de la cristiandad, se les imaginaba como buscadores incesantes de sangre de niños, la cual habrían usado para la harina con la que amasaban el pan ázimo.3
Una posible respuesta sobre el consumo de sangre se puede encontrar profundizando en la percepción de este líquido en la cosmovisión de los antiguos nahuas. Según el documento conocido como Leyenda de los Soles, la sangre derramada del pene de Quetzalcóatl sobre los huesos de la humanidad de los Soles del pasado, molidos por la diosa Cihuacóatl-Quilaztli, permitió la creación de los nuevos seres humanos. Por otra parte, en los Anales de Cuauhtitlan se narra cómo los antepasados de los habitantes de Cuitlahuac fueron engendrados de la sangre del dios Mixcóatl, quien se autosacrificó sobre un lecho de cañas.4 Estos antiguos mitos nahuas nos remiten a la sangre en tanto poderoso fluido fecundador y generativo, pues de la sangre de los dioses —mezclada o no con otras substancias— nacieron los seres humanos. Debido a la preciosidad de este fluido vital, no sorprende que en el registro iconográfico mesoamericano pueda ser sustituido por otros elementos que refieren a lo fértil, como la lluvia y las serpientes. Entre los nahuas del siglo XVI la sangre era conocida también como chalchiuhatl, “agua preciosa”, mientras que la sangre del autosacrificio podía representarse bajo la forma de flores. En los códices, sus flujos aparecen rematados precisamente por círculos de chalchihuite.5 En la mitología de los grupos de la Cuenca de México, los bebedores de sangre fresca de los animales eran los chichimecas, prototipo de la humanidad en su estado salvaje, precedente al contacto con los grupos civilizados, el maíz y los sacrificios. La narrativa mítica y la dimensión ritual nahua presentan también ejemplos donde la ingesta de sangre podía tener consecuencias catastróficas o ser percibida como una transgresión. Mientras tanto, en otras latitudes del México prehispánico, no faltaban amenazas de tomar la sangre del adversario en contextos bélicos. Aparentemente, en algunas circunstancias podía concretarse dicha intimidación.6 Si el consumo de sangre en tanto alimento parece no encajar con las costumbres de los nahuas —los seres humanos “civilizados”—, documentos alfabéticos y pictográficos del siglo XVI demuestran que tanto la sangre humana como la animal eran un alimento favorito de los dioses. Según el Popol Vuh, entre los antiguos quichés, el acto de verter la sangre de los autosacrificios en la boca de las efigies de los dioses es lo que permite su rejuvenecimiento, ya que “se parecen a mancebos”.7 En el caso nahua, los mitos de creación de la Tierra y del Quinto Sol reiteran la necesidad de alimentar constantemente a los seres divinos con corazones y sangre de las víctimas sacrificadas. De acuerdo con esta lógica y con las descripciones de las fiestas religiosas del año solar, hombres y mujeres podían consumir sangre humana siempre que se tratara de esclavos o sacerdotes ixiptla quienes, al ser elegidos para encarnar a un dios durante un lapso temporal específico, experimentaban un cambio ontológico propiciado por un conjunto de actividades rituales, tales como abluciones, ayunos, penitencias y enseñanzas, así como a través del uso de los atavíos de la divinidad. Esta transformación se veía reflejada también en la dieta, ya que, a la par de comidas y bebidas refinadas y abundantes, los textos señalan el consumo real o simulado de sangre, en segmentos rituales muy sugerentes. Durante la fiesta dedicada a Quetzalcóatl, celebrada en la ciudad de Cholula, el ixiptla del dios debía participar con alegría en las ceremonias, ya que su tristeza hubiera implicado un presagio negativo. Para evitarlo, se preparaba una bebida llamada itzpacalatl, obtenida mezclando cacao con el agua donde se lavaban los cuchillos de sacrificio ensangrentados. Durán asegura que, al tomarla, el ixiptla olvidaba completamente su angustia.
En la veintena de Ochpaniztli, celebrada en el mes de septiembre de 1519, dos ixiptla femeninos eran alimentados con sangre humana. La encarnación de la diosa del maíz Chicomecóatl, “Siete Serpiente”, personificada por una niña adolescente, recibía la ofrenda de la sangre seca de los autosacrificios. Por otro lado, el ixiptla de Toci, “Nuestra abuela”, recibía una jícara llena de la sangre de los cautivos sacrificados. El personaje recogía la sangre con un dedo y lo chupaba. Este pasaje reitera la función fecundadora del líquido, puesto que sucesivamente la diosa imitaba un parto y daba a luz al dios del maíz.8 Asimismo, en la Relación de Michoacán se narra cómo una mujer poseída por la diosa Cuerauáperi exigió aplacar su hambre con la ingesta de sangre fresca.9 En suma, se puede señalar que, tal como indicó Francisco López de Gómara, más allá de su discurso colonialista: “No les faltaba para llegar a la cumbre de la crueldad sino beber sangre humana, y no se sabe que la bebiesen”.10 A ojos de los dioses, incluidos sus ixiptla humanos o de tzoalli, la sangre era un manjar necesario y muy apreciado, en cambio —a ojos de los humanos— su consumo no era permitido, excepto en raros contextos.
Si nos desplazamos hacia América del Sur, en particular al mundo andino, descubrimos cómo en la mitología narrada en el Manuscrito de Huarochirí, la sangre vuelve a aparecer en tanto fluido necesario para la creación del ser humano. El líquido cayó desde el cielo sobre los frutos de un gigantesco árbol de quinoa, dando vida a los hombres. En la época de la dominación incaica, encontramos otro uso peculiar de la sangre animal para fines alimentarios. Una vez más, es el estudio de las fiestas religiosas del año solar inca lo que nos proporciona información al respecto. Cristóbal de Molina describe los grandes festejos del mes Coya Raymi, donde se llevaba a cabo la fiesta llamada Citua, un conjunto de ceremonias destinadas a expulsar las enfermedades del Cuzco. En dicha ocasión era costumbre preparar un alimento a base de maíz al que se le atribuía un importante poder terapéutico. Se trataba de una “maçamorra de maíz mal molida” llamada sancoyelba, quizá una corrupción del término çancoyasca, “cosa espesa como masa”. En efecto, el término mazamorra remite a una preparación a base de harina de maíz, con la consistencia de una masa blanda. El maíz preparado de esa manera era utilizado para embadurnarse la cara, así como para untar los umbrales de las puertas, las comidas y la ropa. También se vertía en el agua de las fuentes. Asimismo, el zancu era enviado a los otros miembros de la familia, incluyendo a los difuntos. Las propiedades atribuidas al zancu eran terapéuticas, ya que, a través del contacto con este alimento, se podían alejar los trastornos físicos. El texto reitera su naturaleza cálida, al señalar que su contacto calentaba el cuerpo embalsamado de los señores, así como el cuerpo-efigie de dioses como el Sol, el Hacedor y el Trueno. Sucesivamente se sacrificaban cuatro llamas blancas (cuyllo), cuya sangre era salpicada sobre los platos de zancu. Entonces el sacerdote mayor pronunciaba las palabras siguientes:
Mirá cómo coméis este çanco, porque el que lo comiere en pecado y con dos voluntades y coraçones, el Sol nuestro padre lo verá y lo castigará, y será para grandes travajos vuestros; y el que con voluntad entera lo comiere, el Haçedor, y el Sol y el Trueno os lo gratificarán y os darán hijos y feliçes años; y que tengáis mucha comida y todo lo demás neçessario con prosperidad.11
El sacerdote mojaba tres dedos en el zancu y lo comía, y después de él todos los presentes, hasta los habitantes de los barrios y los niños. Asimismo, se guardaba el zancu para los enfermos que no pudieron asistir a la ceremonia. La misma ceremonia tenía lugar con las huacas y los gobernantes de los cuatro suyos del territorio incaico. De acuerdo con la Historia general del Perú de Martín de Murúa, la misma comida a base de zancu era distribuida por las mamaconas, las sacerdotisas encargadas del culto al Sol y al Inca, y compartida con los extranjeros. El consumo del zancu era seguido por el de abundante chicha y por la carne de las llamas sacrificadas. Este alimento constituía también una ofrenda a las divinidades.
El universo religioso andino presenta ciertas similitudes con el caso nahua, ya que también en el culto oficial inca la sangre desempeñaba la función de comida destinada a los seres divinos: era ofrecida regularmente al Sol y era untada sobre el rostro de ciertas huacas.12 Según Murúa, también se ofrecían a las divinidades pequeñas figuras en forma de bollos de harina de maíz, o chicha, o animales sacrificados, cuya sangre era vertida sobre las figuras de maíz.13 Por otra parte, las fuentes documentales del antiguo reino del Tawantinsuyu mencionan la ingesta de sangre animal. Según Pedro Cieza de León, en el mes Capac Raymi el inca llevaba a cabo un ayuno y sucesivamente, junto con los demás señores principales, asistía al sacrificio de una llama, cuya sangre y carne eran repartidas y consumidas crudas,
en lo qual sinificava que si no fueren valientes que sus enemigos comerían sus carnes de la suerte que ellos avían comido la de la obeja que se mató.14
A través de los extractos citados se puede vislumbrar cómo el zancu detentaba el papel de alimento sanador que alejaba las enfermedades, a la vez que, salpicado con sangre fresca de llama blanca, constituía un platillo ritual que propiciaba los vínculos sociales, reafirmando la relación entre los habitantes del Cuzco y estrechando los lazos con las personas oriundas de otros territorios sometidos al poder del Tawantinsuyu. Resultaría imposible reunir en pocas líneas un resumen completo de las funciones de la sangre en dos culturas tan complejas como la nahua y la inca. Sin embargo, es posible vislumbrar cómo ambos grupos otorgaron a la sangre un papel clave en la creación del ser humano. En ambos sistemas religiosos este fluido vital constituía un alimento revivificador indispensable para la prosperidad de los seres divinos. Su salpicadura se encuentra presente en la preparación o posterior consagración de dos platillos rituales fundamentales del culto religioso nahua e inca, el tzoalli y el zancu. La ingesta de estas comidas tenía consecuencias en el plano religioso, social y terapéutico. Asimismo, en ambos sistemas rituales no se trataba de un platillo común, puesto que su consumo por parte de los hombres quedaba, por lo general, prohibido.
Imagen de portada: Tomado de Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas de Nueva España: Códice Florentino, 1577
Andrés de Tapia, “Relación de algunas cosas de las que acaecieron al muy ilustre señor Don Hernando Cortés, Marqués del Valle, desde que se determinó ir a descubrir tierra en la tierra firme del mar oceano”, en La conquista de Tenochtitlan, G. Vázquez Chamorro (ed.), Historia 16, Madrid, 2002, pp. 59-118. ↩
Diego Durán, Historia de las Indias de Nueva España e islas de Tierra Firme, José Rubén Romero Galván y Rosa Camelo (eds.), 2 tomos, Porrúa, CDMX, 1995. ↩
Elena Mazzetto, “¿Miel o sangre? Nuevas problemáticas acerca de la elaboración de las efigies de tzoalli de las divinidades nahuas”, Estudios de Cultura Náhuatl, 2017, vol. 53, pp. 73-118. ↩
“Leyenda de los Soles” en Mitos e historias de los antiguos nahuas, Rafael Tena (ed. y trad.), Conaculta, CDMX, 2011, pp. 174-205; Anales de Cuauhtitlan, Rafael Tena (paleografía y trad.), Cien de México, CDMX, 2011. ↩
Juan José Batalla Rosado, “Datación del Códice Borbónico a partir del análisis iconográfico de la representación de la sangre”, Revista Española de Antropología Americana, 1994, núm. 24, pp. 47-74. ↩
Stan Declercq, “In mecitin inic tlacanacaquani: ‘los mecitin (mexicas): comedores de carne humana’”. Canibalismo y guerra ritual en el México antiguo, tesis de doctorado, UNAM, CDMX, 2018. ↩
Popol Vuh. Las antiguas historias del Quiché, Adrián Recinos (ed.), FCE, CDMX, 2013. ↩
Michel Graulich, Ritos aztecas. Las fiestas de las veintenas, Instituto Nacional Indigenista, CDMX, 1999; Guilhem Olivier, Cacería, sacrificio y poder en Mesoamérica. Tras las huellas de Mixcóatl, ‘Serpiente de Nube’, FCE / UNAM, CDMX, 2015. ↩
Relación de Michoacán, Francisco Miranda (ed.), SEP, CDMX, 1988. ↩
Francisco López de Gómara, Historia general de las Indias, 2 vols., Iberia, Barcelona, 1966. ↩
Cristóbal de Molina, Relación de las fábulas y ritos de los incas, Paloma Jiménez del Campo (ed.), Iberoamericana, Madrid, 2010. ↩
Juan de Betanzos, Suma y Narración de los Incas, María del Carmen Martín Rubio (ed.), Ediciones Polifemo, Madrid, 2004. ↩
Martín de Murúa, Historia general del Perú, Historia 16, Madrid, 1987. ↩
Pedro Cieza de León, Crónica del Perú, el señorío de los incas, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 2005. ↩