Hablar de la alimentación en el mundo en el año 2022 es, antes que nada, una falacia: no había, entonces, una conducta alimenticia unificada sino tres grandes sectores que comían de formas tan distintas. Si bien las desigualdades de aquel mundo se percibían en todos los terrenos, quizá ninguno la mostraba con tanta crudeza como ese ejercicio repetido, indispensable, ineludible, que llamaban comer. Y que era, para cada uno de esos tres grandes grupos, un proceso tan distinto. En el primero se situaban más de dos mil millones de personas que no estaban seguras de comer al día siguiente todo lo que necesitaban —y, entre ellos, unos 900 millones que sabían que no lo lograrían—. En el segundo, más de tres mil millones que ingerían suficientes calorías con dietas muy básicas y muy repetidas. Y, en el tercero, unos dos mil millones de personas que comían mejor que nunca nadie en la historia hasta entonces. El sector intermedio era, entonces, el más numeroso, gracias a la incorporación reciente de tantos millones. Eran sobre todo chinos, indios y demás asiáticos —que habían pasado mucho hambre antes del desarrollo de sus países—, una parte de los africanos y latinoamericanos, unos pocos europeos. Eran los que podían estar más o menos seguros de que recuperarían cada día su gasto de energía —alrededor de 2 mil kilocalorías, según los lugares y las actividades— comiendo, en general, sin pretensiones: como un paso necesario para seguir adelante, como quien recarga.
Eran ellos los que hacían que tres cuartos de la comida consumida en el planeta en esos días fueran arroz, trigo o maíz; solo el arroz era la mitad de todo lo que los 7 mil 800 millones de humanos tragaban cada día. Y, aunque sus dietas cambiaban mucho según las regiones, la mayoría seguía comiendo como habían comido sus ancestros durante siglos, cuando lo conseguían: una base de hidratos de carbono —arroz, pan, yuca, papa— habitualmente hervidos y completados a veces, sobre todo en las grandes ocasiones, con un trocito de alguna proteína animal, terrestre o acuática según los lugares. Sus comidas solían consistir en ese solo plato, consumido con palitos o cuchara o tenedor o —sobre todo en la India— con la mano; a veces se cerraba con alguna fruta. Bebían, generalmente, agua; a veces, una cerveza o un jarabe. Su dieta era escasa en variaciones, repetida; solo cambiaba en las grandes ocasiones comunitarias o personales, donde solían preparar algún plato más complejo y más caro que la tradición local consideraba parte de su acervo: la comida de fiesta.
Por encima de ellos, el sector privilegiado estaba compuesto por los más ricos de los países pobres y por la mayoría de los habitantes de los países ricos: el MundoRico comía a su manera. Entre esos dos mil millones de personas había muchas que comían como nunca nadie había comido antes. La razón era simple: sus mercados, según las listas y las imágenes que todavía subsisten, eran verdaderos emporios donde se acumulaban productos de todos los rincones del planeta en cantidad, calidad y variedad inéditas. Para ellos las estaciones y las fronteras no existían: por primera vez, un funcionario belga o un comerciante indio podían comprar uvas o cordero lechal durante todo el año, más allá de climas y demás condiciones. En muchos de estos lugares los quesos eran franceses, las piñas panameñas, el café keniata, la mermelada inglesa, las aceitunas griegas, las naranjas israelíes, el vino chileno, las sardinas portuguesas, el arroz tailandés, el ron guatemalteco, el tomate español, el chocolate suizo y así de seguido. Era el resultado de un mercado internacional de los alimentos dedicado a proveer a esos sectores que se apropiaban de una parte decisiva de la riqueza alimentaria mundial.
(La banana que se comía un chico alemán de abuelos turcos en Munich podía haber sido cosechada en una finca privada cerca de Guayaquil, donde habría sido producida con mano de obra campesina muy barata y los mejores abonos y un gran esfuerzo por respetar los criterios alemanes —frutas sin un rasguño, de un color uniforme y un tamaño estándar— y lavada y tratada para detener su maduración y empacada con una serie de etiquetas biopurafair y metida con otras miles en un container y enviada en un camión hasta el puerto donde sería embarcada en un vapor que, en un mes o dos, la llevaría hasta el puerto de Hamburgo donde el container sería cargado en otro camión que la llevaría hasta un gran depósito a temperaturas bajo cero que la conservarían sin madurar el tiempo necesario para esperar que un mayorista comprara su partida y se la llevara a sus propias instalaciones, donde la metería dos días en una cámara de gas para recuperar el proceso de maduración y vendérsela a una cadena de supermercados que la recibiría en sus depósitos centrales de la región y a su vez la distribuiría en sus comercios. Allí la madre del chico la compraría y se la daría para merendar, en cualquier estación del año y a 10 mil kilómetros de su lugar de origen.
La cantidad de intermediarios y de procesos que incluía esa banana —explotación de campesinos pobres, producción agraria modernizada, red de transportes y caminos terrestres, desarrollo de la industria naviera, técnicas de crioconservación y maduración artificial, oligopolio de las grandes cadenas, préstamos bancarios— es una muestra muy menor de las complejidades de aquel mundo que, visto desde aquí, mirado desde ahora, nos puede parecer tan simple.)
Ese sector privilegiado tenía un esquema de ingestas bastante uniforme: por la mañana comían algo que solía ser igual todos los días, más del lado del pan en Occidente y del porridge en Oriente, con alguna infusión y si acaso algún jugo; al mediodía comían algo más copioso y salado que podía incluir dos o más platos distintos y, en principio, debía variar a diario; igual que a la noche, cuando repetían la fórmula del mediodía o la alivianaban con la esperanza de dormir mejor. Sus platos habituales producían una inversión inverosímil: en lugar de los clásicos hidratos con algún agregado de proteínas animales, su plato “normal” consistía en un buen trozo de proteína animal —terrestre o acuática— acompañado por hidratos o verduras: un bife con ensalada, una pieza de pollo con arroz, una hamburguesa con puré. Esa configuración, que nunca antes se había practicado, necesitaba la muerte de tantas bestias que desequilibraba todo el sistema. Y bebían durante las comidas. Era una moda de la época pero se consideraba una costumbre tradicional, y sin embargo la idea de beber al comer era reciente: durante milenios, las personas bebieron antes o después de sus manducaciones. Esas bebidas podían ser fermentadas —cerveza o vino, más que nada— o esa otra innovación del siglo XX: las bebidas que incluían unas burbujas, efecto de un gas que les inyectaban. Algunas de esas bebidas burbujeantes se presentaban como un símbolo de la época: un jarabe dulzón y oscuro que llamaban cocacola, por ejemplo. Las comidas de mediodía o noche, además, funcionaban como un lubricante social importante: solían realizarse en compañía y se usaban como escenario para desarrollar “negocios” o “romances”. Para satisfacerlos se desarrolló una industria importante: la mayoría de las ciudades ofrecían docenas de negocios de comidas de diferentes lugares del mundo; la “comida local”, entendida como comida tradicional y propia, cedió su sitio a una que podía llegar desde los sitios más variados. Comer, en esos tiempos y lugares, se conjugaba a menudo con un adjetivo nacional: comer chino, comer peruano, comer italiano, comer indio.
Comer era, en esos días, la ceremonia social por excelencia: un encuentro sin comida de por medio era un encuentro de segunda clase. Se esperaba que cualquier ocasión importante fuera señalada con una comida, cuanto más fastuosa mejor, cuanto más original, más cara, más recordable, mejor.
Ese sector, que ya era de por sí la élite del mundo, tenía a su vez su propia élite: personas para quienes la comida no era alimentación sino “gastronomía” —entendida como una forma de placer y afirmación social—. Comer, para ellos, se transformó en una de las maneras más habituales de mostrar una riqueza nueva, una integración cultural: para un nuevo rico era más fácil “saber de comida” que de, digamos, plástica o literatura, y eventualmente más gozoso y más barato y más fácil de exhibir.
Fue entre ellos que sucedió, en esos años, una “revolución” que —en un primer momento— revolucionó poco: un cocinero emprendió la tarea de disociar el sabor y olor de cada producto de su materia original. En la línea marcada siglos antes por la invención del caldo, un señor español quiso romper con la materia y acomodar sus sabores y olores en soportes muy diversos. La idea de la desmaterialización estaba muy de acuerdo con un tiempo en que esa noción empezaba a avanzar en todos los terrenos, pero no terminó de asimilarse. La de aquel cocinero fue una revolución en el territorio de la gastronomía pero tardaría décadas en llegar a serlo en el de la comida. Antes que él, la cocina de los grandes cocineros había sido un foco de creación que después las personas en sus casas imitaban. Los platos del señor español, en cambio, estuvieron pensados, o realizados, con tal grado de dificultad que solo los profesionales podían reproducirlos y, así, mantenían su diferencia y su exclusividad: para comerlos había que pagarles.
(La gastronomía ocupaba tanto lugar en el imaginario social de esos países que, en esos años, los cocineros pasaron de ser obreros engrasados a estrellas rutilantes: se mostraban por todos los medios, explicaban el mundo, predecían los desastres, ganaban fortunas. Y tuvieron gran éxito programas de televisión que los mostraban elaborando sus platos —en concursos o clases magistrales—. Millones los miraban: la cocina había dejado de producir olores y sabores y texturas para empezar a producir imágenes. Era otra forma de desmaterialización, otro signo precursor.)
Al mismo tiempo, en la otra punta del sector más comedor, imperaba una forma distinta de comer que llamaron fast food o “comida rápida”. Solía ser más barata y menos sana y más supuestamente simple; en general se consumía sin instrumentos, pura mano, y sus platos principales habían sido, durante décadas, las hamburguesas —carne de vaca picada dentro de un pan— a la americana y la pizza —queso de leche de vaca sobre un pan— a la italiana, pero en esos años se les habían unido preparaciones de otros orígenes: los bocadillos de carnes y verduras a la turca, los bocaditos de pescados crudos con arroz a la japonesa, las ensaladas rápidas a la ecololó. El mercado del fast food crecía veloz según un modelo repetido: ciertas preparaciones aparecían primero como un exotismo “cool” —una palabra decisiva de la época— y, si funcionaban, se vulgarizaban. En esos días, entre los platos que competían por completar ese proceso estaban los bao a la vietnamita, las empanadas a la argentina, los tacos a la mexicana. Ya sabemos lo que pasó con todos ellos.
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Mientras tanto, más de dos mil millones de personas vivían en ese estado que la moralina de la época llamaba, en su habitual sistema de eufemismos, “inseguridad alimentaria”. Eran, está claro, lo más pobre del MundoPobre: se definía que una persona padece inseguridad alimentaria cuando carece de acceso regular a suficientes alimentos inocuos y nutritivos para un crecimiento y desarrollo normales y para llevar una vida activa y saludable.
O sea: alguien que a veces conseguía suficiente comida y a veces no y que, sobre todo, nunca estaba del todo seguro de poder conseguirla. Eran la clase baja del mundo, personas que, según las clasificaciones al uso, vivían con menos de tres dólares al día y que, por lo tanto, dependían de algún ingreso ocasional o de la beneficencia de los Estados o los organismos internacionales para comer seguido. La gran mayoría, como sabemos, estaba en África, Asia y América Latina; muy pocos en Europa, Oceanía y el Norte de América.
Entre ellos se destacaban los más perjudicados: los 900 millones de personas que, según los organismos pertinentes, pasaban hambre. Lo cual significaba que no siempre comían y que, incluso cuando sí, ingerían mucho menos que lo necesario: menos calorías día tras día, menos nutrientes necesarios para desarrollar una vida plena. Según cálculos de la época, unos nueve millones de personas se morían todos los años por causa de esa “subalimentación”. Ya casi no había grandes hambrunas que mataran de inanición a miles o a millones: salvo alguna crisis particular, los mecanismos de socorro funcionaban lo suficientemente bien como para evitarlo. Sus muertes se debían a enfermedades que habrían sido leves para cualquier cuerpo bien alimentado pero que, para esos organismos débiles, se volvían mortales.
(En el total del mundo, el hambre había disminuido en esos años. Mirando las cifras más de cerca se ve que lo que había disminuido había sido, sobre todo, el hambre en China; que en el resto del planeta —y sobre todo en África— las cantidades de hambrientos se mantenían. Y se mantenía, también, lo que alguien entonces llamó el “hambre de género”: el hecho de que en muchas de esas culturas estaba claro que, en caso de escasez, los hombres tenían derecho a comerse lo poco que hubiera. La regla era antigua y se asentaba en un dato que había dejado de ser cierto: que los hombres eran los proveedores de comida y, por lo tanto, si no se alimentaban toda la comunidad perdería cualquier chance de hacerlo. Ya no era así: en muchas de esas comunidades las mujeres aseguraban el sustento y, sin embargo, el privilegio masculino seguía funcionando.)
Al mismo tiempo, se alzaban voces advirtiendo sobre el otro gran problema alimentario de esos tiempos: la obesidad. Los médicos acusaban al aumento exponencial de la gordura por el aumento exponencial de las muertes por problemas circulatorios y de ciertos cánceres muy brutos y de esa gran enfermedad de aquellos tiempos, la diabetes. Ya había, en esos años, una cantidad semejante de gordos que de malnutridos, y algunos autores se entretenían con la simetría, suponiendo que el alimento que les faltaba a unos se lo llevaban los otros: que los gordos se estaban comiendo lo que los hambrientos no conseguían comer.
No era cierto: en general los obesos eran los malnutridos —los más pobres— de los países más ricos. El hambre era la malnutrición de los países pobres, la obesidad lo era de los países ricos. Allí la malnutrición había pasado del defecto al exceso: de la falta de comida a la sobra de comida basura. La malnutrición de los pobres de los países pobres consistía en comer poco y no desarrollar sus cuerpos y sus mentes; la de los pobres de los países ricos consistía en comer mucha basura barata —grasas, azúcar, sal— y desarrollar aquellos cuerpos desmedidos. Los obesos no eran la contracara de los hambrientos: eran sus semejantes.
Eran, sobre todo, los consumidores de una comida más y más basura, que servía para sacarse el hambre a bajo costo: llenar de porquerías el cuerpo lo más barato que se pueda. Cundía entonces cierto pánico: cada vez más científicos decían que muchas comidas industriales basadas en los tres reyes magos asesinos de la industria —azúcar, grasa, sal— producían en el cerebro humano el mismo tipo de adicción que el alcohol o el tabaco. Y que en esas cinco décadas la comida de los hombres había cambiado más que en los cuarenta mil años anteriores. Y que en ese lapso el consumo de azúcar se había triplicado en todo el mundo: que había pasado de ser un condimento de lujo a uno barato: el primer refugio contra el hambre. El té de los indios, el mate dulce de los argentinos, la cocacola de todos, eran formas de engañar a la panza, mandarle unas calorías rápidas y poco alimenticias que la mantuvieran entretenida por un rato. Y que esa abundancia de azúcares y endulzantes era la razón de buena parte de esa obesidad, incluidos millones de diabéticos.
El hambre de principios del siglo XXI no estaba causada por ninguna emergencia, climática o bélica. La inmensa mayoría no pasaba hambre por una situación extraordinaria, coyuntural: llevaba generaciones y generaciones de comer apenas, porque vivía —como sus padres y sus abuelos— en un mundo organizado para que algunos tuvieran mucho y otros, en consecuencia, demasiado poco.
Estaba claro que la producción global de alimentos estaba estructurada para proveer a los mercados desarrollados, para concentrar en ellos la riqueza alimentaria. En ese momento ya habían pasado tres o cuatro décadas desde lo que fue —según un autor de la época— “el hecho histórico más importante que la historia no registró”: por primera vez la humanidad fue capaz de producir comida suficiente para todos sus integrantes. Ese mundo producía comida que habría podido alcanzar para 12 mil millones de personas y producía, al mismo tiempo, casi mil millones de personas que no conseguían comprar esa comida. En ese mundo no había escasez de alimentos; muchos no podían comprarlos.
Los ejemplos abundaban: Níger, sin ir más lejos. Níger era, entonces, uno de los países más pobres del mundo; algunos definían su situación como “hambre estructural” para decir, sin decirlo, que era inevitable. Y si alguien veía sus campos secos, pobres, lo creía. Hasta que se enteraba de que Níger era, también, el segundo productor mundial de uranio. Con las ventas de ese mineral podía haber montado la infraestructura —riegos, tractores, fertilizantes, depósitos, caminos— necesaria para mejorar los campos y conseguir que sus ciudadanos comieran cada día. Pero dos corporaciones, una china y una francesa, se llevaban el uranio, así que en Niamey no quedaba plata para veleidades, ni para comprar comida. Ese hambre estructural respondía a otras estructuras: no la de la agricultura local sino la del sistema económico global. Los mecanismos de concentración de la riqueza alimentaria eran numerosos y eficaces, y se confundían con la normalidad de aquellas sociedades. Por eso sus efectos eran tan amplios, tan graves.
El problema no era técnico; era económico y político. Cientos de millones no comían suficiente porque la producción no estaba pensada para que todos comieran sino para que algunos ganaran más dinero. Que el hambre ya no tuviera un origen material —que las técnicas de producción de alimentos estuvieran en condiciones de erradicarlo—, sino político, lo hacía aún más vergonzoso.
Los precios de los alimentos se habían globalizado: ya no dependían de las condiciones y los mercados locales sino de los mundiales y, así, los habitantes de los países pobres no podían comprar los productos de sus propios lugares —que se vendían en los mercados internacionales, y cuyos precios se definían en bolsas de valores centrales como la que funcionó muchos años en Chicago, Estados Unidos—. Allí, empleados de las grandes corporaciones especulaban con las cotizaciones del maíz o la soja o el trigo igual que en cualquier otra bolsa y producían aumentos que no tenían ninguna relación con la realidad de esos productos pero, en esa realidad, dejaban a millones de personas sin comida.
Para explicar aquella “concentración de la riqueza alimentaria” se podría usar el ejemplo de un país como era entonces la Argentina, que se dedicaba a producir alimentos que podrían haber nutrido a 400 millones de personas y tenía, aún así, más de tres millones de malnutridos porque sus campos se usaban para criar soja que se exportaba a China, donde se usaba para engordar chanchos. Los productores, en general, preferían producir lo que vendían mejor, no lo que las personas necesitaban. La fabricación de carne exponía con claridad el mecanismo.
En esos días, para producir un kilo de carne de vaca se necesitaban 10 kilos de cereal: por decirlo de forma esquemática, cuando un productor tenía 10 kilos de cereal podía vendérselos a diez familias que comerían un kilo cada una o a un ganadero que se los daría a sus animales para producir un kilo de carne que vendería —mucho más caro— a una o dos familias. En la opción carne, el productor y muchos más ganarían más: la cerealera que exportaba los granos, la naviera que los transportaba, el ganadero que se los daba a sus animales, el mayorista que le compraba la carne, el transportista que la distribuía, el carnicero que la vendía. Y unos cuantos, mientras, se quedaban sin comer.
La carne era, entonces, un ejemplo de esta concentración y, al mismo tiempo, un emblema del éxito: comerla se transformó en esos días en un símbolo de ascenso social. Los chinos, por ejemplo, que treinta años antes consumían 15 kilos de carne por año cada uno, ya comían más de 60. En aquellas décadas el consumo de carne en todo el planeta aumentó el doble que la población, el consumo de huevos tres veces más. Hacia 1950 el mundo comía unas 50 millones de toneladas de carne por año; en 2020, siete veces más.
(Mientras tanto, las huestes de los que no comían carne crecían sin cesar. No lo hacían por razones solidarias o humanitarias; en muchos casos, en el MundoRico, las personas se hacían “vegetarianas” porque no querían que se mataran animales. No se preocupaban porque su consumo de carne privaba a otros de comer; se preocupaban por los animales. Y muchos más, en los países ricos, trataban de comer eso que un publicista astuto acertó en llamar “comida orgánica”, como si hubiera existido alguna otra. El crecimiento de ese ramo era exponencial: proliferaban los negocios, sus consumidores. La comida orgánica era la que se producía sin herbicidas ni pesticidas ni fertilizantes ni antibióticos ni ninguna modificación genética, con métodos perfectamente clásicos. Lo cual, por supuesto, daba como resultado unos productos muy bonitos, incluso muy buenos, que costaban mucho más caros que los comunes —que estaban al alcance de unos pocos— pero sabían mejor y dejaban muy alta la moral: comprar orgánico, en esos días, era comprar, barata, unos restos de buena conciencia. Y mejor aún si era “fair trade” —si estaba producido en granjas con escrúpulos, que explotaban bien a sus peones y a su tierra—: una etiqueta fair trade le daba al comprador el dividendo de saber que, además de comerse algo sanito, estaba haciendo por la Madre Tierra o por los desarrapados de Somalía o por los niños hambrientos de Guatemala, pobres.)
El esquema alimenticio de los privilegiados funcionaba con una condición básica: que los que lo practicaran fueran —relativamente— pocos, porque no alcanzaría para todos. La exclusión era condición necesaria y nunca suficiente. Y la carne era, en esos días, la metáfora perfecta de esa desigualdad. Si muchos hubieran querido imitarlos el planeta no habría alcanzado. En 2020 el mundo debía sostener a mil 200 millones de ovejas, mil millones de cerdos y otros mil de vacas y, sobre todo, alrededor de 30 mil millones de pollos y gallinas. “Hay pocos rincones de la Tierra donde no haya más gallinas que personas”, escribió una autora de esos días.
El mundo es un lugar donde viven gallinas; somos lo que pulula en los resquicios que dejan las gallinas. Todas las mujeres, hombres, niños, cerdos, vacas y ovejas juntas no les llegamos siquiera a los tobillos: apenas si pasamos los 10 mil millones y ellas son —las cuentas se oscurecen— más de tres veces más. El mundo es un holocausto permanente de gallinas, por no hablar de sus abortos, el holocausto aún más brutal de embriones de gallina. Si el animal hegemónico del mundo es la gallina este mundo está listo: las gallinas son fábrica despiadada, producción sin escrúpulos ni color ninguno, vida para la muerte y el provecho ajeno, dinero para hacer dinero y el desprecio, puro sufrimiento. Hemos armado un mundo de gallinas: en él vivimos para que ellas mueran.
Así era. Las gallinas —pero también los cerdos, ovejas, vacas— se criaban, en su gran mayoría, en establecimientos industriales que amontonaban animales en superficies mínimas el tiempo mínimo necesario para sacrificarlos y venderlos. Para cebarlos, la ganadería usaba el 80 por ciento de la superficie agrícola del mundo, el 40 por ciento de la producción mundial de cereales, el 10 por ciento del agua del planeta. Y sus animales lanzaban a la atmósfera, con sus pedos y eructos, casi un quinto de las emisiones de gases de efecto invernadero que estaban desquiciando las temperaturas del planeta. Por eso los primeros experimentos de producir proteínas animales sin animales, en laboratorios, produjeron cierta expectativa entre los pocos que entonces los seguían.
El primero en proponerlo seriamente fue un holandés, Willem van Eelen, que, muy joven, se pasó cinco años prisionero de guerra en un campo de concentración japonés en Indonesia. Allí, medio muerto de hambre, se le ocurrió la idea; cuando la guerra terminó, Van Eelen se recibió de médico y se pasó décadas imaginando cómo hacerlo hasta que, hacia 1990, los avances en las técnicas de clonación —y la llamada “ingeniería de tejidos”— se fueron acercando a sus fantasías: células madre, alimentadas con las proteínas adecuadas en un medio propicio, podrían reproducirse infinitamente.
En 2013 Van Eelen se dio el gusto: discípulos suyos presentaron, en Londres, la primera hamburguesa de carne cultivada. Pesaba un cuarto de libra y había costado un cuarto de millón de libras —pagados por el dueño de una empresa digital monopólica—, pero los catadores dijeron que sabía a verdadera carne. El desafío, entonces, era mejorar la producción para hacerla accesible. En Estados Unidos, Europa, Israel, Corea, laboratorios de punta de pequeñas empresas ambiciosas lo estaban intentando; finalmente, en 2021, una de ellas anunció que el año siguiente sus primeros productos llegarían a los supermercados.
Que la carne, lo más natural, lo más animal, se volviera un artificio era una idea muy contranatura, y muchos fruncieron la nariz. Pero, poco a poco, empezaron a pensar que eso podría producir una revolución solo comparable al principio de la agricultura. Entonces, hace más de diez mil años, los hombres descubrieron la forma de hacer que la naturaleza se plegara a sus voluntades; a principios del siglo XXI descubrían que ya no necesitaban a la naturaleza. Que, además, no hubiera que matar —animales, plantas— para comerlos, era un giro copernicano. Y los efectos, suponían entonces, serían extensos: todas esas tierras que se usaban para criar ganado quedarían libres para el cultivo o, incluso, para oxigenar el planeta. El efecto invernadero cedería y, sobre todo, si ya no fuera necesario usar más toda esa comida para alimentar vacas y cerdos, se podría terminar con el hambre de una vez por todas. No pensaron en la contradicción de que fueran empresas privadas, animadas por el lucro, las que llevaran adelante la tarea: el riesgo de que las nuevas comidas se volvieran la propiedad de unos pocos, no el patrimonio de todos. Nosotros, ahora, ya sabemos.
Este texto es un fragmento inconcluso de un libro en preparación que quizás alguna vez se llame El mundo entonces. [N. del A.]
Imagen de portada: Wayne Thiebaud, Three Sandwiches, 1961. ©Smithsonian American Art Museum