Los viajes reales y metafóricos, científicos y literarios me han obsesionado siempre. Cuando era más joven, abrazaba cualquier oportunidad que se me presentaba para subir a un avión y llegar a un nuevo destino. Me gustaba pensar que no era una turista, sino una viajera, como los personajes de la novela El cielo protector, de Paul Bowles, publicada en 1949:
Mientras que el turista generalmente se apresura a regresar a casa al cabo de unas semanas o meses, el viajero, que no pertenece más a un lugar que al siguiente, se mueve lentamente a lo largo de años, de una parte de la Tierra a otra. De hecho, le habría resultado difícil decir, entre los muchos lugares en los que había vivido, precisamente dónde se había sentido más en casa.
Bajo dicha premisa, viví mis veintes mochileando por Europa porque me fascinaban la historia y la diversidad cultural y lingüística del continente. Esta fascinación me llevó a estudiar en Inglaterra, que se convirtió en mi segundo país. Aunque estudiaba matemáticas en la universidad, pasé gran parte de mi tiempo en el Reino Unido viajando al pasado literario inglés.
Dediqué muchas horas a husmear entre los anaqueles de las bibliotecas y librerías de Londres, buscando textos que me ayudaran a entender el país que me adoptó por más de una década. En Foyles, una librería de ocho plantas en la calle Charing Cross, encontré las obras de Shakespeare, que devoré, y los textos de las grandes escritoras de la Regencia, la época victoriana y la era moderna, como Jane Austen, George Eliot, Emily Brontë y Virginia Woolf. En cuanto a las bibliotecas, la Británica era mi predilecta, pues me recordaba la de Babel de Borges, con libreros de varios metros de altura que albergaban una infinidad de tesoros literarios. Un día logré que me permitieran entrar a una de las zonas reservadas para los investigadores, a pesar de que yo aún era estudiante. Ahí, la bibliotecaria me entregó un par de guantes blanquísimos que tuve que usar para poder ojear las primeras ediciones de las obras de Shakespeare, en forma de folios y cuartos acomodados en hermosos volúmenes de pasta dura. También tuve en mis manos los textos originales de John Dee (1527-1608), un magus,1 matemático y alquimista del Renacimiento que poseía la biblioteca más importante de su tiempo. Fue el astrólogo personal de la reina María I y la inspiración de Shakespeare para el personaje de Próspero, de La tempestad, un mago que puede controlar los elementos de la naturaleza gracias al conocimiento que obtiene de sus libros.
Los fines de semana viajaba al Renacimiento inglés, pues asistía a los foros teatrales para ver las representaciones de las obras del Bardo de Avon. El más famoso de esos foros, el Globo, es la reconstrucción moderna del teatro donde el dramaturgo presentaba sus obras. También fui varias veces a Stratford-upon-Avon, la ciudad natal del escritor, para ver las puestas en escena de obras como Hamlet, Otelo, Macbeth y una adaptación maravillosa de Peter Brook de la comedia Sueño de una noche de verano, donde todas las personas que actuaban iban vestidas de negro.
Después de varios años, abandoné Inglaterra para regresar a México, donde dejé atrás los viajes literarios para explorar el presente y el futuro de las disciplinas científicas. Trabajando como comunicadora de la ciencia en el Instituto de Ciencias Nucleares tuve la oportunidad de visitar los lugares donde se realizan algunos de los experimentos tecnocientíficos más importantes de nuestra época. Las cosas que vi en dichas travesías fueron tan impactantes que me hacían pensar en uno de los momentos más célebres de la película Contacto (1997), de Robert Zemeckis, basada en la novela de Carl Sagan del mismo título. En ella, la científica Ellie Arroway, interpretada por la actriz Jodie Foster, flota dentro de una nave espacial desde la cual puede apreciar el universo en todo su esplendor. Mientras observa un evento cósmico, susurra: “es tan hermoso. Es poesía. Debieron enviar a un poeta. No tenía idea”. Para mí, no hay duda: como dice el biólogo evolutivo Richard Dawkins, “la ciencia es la poesía de la realidad”.
Uno de los viajes científicos más emocionantes que he hecho fue al Observatorio Pierre Auger en Argentina, un proyecto gigantesco, con una superficie que duplica el tamaño de la Ciudad de México. En el observatorio se estudian los rayos cósmicos, esto es, las partículas que surcan el espacio exterior y bombardean la Tierra desde todas las direcciones. Estas partículas se originan en algunos de los eventos más violentos del universo y viajan a velocidades cercanas a la de la luz (trescientos mil kilómetros por segundo). Los rayos cósmicos que estudia el observatorio provienen de una constelación llamada Centaurus, ubicada en el extremo norte de la Vía Láctea. En ella se encuentra Próxima Centauri, la estrella más cercana a nuestro sistema solar. Los rayos cósmicos que llegan de dicha zona tardan más de cuatro mil años en alcanzar nuestro planeta, una escala de tiempo casi inconcebible para los seres humanos, que nos quita el aliento y nos lleva a imaginar la eternidad.
Para visitar el Observatorio Pierre Auger hay que viajar cerca de veinticuatro horas desde México. Primero se toma un avión y después una pequeña camioneta que se detiene en la ciudad rural de Malargüe, donde están las oficinas del lugar. Visitarlo es toda una aventura: se cruza el desierto en una camioneta 4x4, a toda velocidad, para que el vehículo no se quede varado en las arenas movedizas de las pampas amarillas. El paisaje es espectacular, está enmarcado por los Andes, que se levantan a la distancia como enormes guardianes de los mil seiscientos tanques usados para investigar el origen de los rayos cósmicos que impactan la Tierra. El contraste de los tanques metálicos con el ambiente desértico resulta alucinante, tanto que me recordó los escenarios en los que transitan los jedi de La guerra de las galaxias.
Otro viaje científico que me deslumbró fue el que hice a la frontera entre Suiza y Francia para visitar por primera vez el Centro Europeo para la Investigación Nuclear (CERN, por sus siglas en francés), donde se encuentra el Gran Colisionador de Hadrones, el experimento científico más grande de nuestro tiempo. A simple vista, el sitio parece un campus universitario ordinario. Sin embargo, tras descender cien metros en un elevador, una se encuentra con un escenario digno de una película de ciencia ficción futurista. Un túnel, similar al del metro, contiene una estructura semejante a una gigantesca dona metálica de veintisiete kilómetros de circunferencia. En esta “dona” se inyectan haces de partículas, con un grosor comparable al de un cabello humano, que se aceleran a velocidades cercanas a la de la luz. Los haces viajan en direcciones opuestas y colisionan en cuatro puntos del aparato, llamados detectores, que son tan grandes como una casa y, en algunos casos, tienen el tamaño de una catedral.
Entre dichos detectores, se encuentra ALICE (A Large Ion Collider Experiment), en el que colaboran varios científicos mexicanos, como el físico Gerardo Herrera Corral. ALICE es el detector encargado de recrear el estado de la materia que se cree que existió durante diez microsegundos después del Big Bang, llamado “plasma de cuarks y gluones”. Es una especie de máquina del tiempo que nos permite investigar lo que sucedió en los primeros instantes del universo.
A principios de mis cuarenta, se detuvieron abruptamente mis viajes por los proyectos científicos alrededor del mundo debido a un acontecimiento sorpresivo que transformó mi vida con la fuerza de una supernova: me convertí en madre de una niña. Durante los últimos ocho años, he cambiado la emoción de los traslados físicos por el placer de los periplos imaginarios, y a menudo me he preguntado si sería posible viajar en el tiempo, como en la película La llegada (2016), de Denis Villeneuve, inspirada en un relato de Ted Chiang. En ella, unos extraterrestres llegan a la Tierra y comparten su lenguaje con una lingüista, quien descubre que entender los símbolos con los que se comunican los visitantes le permite ver el pasado y el futuro.
Desde luego, un sinfín de novelas y películas de ciencia ficción abordan el tema, pero ¿qué dice la ciencia al respecto? ¿Es posible viajar en el tiempo? Para averiguarlo debemos volver al año 1905 a Berna, Suiza, y encontrarnos con un oficinista recién casado con una mujer brillante, con la que acaba de tener un bebé. El oficinista es Albert Einstein, quien, con el apoyo de su esposa Mileva Marić, publicó cinco artículos que cambiarían la historia de la física para siempre. En uno de esos textos, propuso la teoría de la relatividad especial, la cual postulaba, entre otras cosas, que el espacio y el tiempo están entrelazados en un continuo llamado espaciotiempo.
Los viajes en el espaciotiempo plantean problemas muy interesantes. A cada instante viajamos al futuro, no a grandes velocidades, sino lentamente, segundo a segundo. Teóricamente, podríamos hacerlo mucho más rápido. Imaginemos que vamos hacia una galaxia muy lejana en una nave espacial, a una velocidad cercana a la de la luz. Al volver a la Tierra, habremos envejecido muy poco. Para nosotros quizá habrá transcurrido una semana, mientras que para los habitantes de nuestro planeta habrán pasado muchos años. Pensemos en otro escenario teórico. Si fuéramos a un agujero negro, al adentrarnos en él, veríamos pasar ante nuestros ojos toda la historia futura del universo, pero para nosotros sólo habrían transcurrido algunos segundos. De este modo sería posible viajar al futuro.
Pero ¿sería posible visitar el ayer? No es una tarea fácil y los viajes en el tiempo presentan paradojas que, por ahora, resultan indescifrables. Supongamos que logro hacer ese viaje e impido que mis padres se conozcan. Si mis padres no se conocen, yo no nacería. Entonces, ¿cómo pude haber viajado al pasado? Además, cualquier modificación podría alterar el presente. Por ejemplo, si evitara que mi yo de veinte años se mudara a Inglaterra, quizá no habría visto las obras de Shakespeare en el teatro y no estaría escribiendo este artículo.
Aunque aún no contamos con la tecnología necesaria para ir al pasado, y es muy poco probable que la desarrollemos, algunos físicos se han dedicado a idear juegos mentales para imaginar cómo serían estos viajes. Entre ellos, el físico estadounidense Kip Thorne ha explorado la posibilidad de que, en el futuro, una civilización muy avanzada pueda crear un agujero de gusano, es decir, un túnel en el espaciotiempo, para volver al pasado. Sin embargo, probablemente el agujero de gusano explotaría en cuanto alguien intentara convertirlo en una máquina del tiempo.
La ciencia también ha propuesto la existencia de un número infinito de universos que formarían parte de un gigantesco multiverso. Según este planteamiento teórico, habría universos paralelos en los que nuestras vidas tendrían pequeñas o grandes variaciones. Podría existir un universo en el que yo nunca hubiera viajado al CERN y otro en el que no hubiera tenido una hija. Podría existir uno donde yo fuera una niña pequeña. Si viajara a él, podría visitar mi vida pasada. Aunque esta idea ofrece posibilidades formidables para las historias de ciencia ficción, no parece ser muy factible, especialmente porque no se ha demostrado la existencia de universos paralelos.
Ciertamente, no podemos pedirle al tiempo que vuelva, pero tal vez tengamos suerte y podamos presenciar los viajes metafóricos y físicos de las siguientes generaciones. Al igual que la astronauta Sally Ride, quien luchó por la inclusión de las mujeres en la ciencia, estoy convencida de que nuestro futuro está en las niñas y los niños de hoy, que harán la ciencia y la literatura del mañana. Quizá más adelante, a través de sus ojos, podamos seguir explorando los horizontes de nuestra imaginación y logremos, por fin, viajar a los confines del espaciotiempo.
Imagen de portada: Emma Willard, El templo del tiempo, 1846. Cartography Associates, Creative Commons.
En el Renacimiento, un magus era una figura compleja y multifacética que combinaba elementos de la ciencia, la magia y la filosofía. Estos individuos no sólo eran considerados magos en el sentido moderno de la palabra, sino también estudiosos y eruditos que trabajaban en diversas áreas del conocimiento. ↩