Yo que fui librero
Hoy saldré a vender libros. No se me ocurre nada mejor para sobrevivir. Pinche pandemia, nos ha venido a restregar en la cara nuestra pobreza. Les he pedido fiado a mis tres editores: Discos Cuchillo, Moho, Producciones El Salario del Miedo, además de a dos editoriales con las que no publico: Generación y Pitzilein Books. No solo llevo libros; llené unos huacales con fanzines, revistas y unas playeras que diseñé. Coloqué un huacal sobre otro y los amarré a un diablo. Pinté un pedazo de madera que funciona de letrero. Allá voy, salgo a la avenida en sentido contrario a los autos.
Hice algo de difusión en mis redes sociales, subí fotos y anuncié más o menos mi ruta. Quién sabe qué tan buena idea sea salir con una librería ambulante si a todo mundo le produce desconfianza ver a alguien sin cubrebocas, tocar algo de uso común, como el pasamanos del metro, y permanecer encerrado con otra persona en el mismo espacio o acercarse demasiado. Yo no uso cubrebocas. No me gusta.
Barrabás, mi cocker spaniel, va detrás de mí sin correa. Llevo en uno de los manubrios del diablo un timbre de ciclista que hago sonar para anunciar mi paso. En el otro llevo una lámpara, también de ciclista, por si me agarra la noche. Ni siquiera he caminado una cuadra cuando compruebo que Yolanda, editora de Moho, tenía razón. Me dijo: “Te van a gritar desde los balcones”, como augurando un buen futuro a mi incipiente negocio. Y alguien lo hizo. Me gritó para detenerme. Bajó un hombre con su hermana y me compraron 1500 pesos de libros. La calle es generosa, muy generosa, pensé.
Pasamos junto al Árbol de la Noche Triste. A esta hora ya hay niños entrenando básquetbol en el parque Cañitas. La gente nos mira con curiosidad. Nos cuesta trabajo ganar un espacio en la banqueta. Una parte de ella le corresponde a los comerciantes, otra a los peatones. Caminamos por la ciclovía. Frente a La Pingüica llega hasta mí el aroma de sus deliciosos tacos. Enseguida encontramos el Cine Cosmos. Cruzamos Circuito Interior, por donde Cortés construyó el primer leprosario de la ciudad. Poco más allá está el Cementerio Nacional Americano y quizás a la altura del Salón Caribe estuvo la Fuente de los Músicos. Entramos a la Santa María la Ribera para llegar hasta el kiosco que una vez estuvo en la Alameda Central, donde se celebraban los sorteos de la lotería. Aquí estamos, dando vueltas por el parque Barrabás, el diablo y yo.
La gente nos mira con curiosidad, nos sonríe, pero nadie nos compra nada. Vamos por la Zona Rosa, la colonia Cuauhtémoc y la Juárez. Desde un auto un desconocido me grita que qué buena idea. Una chava guapa me sonríe con ternura pero no detiene su paso.
Ya deben de ser más de las diez de la noche. Frente al Colegio Militar otro grito nos detiene: “¡Adrián! ¿Traes libros?”. Es una chava desde la ventana de su departamento. Otra vez resuenan las palabras de Yolanda en mi memoria. Baja una pareja. Él se llama Paco y ella Adriana, nos compran varios libros y nos despiden con sonrisas.
Tiro callejero
Crecí en una zona en donde importaba mucho saberse dar en la madre. Crecí en una familia en donde varios integrantes se saben rifar un tiro, desde mis sobrinos hasta mi tía Andrea. Mi tío Severo era famoso en el barrio por ser bueno para el baile, el fucho y los madrazos. Un día, en un baile callejero, le tiró los dientes al Changa, el guardaespaldas de Lola la Chata, la díler de los beatniks. Otro día se madreó de dos putazos al Nono, un afrodescendiente alto y correoso que se dedicaba a asaltar casas, fábricas y bancos. Al Kiri, un ladronzuelo, le dio unas cachetadas y lo hizo llorar. A mi padre lo amarró a un poste luego de ver que mi madre tenía la nariz rota. Mi tío era fuerte, noble y generoso. Era capaz de mover un vocho estacionado sin ayuda.
Crecí escuchando a mi tío Manolo contar que cuando ellos eran niños la calle se llenaba al amanecer de personas con cubetas y ollas que iban camino al establo para comprar leche. El abuelo de mi tío hacía zapatos, tenía dos pistolas y una tienda de abarrotes conocida como Los Pinos. Afuera se juntaban los que jugaban futbol los fines de semana y los borrachos del diario. Ahí se jugaban cartas, dominó, se cantaba con radio o guitarra. Los borrachos se adueñaban de la calle, se meaban en los árboles, vaciaban el culito de sus envases, guacareaban o se quedaban dormidos.
Crecí escuchando chismes de mi tía Carmela, que contaba que los Pelones se habían madreado con los Gandallas con tubos y piedras, allá por la iglesia, ya medio tarde, como a las once. Se trataba de bandas juveniles que pintaban las bardas del mercado y las de todo el barrio con spray para marcar su territorio. Su tipografía era muy sencilla. A veces escribían “Gandayas” o “Pelonez”. Mi tía Carmela también sabía si el Danone había matado a alguien más o si ya lo habían entambado, si ya se había vuelto a fugar, si se había metido en una coladera para escapar o si había enfrentado a los de Mujeres Ilustres. Dicen que mató a un morro de secundaria, un chavo bofe y rifado para el tiro que le dio la vuelta al Danone, quien había sido sardo y granadero. El Danone, ardido, fue por su fusca y reventó al vato.
Crecí en la calle, jugando conquián afuera del taller de mi tío Víctor. El taller se llama Larry porque es “la riata” arreglando el sistema eléctrico de los autos. Víctor lleva 37 años trabajando afuera de la casa de sus padres. Saca un cartón que usa para meterse debajo de los autos, sus herramientas y un letrerito para que sus clientes sepan que está en servicio. Crecí aventando cartas entre malandros albureros: el Rafa, el Manga, Richard, Poncho, Juan el Negro, el Nono, Kito, Ferruco. Crecí entre sus historias de atracos, heridas y apañones.
Crecí en la calle donde mi madre celebró su fiesta de quince años. Esa vez sacaron un tablón, una lona y unas bocinas. Los invitados eran los que se quisieran ir sumando. Bailaron “The Sound of Silence” y la “Marcha triunfal” de Aida. Crecí donde los vagos echaban cáscara y los domingos se juntaban en la esquina a echar caguamas y un taco de carne de caballo cocida en limón. Crecí allá, donde las calles no tenían nombre.
Juguetero
Parece que va a llover. Casi no hay transeúntes por el callejón 2 de Abril, en la colonia Pensador Mexicano. Muevo la pierna debido a mi ansiedad. Le pido a K el toque y le doy tres buenos jalones. Pagamos mitad y mitad por el derecho a tendernos sobre la vía pública. K ofrece cuadros, ceniceros, lámparas, candelabros, cuchillos viejos. Quizá estamos en el tianguis más pequeño de la ciudad. Se vende ropa vieja, asteroides, piezas prehispánicas, libros, zapatos pisados, pedacería de teléfonos celulares, cuadros, fotos familiares: todo y nada. Yo vendo la colección de autos miniatura que me regaló mi tía Chata cuando cumplí 19 años. Todos son europeos. Con una venta sería suficiente para llevarle croquetas a mi perra Garibaldi. Una prueba más de desapego.
“Ahorita cae el bueno”, me dice K entusiasmado. Aplaude y luego se frota las manos. Mira al cielo, sus ojos son grandes y expresivos, como de loco. Su voz es rasposa. Fuma frente a una patrulla, pero los polis son indulgentes con quienes vendemos aquí. K presume que sabe hacer dinero de la basura. El otro día caminábamos por Reforma hambrientos y sin drogas en el cuerpo. Desde lejos distinguió algo que hizo brillar su mirada, algo que le inyectó vida. De un cesto de basura sacó unos cables, los peló, les quitó el oro que traían y lo fuimos a vender. Compramos tortas, chescos y mota. Siempre alardea cuando un bisne le sale bien: “Soy un pepenador profesional”.
Todos los días pasan coleccionistas de juguetes y antigüedades por este tianguis. No lo resisten, es superior a ellos. Al menos vienen a asomarse para comprobar que no haya una joya que se les esté escapando. Hoy, sin embargo, no ha pasado ni uno. Comienzan a caer las primeras gotas de lluvia. K guarda su mercancía en cajas de plástico, yo solo debo guardar mis autos con sumo cuidado para que la pintura no se maltrate. Acompaño a mi socio a dejar sus cajas en una bodega que usan varios comerciantes para lo mismo. K sabe que no tengo dinero. Me ofrece quedarme en su casa. “Dios siempre nos otorga lo que necesitamos. Mañana nos irá mejor. Hoy cenaremos espagueti con atún”. Sonrío y pienso en Garibaldi.
Canción de la calle
Algunas noches, durante un rato, he sido tu consentido. A veces siento que eres mi madre o una tía que me quiere mucho. ¿Te acuerdas de esa tarde lluviosa en la que una chava desconocida me invitó a subir a su auto y cogimos en la parte trasera? ¿O la vez que iba saliendo de la pulquería Los Insurgentes y me encontré un gramo de coca? ¿O cuando me encontré dos billetes de quinientos saliendo del gimnasio el Nuevo Jordán, y pude comprarme mis guantes de box profesionales?
Otras veces te has comportado como si no nos conociéramos. Como cuando me dieron esa madriza a cinturonazos sobre Motolinía. O cuando dormí afuera del metro Cuauhtémoc con Garibaldi, y llevaba la mano vendada porque me habían dado doce puntadas por romper un vidrio con el puño, y un indigente me picó los ojos cuando le encargué unas piedras para fumarlas en el Jardín Pushkin. O cuando andaba en muletas en Tijuana y se me acabó el dinero para el hospedaje.
A veces me regalas una bolsita con mota panteonera, a veces un pase. Yo he perdido ácidos, piedras y tachas en tu cuerpo. ¿Cuántas veces me cuidaste cuando salía todo aterido a comprar otra dosis? Me gusta verte tempranito, cuando estás vacía, y caminarte con mis perros y los fantasmas de mis muertos. ¿A cuántos tiras y malandros quitaste de mi camino? ¿Por qué no me gusta dejarte, por qué me gusta sentirme vivo contigo? Tú no eres mi hogar, eres mi oficio.
Camino a la duela
Hoy jugamos a las ocho en la Alberca Preolímpica de Apatlaco. Bajo del metro y camino por Francisco del Paso y Troncoso. Mi padre estuvo anexado por estos rumbos en una granja que dirigía un cura. Hay un puesto de mariscos abierto que se llama El Jaibo. En el bajopuente hay un chingo de basura y dos indigentes espalda con espalda fumándose unas piedras. Un ciego me pregunta la hora.
Crecí entre las costumbres y las tradiciones de estas calles. Hay un hombre parado afuera de una combi pintada de blanco con amarillo. La combi es una panadería cuyo mostrador es la cajuela. Los andadores en esta colonia son estrechos, lucen tranquilos con sus autos estacionados que parecen pasajeros de transporte público de tan apretados.
Por estos rumbos, en Picos, Apatlaco, anduve en una camioneta con mi padre repartiendo sueros a los teporochos. En las canchas de estos rumbos aprendí a jugar básquetbol. Camino con la calma del que sabe que el juego inicia diez o veinte minutos después de lo anunciado. Juego en ligas basquetboleras de señores panzones que vieron a Jordan triunfar y todavía sueñan con imitarlo. Hay puestos de tacos, quesadillas, esquites, plátanos fritos y otros postres. Hay bicicletas amarradas a un poste, hay un altar para la virgen de Guadalupe en medio del camellón y más basura.
La colonia Campamento 2 de Octubre se hizo sobre unos terrenos cuyos dueños cobraban una rentas que la gente no podía pagar. Los primeros habitantes de estos terrenos abiertos, que antes fueron rancherías, llegaron a finales de la década de los cuarenta. Diez años después ya eran miles las casas improvisadas con cartones y láminas. Varias veces tuvieron que enfrentarse a golpeadores y granaderos.
Este barrio fue ganado con sangre y sudor por puro paracaidista. Adolfo López Mateos decretó expropiadas en 1962 las 362 hectáreas de Iztacalco e Iztapalapa donde se asentaban los integrantes del campamento, pero eso no fue suficiente para que dejaran de ser acosados por los antiguos dueños de las tierras. En 1976 varias de las casas fueron arrasadas por el fuego provocado por las bombas molotov arrojadas a la casa de Francisco de la Cruz, el líder de los primeros colonos.
Un señor bebe una coca frente a una tienda. Otro hombre escupe sentado en un parabús. Pasa una patrulla. Hay jardineras secas, sin planta alguna, pura tierra que parece triste, muerta, aunque protegida por rejas blancas. Hay un puesto de máquinas, una barber truck, una señora paseando un san bernardo, un trompo gigante de pastor, un pizarrón afuera de un café, montículos de basura en mitad de la avenida, un tenue aroma a mota, un carrito de chacharero estacionado junto a un poste.
Dos abuelas llevan de la mano a sus nietos, pequeños seres que apenas comienzan a caminar. Un letrero dice: “Compro oro, plata, monedas antiguas, pedacería”. Anuncios de una pollería y de pan. En una esquina una señora vende gelatinas y otra elotes, y una más prepara doriesquites. Hay más basura. Tres güeyes a la entrada de un andador toman chelas en lata, se ven tranquilos y despreocupados. Del local de un zapatero sale una cumbia que inunda la calle. A mi lado pasa una niña que camina mientras arrastra su bicicleta. Detrás viene su hermano pedaleando despacio. Pasa un french poodle que sigue a una adolescente cargando a su hijo. Llego al deportivo. El juego no ha comenzado.
Librero
Los libros se vendieron poco a poco. Con eso sobreviví a la pandemia. Hasta el momento no les he pagado a los editores. Uno de ellos ya murió. Había días en que caminaba por calles, avenidas, calzadas, colonias enteras, plazas y parques bajo un sol inclemente sin vender ni diez pesos. Regresaba a casa enfadado, frustrado y con hambre. A veces no había ni una bacha que diluyera el coraje y la falta de alimento. “Pinche literatura independiente, a nadie le interesa”, pensaba con la cabeza llena de necesidades.
Además de libros, comencé a vender en mi diablo cerámica que yo pintaba y jabones artesanales. Llevaba macetas, jarras, platos para mascotas, ceniceros. Peleaba con ciclistas y automovilistas por el derecho a avanzar. En ocasiones iba con Paco, un librero del callejón 2 de Abril y le vendía más baratos algunos ejemplares para comprar comida.
Tenía la idea de armar charlas en mi librería ambulante, pero las pocas ventas me fueron desanimando. A veces parecía que, en lugar de vender libros por la ciudad, me habían madreado. Un día ya no quise salir y las calles ni se dieron cuenta.
Imagen de portada: ©Laura Ortiz Vega, Románticapocaliptica, 2019. Cortesía de la artista