La idea de que contemplar una película representa un riesgo ineludible de contaminación moral parece innata entre ciertos funcionarios y empresarios (a los que me cuesta denominar “culturales”). Cada país del mundo ha sufrido esa necia variante de la censura que es la clasificación de las películas en “aptas” o “no aptas” según la edad del espectador; cada país posee su versión autóctona del Código Hays (que, entre los años treinta y los años sesenta del siglo pasado, establecía qué podía mostrarse o no en las películas de Hollywood y que, por ejemplo, prohibía enseñar los ombligos de las actrices en pantalla porque a su promulgador, el republicano William H. Hayes, le parecían muy excitantes). En donde no se prohíben los ombligos, pues, se considera que una escena de sexo sólo puede ser observada sin riesgo por los mayores de 69 años. En donde se permiten los desnudos, se enlata la denuncia. En donde se toleran las masacres más cruentas y los bombazos, los giros del lenguaje se reprimen con ardores propios de monseñor Torquemada. Algunos sugieren que las salas se abran a todos: no falta quien, por lo contrario, exija controles en la exhibición, pero también en la filmación y autorización de cualquier película. Las autoridades, como suele ocurrir, navegan a dos aguas (pero con tendencia al conservadurismo) y no le dan gusto a nadie. Nuestros directores de cine, en general, declaran que los criterios de clasificación son “retrógrados” y afirman abiertamente que sus trabajos serán vistos de todos modos, aunque sea en video (esto es mexicanismo puro: las disposiciones se toman con la resignada seguridad de que no serán obedecidas y se eluden antes que discutirse públicamente). Por otro lado es de notarse que la censura, en ocasiones, es un mecanismo tan cándido que termina por servir a los intereses de quienes combate. Es cosa fácil de comprobar que una denuncia histérica de inmoralidad resulta más útil para la promoción de una película que la más onerosa campaña publicitaria. Quizá haya sido El crimen del padre Amaro (dirigida por Carlos Carrera y protagonizada por un jovencísimo Gael García Bernal en 2002) el caso más sonado de censura contraproducente en el país. ¿Lo recuerdan? La presión ejercida por algunos pintorescos grupos religiosos y conservadores contra la cinta funcionó como levadura para la taquilla y, así, la historia ganó millones y, a la vez, pasó por “valiente” y aun “heroica” ante los medios: un éxito morrocotudo. Contra lo que hubieran querido los censores, nadie en el país pensó: “Si la critican, es porque la película es pésima o aburrida”. En la cabeza de los mexicanos apareció la frase mágica: hay un complot. Y entonces, la gente se dio de codazos para ver una cinta “prohibida”. ¿Qué sucede cuando la censura, en cambio, resulta hipócrita y se confunde con la pura ineptitud o dejadez? Pues lo que acaba de pasar hace unas semanas con La región salvaje, de Amat Escalante, que luego de dos años de estrenada (y de cosechar un éxito crítico fulgurante en festivales internacionales, incluyendo el premio al Mejor Director en Venecia): una cinta es boicoteada por los distribuidores por su temática “dura” (sexo entre una mujer y un ser rarísimo, básicamente) y que acabó arrinconada y vista en muy pocas pantallas y durante muy poco tiempo. Así dan ganas de que los retrógradas se descaren y cada cinta “prohibida” levante el vuelo en las taquillas, aunque sea por obra y gracia de nuestro puritito morbo.
Imagen de portada: Fotograma de Sherlock, Jr., de Buster Keaton, 1924.