For Time is nothing if not amenable. Elizabeth Bishop, The Shampoo
PODÍA ESCUCHAR TU VOZ
Si la distancia nos priva de la compañía de alguien, si la intensa conversación que sosteníamos ha quedado inconclusa, si deseamos susurrar palabras en secreto a alguien ausente, entonces siempre podemos dirigirle una carta. Las actuales tecnologías de comunicación permiten que tales íntimos y privados mensajes ahora se envíen en formato de voz, de mensaje de texto o en video. Como sea, hacen por otros medios lo que la epístola hizo con la escritura durante siglos —y aún sigue haciendo—: llevar a cabo una conversación entre ausentes, suerte de uso mágico de la escritura, que ha sido objeto de constante indagación crítica desde la Antigüedad clásica hasta nuestros días. Escribir y leer cartas puso ante los ojos de estudiosos como Demetrio y Petrarca el enigma profundo que encierra la comunicación humana atravesada por el arcano de la escritura. Parece esto último una exageración, permítaseme desarrollar mis argumentos o, dicho de manera menos seria, “jugar mis cartas”.
En 1345, en Verona, Francesco Petrarca se regocija ante el hallazgo de las Cartas familiares de Marco Tulio Cicerón, extraviadas entre los siglos. Tras sumergirse en su lectura, el poeta toscano dirige dos misivas a su ídolo latino en las que primero le participa su gozo: “Podía escuchar tu voz, Marco Tulio”, para en seguida hilvanar una serie de reclamos que concluyen con la frase: “Estoy lleno de vergüenza y angustia por tus errores”. En la segunda epístola, Petrarca cambia el tono:
De Francesco a Cicerón, saludos. Espero que mi carta anterior no te haya ofendido. Sin embargo, tú mismo admitiste la verdad de las palabras de Terencio en su Andria: “La indulgencia hace amigos, la verdad engendra odio”. Si estás ofendido, permite que esta carta te calme y pruebe que la verdad no es siempre odiosa. Si nos irritamos a causa de verdaderas críticas, también nos satisfacen los verdaderos elogios.1
¿Podrían nuestras ideas, tremendamente positivistas, aún en pleno siglo XXI, calificar este acto de espiritismo? Muy al contrario, nada hay de sobrenatural, pues al comunicarse por escrito con el maestro de los oradores latinos, Petrarca exalta la dimensión, no ya humana, sino humanizante de la carta: el toscano conocía al Cicerón-orador —modelo estilístico— y anhelaba conocer al hombre en su intimidad. Lo hizo… y se decepcionó. Ambas cartas testimonian una comunicación imposible, evidencia de que, si bien el Cicerón de carne y hueso no pudo ser amigo de Petrarca, éste sí pudo interpelarlo.
Petrarca se dirige a Cicerón como a un viejo conocido porque ha leído incesantemente su obra y, como sabemos, la intensa lectura genera vínculos; por entre las líneas, el lector atisba —cree atisbar, ¿imagina?— al autor y a su mundo. Esta imagen del autor se desprende del texto y con ella se interactúa como si fuera una escultura cuyos rasgos se afinan, se modifican, conforme el lector lee, relee y relaciona su propio mundo y su devenir en él con el texto. Este dinamismo propio de los actos de lectura, en el caso de la epístola, acentúa la simulación de una amistad vía los signos escritos. Y es que, a diferencia de cualquier inscripción en piedra o cuaderno hallado tras un muro tapiado, las epístolas están dirigidas; no son comunicación abierta, su propósito es propiciar el encuentro entre un preciso remitente y un específico destinatario, de manera que las cartas contraen el espacio y el tiempo entre ambos sujetos. Por supuesto, hay misivas oficiales —entre instituciones, gobiernos, países—, ficticias (después me ocuparé de éstas), públicas y cartas privadas. Sin importar su tipo, en todas se identifica un emisor y se produce un destinatario.
Para el caso de las familiares entre sujetos históricos, la voz que escribe es la representación escrita de la persona viva, atravesada por los vientos de su época, constituida por las fuerzas de su momento, de suerte que, en general, a las cartas privadas las precede un vínculo o amistad, y si éste se fortalece, se desarrolla una correspondencia. Así, las cartas son una expresión particular de la subjetividad y forman parte de “las escrituras del yo”, como la biografía, la autobiografía, el diario, las memorias, los cuadernos…; sin embargo, como hemos dicho, sólo la epístola identifica tanto a su remitente como a su destinatario.
Las misivas de Petrarca a Cicerón funcionan como una mirilla hacia el mundo afectivo del toscano, más que hacia el del latino. Quien escribe cartas se obliga, primeramente, a desdoblarse en la propia escritura (con todas las consecuencias que este ejercicio de la psique —pensamiento o alma— implica) y, de alguna manera, inscribe una imagen de sí en el texto, una máscara retórica que se tornará en presencia ante los ojos del destinatario, quien —como Petrarca— “escuchará” su voz. Al mismo tiempo, el remitente inscribe la imagen que del destinatario se ha figurado; en el caso que he tomado como ejemplo, Petrarca se hace una máscara retórica —de amante decepcionado— y le hace otra a Cicerón —de quien acepta compungido—. Estas imágenes dependerán del asunto tratado y de la situación, de suerte que pueden adoptar el gesto de una madre que reconviene, de un padre que implora perdón, de un amante que confirma su desdén, de un confidente o una amistad preocupada. Y claro, a ambas máscaras las complementa el tono, la facundia, el estilo de quienes escriben y “les dan cuerpo”. Si Cicerón hubiera respondido, ¿qué máscara hubiera vestido y cuál le hubiera asignado al poeta toscano?
Para cerrar esta primera parte de nuestra aproximación a la epístola como género complejo, vuelvo a Petrarca, quien en 1351 escribiría su ilustre “Epístola a la posteridad”, que inicia como sigue:
Quizá hayas oído algo acerca de mí, aunque es poco probable que mi pobre insignificante nombre haya llegado lejos en el espacio y el tiempo. Aun así, tal vez quisieras la oportunidad de saber qué tipo de hombre fui o cuál fue el destino de mis obras, especialmente de aquellas cuya reputación hubiera persistido, o cuyo nombre hayas vagamente escuchado. Habrá varias opiniones al respecto, ya que la mayoría de las palabras de la gente son provocadas no a causa de la verdad, sino por capricho.
En toda carta hay una potencia fictiva de tal envergadura que sus efectos trastocan tanto a quien escribe como al destinatario, y, más interesante para nosotros, como lo demuestra la “Epístola a la posteridad”, leer misivas inscribe instantáneamente a quien sea en el texto, lo involucra, porque toda distancia es vencida y el tiempo y la muerte misma —¡incluida la de Francesco Petrarca!— parecen someterse al designio de la escritura epistolar.
Si bien cuando leemos literatura se nos impone la suspensión de nuestra realidad, que nos permite participar tanto de nuestra existencia como del mundo imaginario que despliega el texto, leer cartas trae a nuestro presente dos presentes más: el del remitente y el del destinatario. Así, se extienden ante nosotros las paradojas que encierra la carta: quien escribe es una máscara, el destinatario es otra; el presente de donde proviene ya no existe, como tampoco el mundo del que se habla, ni los estados de ánimo que evoca. Leer cartas invoca lo ausente: no nos coloca fuera del tiempo, sino en uno condensado de presentes idos. Y, a pesar de que la epístola lleva en su seno ese “presente eterno”, no tiene el carácter de ruina o vestigio del tiempo, pues a diferencia del bronce, las palabras escritas no hacen pátina. Aunque reconocemos su naturaleza objetual —el papel, el sobre, los pliegues, la caligrafía, la voz capturada—, las cartas nos transportan a mundos espectrales.
La ingente cantidad de epistolarios que pueblan los siglos XIV al XVIII europeos hace decir a Jacques Lafaye que en ellos se asienta la cultura humanística, de la cual descienden las literaturas modernas.2 Difícil resulta para nosotros comprender los entrañables sentidos que la escritura de cartas —llamada epistolografía— guardó para aquellos humanistas; para vislumbrar algo de ese mundo interior, recordemos que viajar entonces tomaba, en el mejor de los casos, días, aunque también semanas o meses, y que se transitaba por accidentados caminos o mares caprichosos. En esos trayectos, podía acaecer la enfermedad y, en muchos casos, la muerte. Cuando un hijo emprendía un viaje, probablemente no volvería a ver los rostros de su familia. Incluso en pleno siglo XIX, cuando se vivía la aceleración que trajo la revolución industrial, el espíritu de aventura hizo que los sujetos se desplazaran, sí, más rápido, pero también más lejos; las distancias crecieron en términos de los mundos subjetivos, de los afectos que nos ligan y que, como ya he dicho, deben cultivarse aunque sea con presencias espectrales.
EPÍSTOLA Y NOVELA, EPÍSTOLA Y ENSAYO
La importancia de las cartas ficticias para la literatura data de la Antigüedad y el artificio de que personajes se cartearan tuvo una prolífica descendencia, pues el procedimiento narrativo involucra activamente al lector. Sucede así en las impecables Heroidas de Ovidio.3 La ficción epistolar requiere especial destreza: no basta con mantener la historia o intriga, la complejidad de las relaciones ahí representadas descansa en personajes confinados a la escritura epistolar simulada; sus efectos posibles incluyen la facilidad para introducir elipsis estratégicas, historias paralelas o digresiones añadidas a la historia original. De suerte que la Penélope de Ovidio puede ser más que la paciente esposa de la Odisea, como se advierte en la primera línea de su carta: “Ésta te la manda tu Penélope, insensible Ulises, pero nada de contestarla: ¡vuelve tú en persona!”.
Con esta referencia deseo anotar otro matiz más del género: la carta está en lugar de los sujetos y su espectralidad, aunque potente, no se equipara a la presencia; muy al contrario, una misiva hace patente la ausencia, recordatorio de la distancia que persiste: tengo una carta tuya en las manos porque no estás aquí. En este sentido, la carta expresa la contradicción de traer, aunque sea fantasmagóricamente, la presencia concreta al mismo tiempo que declara su falta. En el caso de personas históricas, la espectralidad moviliza afectos, recuerdos, mientras que en aquellas que se dan entre personajes hay una suerte de espectralidad de segundo grado, cuyos efectos se realizan en el mundo de la ficción como representaciones densas sobre las que se mira el lector, como si de un espejo doble se tratara: no soy Penélope, pero me identifico con lo que “siente” Penélope, quien existe sólo dentro de esta historia imaginaria.
La ficción epistolar cambia en Europa desde el siglo XVI, pues entronca con el desarrollo de un género enteramente moderno: la novela. En otro sentido, lo epistolar va de la mano con la explosión de la imprenta, pues ésta y las transformaciones sociales de la época derivaron en la aparición de nuevos y diversos manuales de escritura de cartas; paralelamente, más personas aprenden a leer y escribir, lo que redunda en una ampliación de públicos. Así la secularización de la vida cotidiana se verá acompañada de la penetración de los impresos en todos los sectores sociales y en todos los niveles de la vida personal y colectiva. Ya en el siglo XVIII, el género epistolar se ve envuelto en dos movimientos simultáneos: su estilo ya corresponde a la contemporaneidad —Cicerón había sido desplazado— y, si cambia la escritura de cartas, cambia la forma de leerlas. Con los nuevos manuales de epistolografía se suscita una evolución en la novela y en su lector. Tal transformación se puede atribuir al escritor inglés Samuel Richardson.
El autor había escrito y publicado en 1739 un manual para escribir cartas, género que se volvería indispensable para la emergente burguesía europea. Richardson pasa del manual a la ficción, y, en sólo dos meses —del 10 de noviembre de 1739 al 10 de enero de 1740—, escribe su novela Pamela4 que publicaría en noviembre de este último año. La novela se convirtió inmediatamente en un best seller moderno: con sus pasajes se pintaron abanicos, jarrones y demás objetos, y fue adaptada de múltiples maneras a escena. Sucede en la obra algo sin precedentes: los lectores se enfrentaban a los pensamientos íntimos de un personaje femenino contemporáneo sin la mediación del narrador; esa “sencillez” cambió la forma en que se leía ficción, y Richardson fue consciente de ello:
Pensé que la historia, si se escribía de manera simple y natural, conveniente con la simplicidadde la historia misma, podría iniciar un nuevo tipo de escritura, que posiblemente podría inducir a los jóvenes a leer de manera distinta a la pompa y el aparato de la escritura novelesca, dejando de lado lo improbable y maravilloso.
Pamela no es un personaje de la antigüedad remota, comparte tiempo y espacio con sus lectores, el mundo del texto es el mundo de éstos, por lo que el “presente eterno” de sus cartas difumina la frontera entre realidad y ficción y su público se adentra en su propio presente, expandiéndolo. El éxito de la nueva fórmula no se haría esperar. Para cuando aparece Las amistades peligrosas en Francia, el género está plenamente consolidado. La descendencia llega hasta nuestros días en diferentes registros, como el de La Genara, de la mexicalense Rosina Conde, publicada por entregas y alimentada por las opiniones y los deseos del público lector. Existe también el giro metaliterario reciente, como es el caso de Cartas de un asesino insignificante, de José Carlos Somoza, en el cual se mezcla lo criminal con la representación del escritor literario.
Si en el caso de los epistolarios de personas reales nos encontramos con mundos y máscaras espectrales de realidades que cuentan con acta de nacimiento y rastro de huellas históricas, en el caso de las máscaras ficticias modernas los simulacros pueden llegar a confundirse con sujetos reales, y en ello radica su efectividad (y afectividad) persuasiva. En este punto, la carta deja de ser comunicación entre dos y se torna en procedimiento literario que migra a todos los subgéneros de la novela, la novela corta y el cuento, y funda su propio género epistolar, como hemos mencionado; o bien, la carta sufre una transgresión y se trastoca para realizar nuevos fines. Esta metamorfosis, más que comunicación íntima entre sujetos (reales o ficticios), será la comunicación de una divagación reflexiva, más cercana a una meditación; una vez que se ha dado ese paso, la carta se desliza hacia el ensayo.
Así sucede en la ya larga y sólida tradición de cartas-manifiesto estético a la que pertenecen Cartas a un joven poeta de Rainer Maria Rilke, Carta a una poetisa de Ignacio Manuel Altamirano, Cartas a un joven novelista de Mario Vargas Llosa, Cartas a una joven ensayista de Efrén Giraldo o la magnífica Alexis o el tratado del inútil combate de Marguerite Yourcenar. En tales casos, el lector se encuentra ante cartas que no son cartas, pues se usa la forma a manera de estructura estructurante, en este caso, como forma que produce su recepción. Se trata de un “conversar-pensar en voz alta”, pero por escrito: un pensar en compañía, de ahí la naturaleza dialógica del ensayo, evidencia de su origen epistolar. Larga vida a la carta ensayo.
DEL FUROR POR LXS ESPECTROS
Vivimos un frenesí por el género epistolar: se editan cartas, se estudian, se escriben cartas ficticias. Al parecer, nos abrasa el mismo fuego que a Petrarca. Y como él, los miembros de los fandoms llevan a cabo la comunicación con los personajes que aman hasta la obsesión…
Los epistolarios y correspondencias de escritores siguen siendo punto de erudición para los estudiosos de la literatura. Tal furor incrementa el aura de misterio de autoras, autores y autorxs, y alimenta a la insaciable industria editorial. Ediciones anotadas, ediciones comentadas, ediciones facsimilares… La fascinación actual por “mironear” en la vida privada forma parte de la espectacularidad de nuestras sociedades, familiarizadas con la espectralidad, a tal punto que parece que ninguna voz de ultratumba nos asombra. Hay, pues, una enorme distancia cultural entre el fuego de admiración que brillaba en las pupilas de Petrarca y la postura de quien husmea sin más en la intimidad de quienes escribieron creyendo que su confianza jamás sería traicionada. Los epistolarios han adquirido el olor irresistible del “inédito”.
No nos basta la obra marcada por el desasosiego de Alejandra Pizarnik, hemos de leer lo que le escribió al psicoanalista León Ostrov, con quien cultivó una amistad; y, sobre todo, hemos de leer la historia algo truculenta que cuenta Andrea Ostrov de cómo Inés Malinow “saqueó” dicha correspondencia para sus fines personales. Andrea publica el volumen como “acto de justicia”, como enmienda pública. Tampoco la poesía y narrativa de Rosario Castellanos sacian a las (en su mayoría) lectoras que la celebran, requerimos pasar nuestros ojos por los repetitivos ruegos al inconstante e indiferente amante que fue Ricardo Guerra, leer el automenosprecio con el que se fustiga y los amorosos cuentos y halagos que Rosario dirige a su hijo “Gabrielito” en sus cartas de reciente reedición por parte de la UNAM. Deseamos escuchar la voz íntima de nuestros espectros, constatar su humanidad, aunque nos decepcione, o precisamente por eso.
Como estudiosa de la epístola, reconozco siempre con asombro su capacidad de desalejar-nos, de suprimir tiempo y espacio, así como su poder terapéutico. Petrarca, al igual que los antiguos, era consciente de que la escritura puede ser ya veneno, ya medicina (fármakon en griego), así que, al despecho que le produjo conocer las debilidades de su ídolo, aplicó el único remedio posible: le escribió para despedirse de él. Pienso que ese sabio gesto puso a salvo la amistad y admiración del toscano, al tiempo que lo liberó del espectro de Cicerón. Gesto poderoso que nos revela, quizá, que como especie precisamos tanto del recuerdo como del olvido.
“Y así, Cicerón, adiós para siempre.”
Imagen de portada: Pieter Claesz, Naturaleza muerta con cráneo y pluma, 1628. The Metropolitan Museum of Art, Rogers Fund, 1949, dominio público.
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Petrarca, Letters from Petrarch, trad. Morris Bishop, Indiana University Press, Bloomington, 1966, p. 208. ↩
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Jacques Lafaye, Por amor al griego. La nación europea, señorío humanista (siglos XIV-XVII), Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México, 2005. ↩
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Ovidio, Cartas de las heroínas, introducción, traducción y notas de Ana Pérez Vega, Gredos, Madrid, 1994. ↩
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Samuel Richardson, Pamela o la virtud recompensada, edición de Fernando Galván y María del Mar Pérez Gil, trad. Fernando Galván y María del Mar Pérez Gil, Cátedra, Madrid, 1999. ↩