El antecedente
Cuando el músico Gilberto Gil asumió el cargo de ministro de Cultura de Brasil, de la mano de Luiz Inácio Lula da Silva, marcó las primeras líneas de una nueva política cultural no sólo de su país, sino de buena parte del continente americano, que en ese entonces se señaló como progresista. Su discurso incluía por primera vez a una ciudadanía que se instalaba en el centro de sus futuros proyectos, y en él se señalaba de manera especial a los que llamó “desiguales”, a quienes trataría “desigualmente, en procura de un equilibrio”. Las palabras de Gil reprocharán también la ausencia del Estado en el ámbito cultural en el que sólo incidía fomentando el mecenazgo privado y permitiendo incentivos fiscales para la promoción artística. “El acceso a través del mercado siempre es del tamaño de la billetera —escribirá después Juca Ferreira, quien fue su secretario ejecutivo y posterior sucesor—: los ricos tienen acceso a todo; la clase media tiene acceso a muchas cosas, y a los pobres sólo les queda la televisión abierta”.1 Así, en 2003 se creó formalmente el programa “Cultura Viva y Puntos de Cultura”, que no sólo atiende un acceso más democrático a la cultura, sino que provocó un cambio fundamental: la producción cultural es también un derecho ciudadano, al igual que hace con los gestores culturales y artistas profesionales de una u otra forma, debe asegurar que el Estado y la haga accesible para el resto de la sociedad. Comenzaba así la idea de lo que se llamó ciudadanía cultural y que representaba, en palabras de sus creadores, políticas emancipatorias en un contexto democrático. Sin embargo, los Puntos de Cultura no eran sino infraestructuras dispersas en todo Brasil, que no pudieron concluirse por falta de presupuesto o cuya proyección económica las hacía inviables. Las líneas estratégicas del nuevo programa cultural tuvieron que reencauzarse para iniciar su implementación mediante la incidencia directa en los medios de producción y difusión cultural y no en las edificaciones.
El programa Cultura Viva se reglamentó finalmente en 2004 con claros articulados entre los que se subraya una política de paridad cultural que fija su actuación en las poblaciones históricamente excluidas, de bajos ingresos, comunidades indígenas, “artistas, profesores y militantes que desarrollan acciones en el combate a la exclusión social y cultural”. Asimismo, respeta la diversidad de intereses de cada una de las comunidades, lo que a la larga redituaría en una oferta cultural más diversa, y hace partícipes a agrupaciones de la sociedad civil para que, mediante fondos concursables, propongan sus líneas de trabajo bajo las premisas anteriores. Si bien la nueva política estatal en el sector cultural tenía claros los objetivos y estrategias, no pudo correr a la par con la normatividad que la volvió casi inoperante y que comenzó a demandar entre los actores de apoyo estructuras administrativas con las que no contaban e incluso responsabilizarlos en la esfera jurídica por el manejo de los recursos fiscales de la federación. No fue sino hasta 2011 que, después de varias auditorías internas, el programa de convocatorias fue cancelado; no obstante, los Puntos de Cultura lograron trabajar con cierta autonomía y conformar una red de colaboración gracias a un programa derivado de Cultura Viva: Puentes de Cultura, que potenció ejes temáticos, metodologías, lenguajes o expresiones artísticas. El programa Cultura Viva, por su parte, se descentralizó y se llevó consigo a varios de estos Puentes; sin embargo, legó en otros sectores, como el de Salud o de Políticas de Infancia y Juventud, programas y mecanismos de promoción cultural distintos y más eficientes que seguirían operando muchos años después. Cultura Viva alcanzó 500 Puntos en todo el país y se consolidó como el programa cultural característico del gobierno de Lula, aunque fue elevado a la categoría de Ley en 2014, en el gobierno de Dilma Rousseff, gracias a la presión de la sociedad civil y a los puntos de Cultura que formaban parte ya de una Comisión Nacional. Por su parte, Colombia también deja un ejemplo similar. En Medellín, la Plataforma Puente, un esfuerzo colectivo y con vocación internacional donde se hace énfasis en la salvaguarda de los bienes y servicios asociados con concepto de cultura viva comunitaria, logró el acuerdo de 1 por ciento de los presupuestos nacionales para cultura y 0.1 por ciento para cultura comunitaria. Lo mismo en Lima, donde la Cultura Viva Comunitaria tiene rango de ley. Estos referentes evidencian una apuesta por una política cultural que, para decirlo con Víctor Vich, tenga como objetivo revelar las dimensiones culturales de lo que aparentemente se presenta como “no cultural”, es decir, todo aquello que nos es cotidiano: la gastronomía, las fiestas típicas, la música tradicional. En otras palabras, estas políticas parten de considerar que todo es cultura y que ésta, más que ser un elemento estático y con límites bien definidos, tiene una dimensión transversal que atraviesa todas las interacciones sociales y se encuentra, de forma más o menos evidente, en cada una de las transformaciones sociales, “no hay nada humano fuera de la cultura”, señala con razón Vich.
La nueva política cultural en México
La llamada cuarta transformación, nombre que se ha dado al cambio de régimen a partir del 1° de diciembre de 2018, busca realizar modificaciones profundas en la forma de ejercer el poder en México. La cultura y la garantía de los derechos culturales de las personas, materializados en políticas públicas, no son la excepción. Al igual que las experiencias latinoamericanas mencionadas, la política cultural del gobierno de México parte de considerar a la cultura como un elemento vivo y transversal, que además de ser garantizado, será una herramienta útil para cumplir con los grandes objetivos del gobierno: reconstruir el tejido social y fomentar la paz, combatir la corrupción y dar prioridad en las políticas públicas a los grupos tradicionalmente vulnerados y excluidos. La cultura no debe considerarse sólo como un derecho más que garantizar, sino también como una herramienta para abatir los grandes males que aquejan al país. De igual forma, se pone especial énfasis en el combate a la desigualdad. En un país donde, de acuerdo con datos del CONEVAL, de los más de 120 millones de personas que habitan en el país, 52.4 millones se encuentran en algún nivel de pobreza, de entre los cuales 9.3 millones padecen de pobreza extrema, y donde se ubica 74.9 por ciento de la población hablante de lenguas indígenas, la cultura debe abonar a reducir las brechas de ingreso, de desarrollo y de goce de derechos entre todas las personas. En este contexto, las políticas culturales de este sexenio se han diseñado con el objetivo de garantizar, a cabalidad, los derechos culturales de todas las personas en el país mediante el despliegue de políticas públicas que fomenten la creación cultural, difundan todas las manifestaciones culturales existentes dentro del país, protejan nuestro patrimonio cultural, tanto material como inmaterial y garanticen el derecho de las audiencias a recibir contenidos culturales de calidad, plurales y diversos. Se trata de reconocer al Estado no como un hacedor de cultura, sino como un ente encargado de crear las condiciones para que la cultura se desarrolle —tomando en cuenta aquellas disciplinas y prácticas que no son premiadas por el mercado— y, con ello, se materialice el ejercicio pleno del derecho a la cultura. Este diseño partió de un conocimiento profundo del contexto que atraviesa hoy nuestro país: una crisis de seguridad que ha coartado en ciertas regiones todos los derechos —los culturales incluidos— de las personas; una desigualdad rampante que se incrementa al concentrar la provisión de bienes y servicios en las grandes ciudades dejando de lado las regiones donde la densidad poblacional es menor; exclusión y discriminación histórica de ciertos grupos, especialmente indígenas y afrodescendientes, de toda garantía de derechos constitucionales, desde el acceso a la salud, hasta el reconocimiento y protección de las manifestaciones culturales que ellos mismos producen; poca claridad en el ejercicio de los recursos públicos que, por una parte, generaba áreas oscuras donde tenía lugar la corrupción y, por el otro, generaba intermediarios que, más que gestores, se convertían en los verdaderos ejecutores del gasto público a discreción. Cabe mencionar que dentro de este diagnóstico no se dejó de lado aquilatar aquellos programas y expresiones culturales que tenían resultados probados. No se busca eliminar todo aquello que existía previamente, sino, por el contrario, fortalecer y mejorar aquello que probó su valía. Así, muchos de los programas, fondos y apoyos existentes hoy cuentan con mejoras en su operación y aumentos presupuestales que los hacen más robustos, más transparentes y más eficientes.
Los datos presentados, en conjunto con las experiencias latinoamericanas, todas emanadas de gobiernos democráticos, trazan una ruta lógica a seguir; establecer nuevas directrices para una política pública que garantice los derechos culturales de las personas mediante la inclusión y la diversidad, la descentralización de los fenómenos culturales y la democratización de la cultura.
Inclusión y diversidad en la garantía de los derechos culturales
Traducir el eslogan “por el bien de todos primero los pobres” en una política pública cultural implica orientar la mayor cantidad de recursos, humanos y materiales, a un programa diseñado para atender prioritariamente las necesidades culturales de las personas en los municipios de mayor marginación y con mayores índices de violencias en el país. Este programa, denominado Cultura Comunitaria, tiene como objetivo reconocer, incentivar y fomentar las manifestaciones culturales en estos municipios, incentivar la creación y la expresión artística, especialmente de niños, niñas y jóvenes, reactivar los espacios culturales que existen en la zona o bien, buscar la apropiación del espacio público para convertirlo en un espacio cultural y, con ello, abonar a la construcción de comunidad y de paz en ese territorio. Este programa no camina a ciegas. Su implementación parte de un hecho incontrovertible: en México no hay un sólo municipio donde no exista cultura y no exista talento artístico, así como de un ejercicio de diagnóstico in situ en cada uno de los 507 municipios donde actualmente se ha puesto en marcha algún programa creativo, base del programa. A través de estos diagnósticos se identifican características antropológicas, sociales y culturales específicas del lugar, y a partir de ellos se determina la naturaleza de este programa, sus actividades y su potenciación como sitio cultural. Además, este programa también influye en la recuperación de la infraestructura cultural en el país. A lo largo del territorio nacional contamos con diversos tipos de espacios: auditorios, bibliotecas, casas de artesanías, espacios de lectura, teatros, museos y librerías, entre otros, que deben hacer gala de su vocación cultural para albergar manifestaciones culturales diversas. En algunos casos, tal como sucedió en Colombia hace algunos años, desgraciadamente en muchas zonas del país, los espacios culturales están imposibilitados por la inseguridad y la violencia, otros más lo están por el abandono y en algunos lugares, no existe ningún tipo de infraestructura cultural, en estas zonas, las manifestaciones culturales también deben servir para la reapropiación y recuperación de los espacios públicos. Así como se reconoce que todo es cultura, se considera que todo espacio público es un espacio cultural. El programa de Cultura Comunitaria busca, para el final de sexenio, que todas las personas cuenten con un espacio a menos de 15 km de distancia donde realizar o presenciar una actividad cultural, generar nuevas audiencias y grupos de expresión cultural locales, que tengan proyección nacional e internacional.
Descentralización de los fenómenos culturales
Tradicionalmente, y quizá por razones naturales (infraestructura, comunicaciones, etc.), la acción cultural se ha concentrado en un circuito ya conocido: la Ciudad de México y las ciudades más grandes dentro de las entidades federativas y, empujado por la propia demanda de las audiencias, la oferta cultural se centraba en ciertas manifestaciones artísticas específicas. El nuevo horizonte de la política cultural busca redefinir la palabra descentralización. Dejar de pensar únicamente en la aportación que se hace desde el centro hacia la periferia, y pensar en un cambio de paradigma a partir de la construcción de nodos culturales que se vinculen y nutran entre sí. Ello permite, por un lado, la valoración y difusión de saberes y prácticas ancestrales y, por el otro, la apropiación y resignificación por parte de las comunidades de la tecnología y formas de producción cultural características del fenómeno globalizador. Con ello, las comunidades son las que controlan sus propias herramientas de desarrollo y no están sujetas a las dinámicas del mercado. En México no existe un lugar sin cultura, y la labor del Estado no debe ser “llevar cultura” a otras locaciones, sino conectar todas las manifestaciones culturales que existen en el país. La palabra de orden es reconocer y potenciar el contenido y las prácticas culturales ya producidas y desarrolladas por el pueblo en sus comunidades y territorios. La función del gobierno federal, para el caso mexicano, debe ser en coordinación con las entidades federativas y los gobiernos municipales, generar alianzas que permitan la distribución de todas estas expresiones. Aquí, el programa cultura comunitaria se vincula con los circuitos culturales. El reconocimiento de la creación artística en todo el territorio nacional precisa de mecanismos que también garanticen su difusión y su interacción con otros fenómenos. La tarea del Estado aquí, la garantía de los derechos culturales de las personas, es permitir que la creación artística traspase sus fronteras tradicionales para ser conocida por más gente, respetando siempre su naturaleza y carácter. Este aspecto también tiene una proyección internacional. La cultura mexicana ha sido y seguirá siendo un punto de encuentro, proyección y homenaje en todo el mundo y resulta necesario mantener la presencia de México mediante sus manifestaciones culturales. Los circuitos culturales mencionados tienen hoy dos características destacables en este aspecto: exposición internacional, que busca llevar expresiones artísticas locales a otros públicos internacionales, y vinculación con las comunidades y los públicos mexicanos en el extranjero. Con esto último, se salda también una deuda pendiente con los migrantes mexicanos, sujetos también de derechos culturales.
Democratización de la cultura
La democracia, entendida desde la perspectiva Bobbiana es, sobre todo, un conjunto de reglas que permiten el ejercicio de todos los derechos en condiciones de igualdad. Así, la política cultural también debe buscar que la garantía de los derechos culturales sea democrática, es decir, que llegue a todas las personas, en igualdad de condiciones y, en aquellos casos donde sea necesario, se implementen acciones afirmativas para facilitar el reconocimiento, goce y protección de sus derechos.
Este ejercicio democrático de derechos debe tener un reflejo en la asignación y el ejercicio de los recursos públicos. En el sector cultural, esto implica reconocer que existen manifestaciones y creaciones culturales que deberán contar siempre con apoyo material y humano del Estado, mientras que otras deben contar con mecanismos de regulación provistos por el Estado que permitan construir modelos donde se fomente su inclusión en el mercado, protegiendo los derechos de sus creadores, sean estos individuales o colectivos. Para las segundas, la comprensión del papel de la cultura en la democracia y de la democracia en la cultura, implica una reorientación del presupuesto y un rediseño de las reglas y convocatorias a través de las cuales se otorgan los apoyos, con el fin de dar mayor certidumbre, transparencia e inclusión a los mismos. Por ello se han modificado las reglas de los programas cobijados bajo el rubro S268, para hacerlas más incluyentes, resguardando a más posibilidades de utilización del recurso, como en el caso de PRO FEST, donde se incluyeron por primera vez las categorías de artes visuales, cinematografía, gastronomía, literatura y multidisciplina, o el caso del PAICE, donde por primera vez se permitió concursar para la rehabilitación de infraestructura cultural ya existente. Este año se ejercieron 500 millones de pesos, con los que se beneficiaron más de dos mil proyectos en los 32 estados de la república. También las reglas y los procedimientos mediante los cuales se otorgan los apoyos del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (FONCA) tuvieron modificaciones para mejorar su desempeño. Con un incremento de 115 millones de pesos respecto del gasto aprobado, se hizo patente la necesidad de tomar acciones para que las convocatorias del FONCA ampliaran sus beneficios. En la edición de este año se abrieron convocatorias para arte popular, música tradicional, traducción de lenguas indígenas en peligro de desaparición y estímulos para los creadores que trabajan con niños y jóvenes y se creó un nuevo modelo de insaculación para los jurados de cada convocatoria. De igual forma, se robustecieron los estímulos fiscales para el cine y las artes, pensando también en buscar el impulso a proyectos de poblaciones excluidas, como las indígenas y afrodescendientes. Este año se entregaron $992,927,866.87 millones de pesos, contando estímulos fiscales y otro tipo de apoyos, únicamente para el cine. Hoy la política cultural en México debe apostar a ser un garante de los derechos culturales de todas las personas. Esto implica no reconocerse como un creador de eventos, sino cumplir con una misión más ambiciosa, ser una herramienta que permita la deconstrucción de imaginarios hegemónicos, contribuya a paliar la desigualdad y sea un constructor de paz, reconocimiento e inclusión. De la mano de las experiencias internacionales ya consolidadas, es posible transitar a construir una política internacional de Iberoamérica Viva. La riqueza milenaria y diversidad cultural de México tienen como consecuencia que el campo cultural lo abarque todo. La fuerza misma del país, el pegamento social, la solidaridad ante las crisis emanan de la cultura. El siglo XX revitalizó la producción estética en los límites del nacionalismo y la épica de la construcción de una narrativa aglutinadora y universal. Poco a poco el modelo dio paso a una explosión de polos de producción cultural atravesados por el capital, el diálogo universal producto de la vida digital y un Estado que se replegó para administrar y observar esta recomposición del campo cultural. Para la segunda mitad del siglo XXI, como ya se ha dicho, los dilemas se encuentran en las formas para reconciliar un papel más activo del Estado, que contribuya a redistribuir la riqueza cultural, y no perder el pulso de los acelerados procesos hipercontemporáneos. En la época de los muros, la primavera cultural de México será posible construyendo, reparando y transitando los puentes de entendimiento y cooperación.
Imagen de portada: Tengo un sueño, Cultura Comunitaria, 2019. Fotografía de Eduardo Esparza. Cortesía de la Secretaría de Cultura
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A. Santini, “Presentación”, en Cultura viva comunitaria, RGC Libros, Buenos Aires, 2017, p. 7. ↩