dossier Alturas MAR.2025

Anel Pérez Martínez

Caminar un glaciar

Leer pdf

Las montañas responden a nuestra presencia con ecos. A veces sus voces son suaves, a veces terribles. NAN SHEPERD, The Living Mountain


Es innegable. Los paisajes montañosos evocan una emoción estremecedora, pero los que además son nevados atraen y sobrecogen de manera distinta. Su magnetismo no sólo radica en la estética; hay algo en ellos que desafía. La verdad es que caminar un glaciar puede ser una absoluta locura. Y voy a contar por qué.

​ La primera parte de esta locura es la distorsión del tiempo. Hay que invertir el reloj cotidiano como en un ejercicio de ficción. Mi hermana, mi hija y yo nos obligamos a dormir por la tarde y ponemos el despertador a las 11:45 de la noche. Suena la alarma y despertamos. Con una alta dosis de adrenalina en la sangre, iniciamos el ritual de vestirnos con precisión técnica; cada prenda ha sido elegida y probada.

​ Es el verano de 2023. Somos tres mujeres en el albergue andino del Nevado Vallunaraju, en la Cordillera Blanca de Perú. No hablamos mucho mientras nos ataviamos de montañistas. Siento la tensión. Una vez vestidas, nos obligamos a desayunar, aunque para nuestros cuerpos es aún de noche. Avena, café, fruta. Seguimos serias, concentradas en cada detalle, repasando mentalmente lo que no debemos olvidar.

​ Es casi la una de la mañana y estamos listas. Tenemos tanto miedo como ganas.

​ Salimos al exterior y el golpe frío y húmedo del glaciar nos sacude de inmediato. Pero estamos bien protegidas: capas de Capilene, forro polar, Gore-Tex, calcetines especiales y las pesadísimas botas de alta montaña. Mi prenda favorita es el Buff que llevamos en el cuello y que subimos hasta la nariz para cortar el viento. Usamos gorro, guantes ligeros debajo de los gruesos, casco, bastones telescópicos, una mochila de sesenta litros con crampones, cuerdas, mosquetones, jumar, piolet, chamarra de cumbre, bebidas hidratantes, alimento para la marcha, bloqueador solar, celular, botiquín… mil cosas. Lo que más pesa no es la mochila. Lo que realmente cargamos es un pacto entre nosotras, el deseo de compartir la cumbre, allá a 5 686 metros sobre el nivel del mar.

​ Caminar a esas horas de la madrugada es un acto cuestionable. ¿Por qué estar aquí cuando podríamos estar en cualquier otro lugar más cálido, más seguro, más cómodo, más… femenino?

​ Encendemos la lámpara frontal adherida a nuestros cascos, la única iluminación que tendremos durante las próximas horas, hasta que salgan los primeros rayos del sol. Tomamos un camino ancho hasta encontrar la brecha de inicio, señalizada con un pato, esas pilas de piedras encimadas que marcan la ruta en la montaña. Es duro dejar atrás el albergue, despedirse de la última sensación de refugio y adentrarse en la noche oscura y rugosa, en las tripas de la montaña, llevando sólo lo que traemos al hombro.

​ Mi hermana hace una pausa. Cierra los ojos, murmura algo. No reza una oración, hace una especie de pacto con la montaña: le expresa su agradecimiento y le pide que nos vaya bien. Nos miramos con inseguridad, sonreímos forzadamente, nos abrazamos. Ahora sí es la tercera llamada. Comenzamos.

​ El ascenso se marca en la respiración, que se altera de inmediato, mientras se siente cómo en los músculos fríos va aumentando la circulación sanguínea. Luego, el ritmo del cuerpo se adapta, encuentra su cadencia. Avanzamos en fila, concentradas y siguiendo a dos hombres jóvenes, nuestros guías. Somos un grupo de cinco personas mexicanas enlazadas por el anhelo de estar en la montaña. Dependemos unos de otros. Aquí no existe más que nuestra fuerza, nuestra experiencia, nuestras decisiones.

​ Como a la hora y media hacemos una primera parada para ajustar capas, hidratarnos, comer algo. Los guías nos preguntan cómo vamos. Sin pensarlo mucho, les comparto que no me siento del todo bien. Tengo náuseas y el estómago revuelto, pero no nos alarmamos. Nos preparamos bien, pasamos meses en un entrenamiento riguroso, realizamos un par de ascensos previos alrededor de la ciudad de Huaraz para aclimatarnos, además de la preparación que hicimos en el Nevado de Toluca, La Malinche y el Iztaccíhuatl. No entiendo por qué ahora no voy bien, pero continuamos en el camino.

​ Es fascinante percibir los cambios en el paisaje, pese a la oscuridad. Los ecosistemas tienen sus propias fronteras y, en la montaña, la vegetación va indicando la altura. Alienta dejar atrás el bosque y los últimos árboles al cruzar la línea imaginaria del timberline; tras ella, debido a la altitud, la montaña ya no sostiene más raíces.

​ Horas después llegamos al campo de morrena: la cicatriz del glaciar, la huella de la retracción del hielo, rocas testigos de un tiempo en fuga. En los vestigios geológicos hay marcas claras de que aquí vivió el glaciar que, como todos, ha ido desapareciendo. La inclinación se vuelve brutal. Hay que calcular cada paso, no dudar del equilibrio. Este terreno es profundamente exigente y agotador.

​ Al finalizar ese caos mineral, encontramos la base del glaciar.

​ Detenemos la marcha. Respiramos. Alcanzar la frontera de hielo siempre de­sata un momento de celebración. Es como abrir un libro y ver a doble página un gigantesco espacio blanco. También es una de las pausas más importantes del recorrido. Hay que intentar comer otro poco, hidratarse, observar, sentir, preguntar cómo va el grupo, sonreír si fuera el caso y, fundamentalmente, prever la última etapa, que puede ser bastante larga. Hay que sacar el material de la mochila y prepararse, colocarse los crampones, ponerse los arneses, desempacar las cuerdas, los mosquetones, el piolet, reajustar las capas, encordarnos y decidir quién continuará el ascenso con quién.

​ Los guías se miran, se entienden, hablan entre sí. Nosotras nos miramos a la expectativa. Yo sé que no voy tan bien como imaginé, qué irritante. Me pesa cada día de mis 53 años, me pesa cada gramo de mi cuerpo y de mi equipo. Me he sentido mal durante las últimas horas y no he podido vomitar. Iñaki, el guía titular, nos avisa cuál es la decisión que han tomado. Con él irán mi hermana y mi hija. Yo iré a la retaguardia con Dani. Tengo que estar de acuerdo, voy más lento de lo habitual, es evidente que estoy haciendo un enorme y esforzado camino. Siento rabia y un nudo en la garganta, me da terror no ser capaz de llegar, pero por ahora no pienso detenerme.

​ El glaciar exige otra forma de caminar. Hay que levantar los muslos al andar y clavar con firmeza cada crampón en el hielo. La inclinación se acentúa. Estamos a más de cinco mil metros sobre el nivel del mar y la falta de oxígeno se siente con claridad. Gretel Ehrlich dice que “caminar sobre un glaciar es caminar sobre la memoria del mundo, sobre ríos detenidos en el tiempo”. Así es.

​ Hacia las cinco o seis de la mañana se advierte el gran espectáculo. Aparece en el horizonte un asomo de sol y los primeros tonos maravillosamente violetas que anuncian el alba. Es imposible explicar lo que se siente ver un glaciar transfigurarse con la aurora. Lo que hasta ahora era blanco se torna todo en colores alucinados, alterados, psicodélicos. Durante unos cuantos minutos, si no es que segundos, la Cordillera Blanca se desvela como si se abriera el telón de un escenario teatral. Y ahí están, apenas iluminadas, las cumbres glaciales de los nevados vecinos. Y ahí, al fondo, emergiendo como una sombra titánica, aparece el Huascarán, el pico más alto del Perú. No queda más que suspirar ante ese momento. Una fiesta de luces va degradando la oscuridad en morados, violetas, naranjas. Los pequeñísimos pedazos de hielo que brincan a cada paso son como prismas que reflejan brillos y destellos de estas tonalidades.

​ Por alguna razón, me viene de inmediato a la mente la brillantina violeta en las marchas del 8M. Ahí está. En el hielo, en el cielo, en la luz. En el aire está el glitter feminista. La misma energía que llevó a Annie Peck, la primera mujer en subir a la cima del Huascarán hace cien años, con una bandera que decía “Voto para las mujeres”. Veo la forma de esa cumbre y pienso en ella y en su audacia. En sus vestidos de alpinismo. En sus crónicas, en ese fantasma que está al lado de todas las mujeres montañistas.

​ Seguimos el ascenso. Voy agotada, reduzco aún más mi marcha. Me falta el aire, voy turbada por el esfuerzo. Volteo la cabeza hacia el glaciar del propio Vallunaraju. Y en ese mismo glaciar violeta, un poco más adelante de mí, escucho un ligero viento y luego ese sonido tan particular de los crampones enterrándose en el hielo: es la melodía de los pasos lentos de dos de las mujeres que más quiero en el mundo. Caminando, camino, caminar, pienso en ese verbo sonoro tan usado en ámbitos poéticos y metafóricos. Rebecca Solnit dice que caminar es un acto de resistencia, pues para las mujeres moverse libremente en el mundo nunca ha estado garantizado. O como decía Virginia Woolf, hasta hace poco las mujeres no podían caminar sin una excusa. Y aquí vamos tres mujeres caminando un glaciar. Quizá sean las dos únicas mujeres a las que vi caminar por primera vez en su infancia. Siento una sonrisa en la cara al recordar los momentos exactos en los que las vi dar sus primeros pasos. Y ahora son ellas quienes van juntas, encordadas, marcando el paso para mí, con su ritmo. Sus registros de ADN están unidos al mío. Son mi linaje femenino.

​ Pero ya no puedo más del cansancio ni de la belleza de este instante violeta, femenino, empinado, geológico: todo mezclado. Por fin me detengo y lloro mucho, casi sin respirar. El guía Daniel me abraza. Mi hermana y mi hija paran y me gritan ánimos. Me siento en el glaciar, sobre los tonos violáceos, con mi chamarra, también morada. Me quito los guantes, saco unos kleenex y me sueno por montones. Bebo mi té que todavía está calientito, respiro hasta que poco a poco puedo recobrar cierta mesura. La luz sigue iluminando ese panorama mineral y milenario que parece darme bravura. Con mucho esfuerzo, me levanto, me ajusto el arnés y emprendo de nuevo la marcha.

​ El viento aumenta al amanecer, se escucha más intenso entre las voces de ellas, que retomaron el camino. Me llevan unos buenos ochenta metros de ventaja. Sus piernas, sus caderas redondas, sus enormes mochilas en las espaldas. Un par de mujeres fuertes y suaves frente a mí. Pienso en todas las historias de las mujeres con quienes he compartido montañas, incluyendo a las que he leído o visto en el cine y en fotos. Ése es el único motivo válido para seguir intentando.

​ Ya se ven las dos cumbres claramente. Preciosas y detestables.

​ Los glaciares, a diferencia del resto del cuerpo de las montañas, no tienen una ruta definida. Hay que irlos navegando, descubriendo y midiendo, pese al peligro de dirigirse a una grieta, de las que hay muchas en esta parte del Vallunaraju. Admito que no había sentido un miedo tan grande en ninguna otra montaña, ni mexicana ni boliviana, que son las que conozco. Tampoco había visto grietas tan hermosas, con tonos azulados y verdes. Muchos acantilados, muchas aristas, muchos retos técnicos, incluyendo el peor pánico cuando tenemos que hacer rapel.

​ Después de horas, de muchísimos pasos de ir cargando la mochila, vemos ya muy cerca la cumbre, el fin del glaciar del Vallunaraju, conocido como “el Nevado de los sueños”. Es posible que alcanzar la cima sea un capricho, el camino ha sido fantástico. Pero queremos llegar hasta arriba, estamos a nada. Para ascender al pico final hay que saltar una grieta espantosa, pero el obstáculo, a estas alturas, ya nos da risa. Ahora sí vamos caripegadas, pues los guías han tenido que pasar primero para asegurarnos. Una vez logrado el salto, nos quedan unos sesenta metros, luego cuarenta, luego veinte, y metro a metro, nos acercamos a lo más alto del glaciar: 5 687 metros sobre el nivel del mar, vamos con una franca y absoluta sonrisa en la boca. Una vez aseguradas, nos sentamos a festejar. Mi hermana saca fotos de sus hijos, yo saco una bandera de la UNAM, mi hija no para de llorar.

​ No tengo duda de que jamás había hecho un esfuerzo tan grande. También puedo decir que caminar los últimos pasos del glaciar, hacia la cumbre de esa montaña, acompañándonos, ha sido uno de los momentos más significativos, más locos, más extraordinarios de mi vida. Llegamos sin aliento, pero con sorora e infinita felicidad. Nos abrazamos las tres, gritamos, nos felicitamos, nos limpiamos las lágrimas. Sentimos nuestros cuerpos temblando, latimos juntas, mujeriles, violetas, hormonales, montañistas, familiares, paradas en la punta del cuerpo glaciar que pronto desaparecerá, porque el cambio climático no perdona.

​ Nos falta todo el camino de regreso, bajar el glaciar completo, adentrarnos en la morrena nuevamente, caminar las cañadas hacia el albergue, pero ahora con luz, la mochila a medio peso y la certeza de que pudimos darnos el abrazo más fuerte y más alto que nos hayamos dado nunca.


Escucha el Bonus track de Anel Pérez Martínez, con Fernando Clavijo M.

Fotografías de la autora.

Imagen de portada: Fotografía de la autora.