Lengua dormida es el título más reciente del escritor sonorense Franco Félix. Se trata de su cuarto libro, después de Mil monos muertos (2017), Los gatos de Schrödinger (2015) y Kafka en traje de baño (2015). Aunque la muerte de su madre es el detonante del texto, en realidad el centro de la historia es la vida de esta y su tránsito hacia la vejez, desapercibido para el protagonista hasta que la fragilidad del cuerpo lo evidencia en los achaques que no paran de llegar y en las visitas, cada vez más frecuentes, al hospital. Dividido en dieciocho secciones, leemos fragmentos sobre Ana María viva y Ana María a punto de morir, y muy pocos sobre lo que ocurre después de su muerte. “Mi escritura solo da vueltas en torno a su vida”, escribe su hijo como un desahogo, un monólogo o una explicación ulterior. “Mamá murió […] Todo gira en torno a ella. Veo señales en todas partes…”, añade después.
La historia comienza con un sueño en el que ocurre una falla de comunicación. El protagonista intenta hablar con su madre, pero ella le responde en un lenguaje incomprensible. “Se han invertido los papeles, al principio de nuestra relación era yo el que balbuceaba sin sentido”, dice el autor. Esta alteración en los roles madre e hijo marca la línea que seguirá durante todo el texto. Tras los tropiezos oníricos y la inversión de papeles, el narrador hace una analogía entre el síndrome del miembro fantasma y lo que siente tras la muerte de su mamá. Félix se refiere a su reciente orfandad como andar por el mundo sin un brazo e intentar funcionar en calidad de mutilado.
Llamamos lengua materna a nuestra lengua de origen porque se presupone que en el vínculo madre-hijo está también la transmisión lingüística, pero ¿qué ocurre cuando se interrumpe? En la imposibilidad de hablar con su madre reside la explicación del título. Querer platicar con alguien y acordarse de que ya no es posible, chistes locales y anécdotas que no volverán a contarse entre sus interlocutores originales y un tono de voz cada vez más difícil de recordar son lo que llevan al autor a afirmar que “a cada muerto le corresponde una extinción lingüística”. Pero el título de la novela también hace referencia al silencio impuesto por la brecha generacional. No sé si existan hijos que conozcan absolutamente todo sobre sus padres, que no acarreen traumas infantiles o que no se enfrentan al small talk y a los silencios incómodos durante las comidas familiares de los domingos. No es mi caso ni el de la gente con la que suelo hablar, pero son asuntos que se han ido diluyendo con el paso del tiempo. Esta situación se representa con mucha precisión en Lengua dormida:
Ahora que Madre y yo somos más viejos nos comprendemos mucho más que antes […]. Estamos en el lugar correcto después de dos décadas. Ella me comprende y yo la comprendo.
El título también alude al silencio de la madre en su propia historia, que el autor va hilando a lo largo de su vida y desentraña después de su muerte. Una historia de violencia doméstica y supervivencia, de huir y empezar de nuevo, que cobra sentido conforme avanza el texto.
Por una casualidad rara, como la madre del protagonista en su sueño, mi mamá perdió el habla durante algunos meses. Tuvo que reaprender a hablar, a ligar fonemas, sílabas, palabras y frases. Por algunos meses me convertí en lo que ella fue para mí en mis primeros años de vida. En este sentido, el libro toca el temor primigenio de cualquier persona pasados los 30 años: cuidar a sus propios padres. No porque antes de esa edad nadie le tema a la idea de la muerte de sus progenitores, sino porque conforme uno crece eso pasa de ser un miedo irracional a un temor tangible. Enfrentarse a enfermedades degenerativas, infartos, décadas de malos hábitos que por fin cobran factura, la indolencia médica y su tono aséptico, deudas, peleas con los seguros médicos —en el mejor de los casos— o intervenciones quirúrgicas impagables —en el peor— son la bienvenida para muchas personas una vez que terminan los 20. Lengua dormida refleja el fracaso generacional de quienes no hemos logrado sacar a nuestros viejos de trabajar, comprarles una casa o llevarlos de viaje.
Es posible enmarcar Lengua dormida dentro de dos posibles lecturas. La primera sería dentro de la narrativa contemporánea que explora la maternidad, mientras que la segunda sería incluirlo dentro de la larga tradición de las novelas de formación. Lo novedoso recae en que no se trata de un texto escrito desde la perspectiva de la madre, sino desde el hijo que la contempla y cuida. A diferencia de las novelas de formación clásicas que relatan la transición del protagonista de niño a adulto y sus peripecias en el camino, Lengua dormida no comienza con un adolescente que abandona la pubertad, sino con un adulto joven que solo se vuelve más viejo y triste. “No estaba preparado para perder al ser humano más importante en mi vida”, afirma el personaje principal. Supongo que nadie lo está.
El libro plantea la pregunta recurrente de cómo leerlo. Como una novela es la primera respuesta, porque así se presenta en las notas de prensa y en la cuarta de forros, y porque en repetidas ocasiones a lo largo del texto el autor se refiere a su libro como “esta novela”. Asumo que se nombra así por la popularidad que todavía tiene este género sobre otros, incluso en cuestiones comerciales, pero su construcción y su amplio abanico de temas sitúan el texto más cerca del ensayo y la crónica. Aunque también podemos considerar que la novela es un género fagocito —¿no son esto, acaso, todos los géneros literarios?— que recurre a otros, en este caso, al ensayo, al diario íntimo y a la poesía.
Por otra casualidad rara terminé la lectura durante los festejos del 10 de mayo, en medio de mañanitas desentonadas cantadas por vocecitas infantiles, ramos de flores y celebraciones varias. Esto me hizo pensar que entre los aciertos del libro está la capacidad de rehuir lugares comunes para conmover con cosas no pensadas con ese fin. Frente a los discursos que abusan de la nostalgia asociada a fotografías, cartas escritas a mano o reliquias familiares, aquí aparecen los recuerdos del protagonista limando los callos de su madre, viendo con ella narcoseries y elogiando sus blusas de animal print.
No se trata de una novela sobre la clase media, sino sobre la clase obrera. Félix escribe sobre los trabajos de sus padres —que van desde taxista hasta empleado de una oficina gubernamental, desde cocinera hasta vendedora por catálogo—, las fiestas familiares y las decoraciones de su casa en Hermosillo sin caer en los estereotipos de los que abusa la pornografía de la miseria. Es una mirada sincera sin ser condescendiente, y conmovedora sin llegar al ridículo. Es también una novela con un sentido del humor particular y un código generacional que divierte y con el que uno empatiza, pero que puede llegar a incomodar.
Igual que en la secuencia inicial, el libro finaliza con otro sueño: el protagonista acompaña a su madre en un proceso de rejuvenecimiento, desde que es una anciana hasta que es una niña. “No existe ningún lenguaje, todavía, que logre capturar el mundo. Si acaso, consigue representar estampas muy breves, recortes de tiempo y espacio”, escribe Félix para referirse a lo que se nos escapa cuando contamos algo y a su intento por representar que, además de su madre, Ana María fue una mujer con una vida compleja, una adolescente y una niña. Supongo que otra de las virtudes del libro es que, después de cada apartado especialmente conmovedor, el lector quiere con todas sus fuerzas llamarle a su madre llorando, pedirle perdón y decir lo orgulloso que está de ella.
Sexto Piso, CDMX, 2022
Imagen de portada: Edvard Munch, Dos mujeres en la orilla, 1898