dossier Viajes SEP.2024

Las maravillas de oriente

Jorge Volpi

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El primero de nuestros viajeros desgrana sus recuerdos mientras languidece en una cárcel genovesa. Rustichello de Pisa, quien transcribe sus palabras a una lengua que nadie habla, el franco-veneciano de los aristócratas, ha trasplantado a Italia las hazañas del rey Arturo. Nombrado juez en la corte de Marruecos, el segundo de nuestros viajeros le dicta sus memorias a un jurisconsulto, Ibn Juzayy, quien no duda en recurrir a otras fuentes —o a su propia imaginación— para completar su relato. A uno y otro los separa poco más de medio siglo: en 1298, el veneciano Marco Polo, conocido como Milione (por Emilione), rememora los veinte años que pasó en Asia central, China, la India y Persia. En 1354, el bereber Abu Abdullah Muhammad ibn Battutah desempolva sus tres décadas en África, Arabia, Asia, la India y Al-Andalus. Los viajes de Marco Polo, conocido como Il Milione, y Una obra maestra para quienes contemplan las maravillas de las ciudades y las maravillas del viaje, conocido como la Riḥla, les abren los ojos a sus respectivos mundos, la cristiandad y el islam, sobre esos otros mundos y los impulsan a seguirlos como si fuesen mapas del tesoro.

Mapa babilonio del mundo, siglos IX-VII a. C. British Museum, dominio público.Mapa babilonio del mundo, siglos IX-VII a. C. British Museum, dominio público.

​ Con solo diecisiete años, en 1271 Marco Polo parte de Venecia rumbo a Acre, entonces en manos de los cruzados, acompañando a su padre y su tío, quienes ya han visitado con anterioridad la corte de Kublai Kan. Tras recibir el apoyo del nuevo papa, reanudan su viaje hacia Ormuz. De allí siguen la Ruta de la Seda a través de Balj, Kashgar, Dunhuang, Lanzhou, con un desvío al Karakorum, hasta llegar a Shangdu, donde son recibidos por el kan, y al cabo a Janbalic, la moderna Pekín, “la ciudad más grande, más hermosa y más próspera del mundo”.

​ Impresionado con su astucia y sus conocimientos, el emperador mongol nombra embajador a Marco Polo y lo envía a la India, Birmania y el sudeste asiático. Tanto aprecia su talento para contar las historias de sus viajes que una y otra vez le niega el permiso para retornar a su patria. En 1291, le encomienda una última misión: acompañar a las naves que llevarán a la princesa Kököchin a Persia, donde contraerá matrimonio con el kan. Cumplida su tarea, Marco Polo y su familia parten hacia Trebisonda y Constantinopla y por fin desembarcan en Venecia en 1295, veinticuatro años después de haber partido.

​ Ibn Battuta, por su parte, realiza tres viajes por el orbe musulmán: el primero, entre 1325 y 1332, lo lleva por la costa africana del Mediterráneo hasta La Meca; recorre extensamente la península arábiga, Siria y Persia, y más adelante la costa del mar Arábigo hasta Mogadiscio, Mombasa y Zanzíbar. Entre 1332 y 1347, viaja por Anatolia, Asia central, la India y el sudeste asiático hasta arribar asimismo a Janbalic. Tras regresar a Marruecos, emprende un postrer viaje por Al-Andalus y África que lo lleva hasta Tombuctú antes de volver definitivamente a su hogar.

​ Debido a sus omisiones y exageraciones, algunos han llegado a dudar de la existencia de uno y otro; hoy hay pocas dudas de que ambos en efecto emprendieron sus agotadores periplos, si bien es posible que no hayan visitado cada uno de los lugares que mencionan y se hayan valido de testimonios de terceros. Más allá de las trampas de la memoria, Marco Polo e Ibn Battuta dictaron sus recuerdos a hombres más interesados en dotar de coherencia y encanto a sus historias que en ser fieles a la verdad. Hay quien ha tenido la paciencia de contar los kilómetros recorridos por cada uno: ciento diecisiete mil de Ibn Battuta por veinticuatro mil de Marco Polo. Por desgracia, el apasionante relato del primero quedó circunscrito al ámbito musulmán, sin que llegase a ser conocido en Europa hasta principios del siglo XIX, cuando el orientalismo en boga lo despojó de su carga histórica y política. Il Milione, en cambio, fue muy pronto traducido al francés, el veneciano, el toscano y el latín, lanzando a miles en busca de las riquezas de Oriente. Cristóbal Colón llevaba a todas partes una copia, convencido de que, si navegaba sin detenerse hacia el poniente, llegaría al esplendoroso reino de Catay.


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Mucho antes de la invención de la escritura, nuestros ancestros dibujaban paisajes, rutas o caminos para guiarse por el mundo. Un cuerno de mamut de hace unos veinticinco mil años, hallado en la República Checa, ya posee muescas que parecen señalar lugares precisos. La bóveda de las cuevas de Lascaux, de hace unos diecisiete mil, debió de ser asimismo un mapa que les permitía a sus creadores guiarse en medio de la oscuridad prehistórica. A los babilonios les debemos el primer mapa conocido, del siglo −vii, una tablilla con escritura cuneiforme que muestra la cuenca de un río con los cuatro puntos cardinales.

​ Sus enrevesados diseños reflejan una idea del universo, más que el universo mismo: la cartografía es, desde entonces, una rama de la ficción. No han llegado hasta nosotros mapas egipcios o fenicios, dos pueblos que se valieron de ellos para sus viajes, y habrá que esperar a la Geografía de Estrabón, culminada alrededor del año -7, para contar con la primera representación completa del mundo conocido, cuya redondez era evidente.

​ Un mapa bizantino del siglo XIII, conservado en la Biblioteca Vaticana, se basa asimismo en sus principios: en su extremo oriental, señala lugares tan remotos para los europeos como la isla de Taprobana, identificada con Sri Lanka o Sumatra, o la Jersón Áurea, acaso referida a la península malaya. Por su parte, Oriente contaba también con sus propios mapas, como el conocido como Da Ming Hunyi Tu, elaborado hacia 1389.

Los viajes de Marco Polo les dieron un impulso definitivo a la curiosidad y a la imaginación europeas. En el Atlas catalán de Carlos VI, de 1375, figuran varios de los sitios descritos por el veneciano.

​ El mapa de Fra Mauro, comisionado por el rey Alfonso V de Portugal en 1450, incorpora otros lugares nombrados por Marco Polo. Como verás, en este planisferio el sur aparece donde, en otra de nuestras recurrentes ficciones espaciales, solemos ubicar el norte: una imagen que volverás a encontrar en el dibujo, provisto de un hondo contenido político, del uruguayo Joaquín Torres García (1943).

Cresques Abraham, *Atlas catalán*, 1375. Copia de 1959. Library of Congress, dominio público.Cresques Abraham, Atlas catalán, 1375. Copia de 1959. Library of Congress, dominio público.


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“El espacio. La última frontera. Estos son los viajes de la nave Enterprise, en una misión que durará cinco años, dedicada a la exploración de mundos desconocidos, al descubrimiento de nuevas vidas y nuevas civilizaciones, hasta llegar a lugares a donde nadie ha podido llegar”. Así comenzaba cada capítulo de Star Trek, la serie de televisión creada por Gene Roddenberry en 1966: la idea del viaje —cualquier viaje— implica ir de lo conocido a lo desconocido, abandonar el hogar, la familia o la patria en busca de lo que no puede ser sino una ficción. La recompensa, que puede significar conocimiento, riqueza o fama, contiene otra ficción correlativa: la necesidad de volver a la patria para contar el viaje. Al partir, uno debe contrariar la consigna del Eclesiastés que, como refiere Alberto Manguel en Una historia natural de la curiosidad (2015), ordena: “No te esfuerces en conocer muchas cosas inútiles y no seas curioso de sus muchas obras”. Pocas veces se viaja hasta “donde nadie ha podido llegar”, esa región fuera de los mapas que los antiguos cartógrafos marcaban con la leyenda Hic sunt leones o Hic sunt dracones, pero, guiados por la lectura tanto de libros de viajes como de caballerías, los navegantes ibéricos de los siglos XV y XVI sin duda lo intentaron.

​ A estos exploradores y conquistadores les fascinan las islas: microcosmos que resumen el macrocosmos, sociedades cerradas y al margen de la civilización, zonas impolutas como el paraíso terrenal, rebosantes de oro, especias y frutos exóticos. En su competencia por el globo, portugueses y castellanos transforman dos islas míticas en reales: Taprobana y Antilla. De acuerdo con Ptolomeo, la primera debía de ubicarse en el Oriente y, según Eratóstenes, “envía grandes cantidades de marfil, concha nácar y otras mercancías a los mercados de la India”. Esteban de Bizancio sostiene que su capital es Argira y que la cruza el río Fasis. Hacia ella se dirigen los navíos portugueses luego de que Bartolomeu Dias dé la volta do mar en el cabo de Buena Esperanza en 1488. Poco después, Vasco da Gama circunnavega África y se aventura hacia el Índico y las costas de la India.

​ Algunos identifican Taprobana con Ceilán, la actual Sri Lanka, adonde llega Lourenço de Almeida en 1505, y otros con Sumatra. Una leyenda distinta sostiene que, luego de que la península ibérica cayese en manos de los árabes, en 734 un grupo de nobles visigodos se embarcó hacia la Antilla, una enorme isla a medio camino de Cipango, identificada con la isla de San Brandán o con la Atlántida, y allí fundaron siete ricas ciudades. Mientras los portugueses persiguen el reino del preste Juan, los castellanos justifican sus conquistas con una Antilla poblada por descendientes visigodos: una ficción que los anima a recuperar algo que era suyo.

El mapa basado en el redescubrimiento de Maximus Planudes de los manuscritos de Ptolomeo, dominio público.El mapa basado en el redescubrimiento de Maximus Planudes de los manuscritos de Ptolomeo, dominio público.


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A las dos oras después de medianoche pareçió la tierra, de la cual estarían dos leguas. Amainaron todas las velas, y quedaron con el treo, que es la vela grande, sin bonetas, y pusiéronse a la corda, temporizando hasta el día viernes que llegaron a una isleta de los lucayos, que se llamaba en lengua de indios Guanahaní.

​ Con esta entrada, fechada el 11 de octubre de 1492, el almirante Cristóbal Colón informa a los “muy poderosos príncipes, rey e reina de España y de las islas de la mar”, del éxito de su misión; tal como previó, la ruta de poniente lo ha conducido hasta las Indias. Según los cálculos que realizó a partir de los datos recopilados durante su estancia en Portugal, Colón está seguro de haber desembarcado en un islote no muy lejos de Cipango. La emoción de avistar tierra se matiza con lo que no esperaba encontrar: hombres y mujeres que no coinciden demasiado con las ideas de esplendor y riqueza que había descrito Marco Polo. Según la transcripción de sus diarios realizada por fray Bartolomé de las Casas, el propio almirante los describe por primera vez:

Ellos andaban todos desnudos como su madre los parió, y también las mugeres, aunque no vide más que una farto moça, y todos los que yo vi eran todos mançebos, que ninguno vide de edad de más de XXX años, muy bien hechos, de muy fermosos cuerpos y muy buenas caras, los cabellos gruesos cuasi como seda de cola de caballos e cortos. Los cabellos traen por ençima de las çejas, salvo unos pocos detrás que traen largos, que jamás cortan. D’ellos se pintan de prieto y d’ellos son de la color de los canarios, ni negros ni blancos, y d’ellos se pintan de blanco y d’ellos de colorado y d’ellos de lo que fallan; y d’ellos se pintan las caras, y d’ellos todo el cuerpo, y d’ellos solos los ojos, y d’ellos solo el nariz.

​ ¿Quiénes son estos jóvenes que parecen buenos, corteses e ingenuos —la fantasía que dará lugar al bon sauvage— y que “no traen armas ni las cognoçen”? ¿Dónde caben en la mente de esos navegantes cuyo mundo interior sigue modelado por el Medioevo? Y, del otro lado, para los guanahaníes, ¿quiénes son esos violentos hombres barbados que arriban a sus costas? ¿Qué esfuerzo de imaginación han de realizar unos y otros para integrarlos en sus respectivos universos mentales? Colón apenas duda: por desnudos y pobres que le parezcan, no pueden ser sino indios de la India. Aun así, no evita mostrar su decepción: se trata de “gente muy pobre de todo”. ¿Qué sentido tiene una empresa como la suya si las riquezas de Oriente no son tales? En cualquier caso, el doble objetivo de Colón se vuelve explícito: por una parte, los convertirá a la verdadera fe y, por la otra, buscará al máximo aprovecharse de ellos. Un programa que no hará sino expandirse durante los siguientes siglos a partir tanto de la fuerza como del engaño:

Yo, porque nos tuviesen mucha amistad, porque cognosçí que era gente que mejor se libraría y convertiría a nuestra sancta fe con amor que no por fuerça, les di a algunos de ellos unos bonetes colorados y unas cuentas de vidrio que se ponían al pescueço, y otras cosas muchas de poco valor, con que ovieron mucho placer y quedaron tanto nuestros que era maravilla. Los cuales después venían a las barcas de los navíos donde nos estábamos, nadando, y nos traían papagayos y hilo de algodón en ovillos y azagayas y otras cosas muchas, y nos las trocavan por otras cosas que nos les dábamos, como cuentezillas de vidrio y cascabeles. En fin, todo tomaban y daban de aquello que tenían buena voluntad, mas me pareció que era gente muy pobre de todo.

​ Pese a las evidencias que comenzarán a acumularse y que presupondrán que, mientras los portugueses se apoderan de la abundancia oriental, los castellanos se han estrellado con un entorno salvaje, el almirante morirá tercamente convencido de haber llegado a Oriente: su última ficción. Para cerrar con broche de oro esta parte de la historia debes saber que, cinco siglos después de su primer desembarco, los historiadores no se ponen de acuerdo sobre qué sitio de las Bahamas se corresponde con Guanahaní. La invención de América se inicia —no podía ser de otro modo— con una isla fantasma.

Fragmento de La invención de todas las cosas. Cómo la ficción nos vuelve humanos, de próxima aparición en Alfaguara.

Imagen de portada: El mapa basado en el redescubrimiento de Maximus Planudes de los manuscritos de Ptolomeo, dominio público.