Fragmento
Segundo Rain, con 33 años entonces, era un mapuche desconocido para el movimiento en 2001. No había militado en ninguna organización del movimiento y tampoco lo volvería a hacer luego de aquel año. Había nacido en una comunidad en Quepe; desde pequeño trabajó cuidando ovejas y chanchos, sembrando, arando y trillando, como era tradicional en el campo. Sus tierras no eran extensas, ocupaban sólo ocho hectáreas y a consecuencia de la sobreexplotación eran cada vez más improductivas. Ver el esfuerzo de sus padres y tratar de dar un aporte económico a su familia lo llevaron a migrar y convertirse en un mapurbe. Así, viajó a Santiago y luego a Antofagasta, donde comenzó a trabajar como obrero. El 25 de diciembre de 2001, Rain estaba cuidando una grúa horquilla mientras bebía un melón con vino y escuchaba las noticias. En ese momento, al saber de un nuevo allanamiento y posiblemente también debido a su historia y a las condiciones materiales en las que entonces sobrevivía, decidió subirse a la grúa y dirigirse al centro de Antofagasta. Una vez en la arteria principal, con rabia, se encontró con el monumento de Arturo Prat Chacón, símbolo de la chilenidad, y lo embistió con la máquina. Cuando le preguntaron el motivo del acto, Rain dijo: “es un llamado a atender la situación en la que se encuentra mi pueblo. Mi sueño es que todo cambie para nosostros”.1 El desconocido Segundo Rain sintetizaba en su acto la historia de despojo, rabia, frustración y también de resistencia. La mapuchización, posiblemente, le había dado una respuesta a su historia de vida. El movimiento mapuche se transformó en una de las protestas más persistentes y extensas en el Chile post Pinochet. A diferencia de otros movimientos que actuaron durante este lapso, la utopía mapuche representó una problemática a la construcción del Estado, concebido como una sociedad monocultural y centralista. Esta visión ha provocado no sólo la rebeldía mapuche, sino también la reacción de distintos movimientos regionales que han exigido respeto a las múltiples identidades que persisten en el interior de la “comunidad imaginada” chilena. En esa perspectiva, el movimiento mapuche es un desafío a la democratización de Chile y a la utopía autodeterminista —avalada por la organización que reglamenta a las naciones de la humanidad—; es un aporte a reimaginar un nuevo tipo de relación con el Estado que ocupó, a mediados del siglo XIX, el Wallmapu. Tal vez una de las soluciones sea la conformación de un Estado plurinacional, que colocaría a Chile dentro del proceso que vienen configurando varias naciones latinoamericanas. La lucha del movimiento mapuche no es terrorismo. ¿Cómo puede serlo un proyecto que busca consagrar un derecho humano como la autodeterminación? La lucha antiterrorista debe ejercerse contra grupos, personas o naciones que violenten los derechos humanos y no contra pueblos que luchan por conquistarlos. En Chile, por causa de la rebelión de una parte del pueblo mapuche, el concepto de terrorismo se ha instrumentalizado para la defensa de la propiedad privada y de los proyectos económicos que agreden la forma particular de comprender la vida de este pueblo. Esto se oficializó a partir del año 2001 a consecuencia del atentado terrorista en Estados Unidos, y fue aprovechado por la clase política chilena como una política más de seguridad pública. Desde ese momento ha sido el pueblo mapuche el que ha sufrido la violación de sus derechos humanos y una política de terrorismo estatal de baja intensidad en las comunidades de Wallmapu. Lo que tiene como consecuencia es que la niñez mapuche sea la más afectada por las acciones coercitivas de las policías chilenas.
En un momento particular y por hechos no esperados por ninguno de los actores sociales de la época, el movimiento logró convertirse en una síntesis del legado cultural y político de sujetos comunes que resistieron el intento de chilenización por parte del Estado. Políticamente, el movimiento recogió el legado del primer ciclo del movimiento mapuche contemporáneo, que nació simbólicamente a los cien años de conformada la República. No podría haber sido de otra forma, don José Luis Huilcaman, padre de Aucán, había sido miembro de la Corporación Araucana, una organización nacida de la Sociedad Caupolicán de 1910 que permitió una transición perfecta entre el primer y segundo ciclos del movimiento mapuche contemporáneo. La CAM (Coordinadora de Comunidades en Conflicto Arauco-Malleco), si bien ha diferido del legado del primer movimiento, es parte de esta herencia. No obstante, ha nutrido al movimiento mapuche de una impronta de resistencia al reinterpretar la historia de la guerra de Arauco para derribar las estructuras que mantuvieron la opresión del pueblo mapuche y el racismo sobre sus habitantes durante el siglo XX. Un triunfo que no le pertenece, en absoluto, solamente a la CAM. Por el contrario, es un triunfo colectivo de comuneras, comuneros y organizaciones que en un momento de su historia se vieron forzados por las condiciones materiales a convertirse en dirigentes o militantes, y a construir una nueva historia para el pueblo mapuche. A pesar de las pugnas y las diferentes estrategias para abordar la cuestión autodeterminista, los políticos mapuche hablaban de un pueblo común. Al examinar nuestra hipótesis, efectivamente podemos observar que la lucha por la autodeterminación ha sido un proceso de construcción colectiva, multidimensional y amplia. Ha sido un entramado complejo, con actores diversos, y en ocasiones opuestos, que han venido afirmando un sueño común. Las organizaciones del movimiento mapuche se valieron de un amplio repertorio que incluyó diálogo, recuperaciones simbólicas, marchas civiles, autodefensa y sabotaje a los símbolos del capitalismo. Pero también a casas patronales de agricultores en regiones efectivamente fragmentadas como producto de la construcción histórica del Estado a fines del siglo XIX. La lucha de la vía rupturista fue un aporte en la descolonización del pueblo mapuche y su principal logro ha sido la mapuchización de sus habitantes. Es decir, sentirse orgullosos de ser mapuche y de ampliar una conciencia de sus derechos personales, colectivos y organizacionales. Es cierto que a partir de la Operación Paciencia, su expresión más visible, la CAM comenzó un declive que fue producto de las acciones de la inteligencia y la fuerza pública que no la han dejado salir de nuevo a luz pública. Muchas veces a punta de voluntad, sus militantes han seguido movilizándose por los campos de Wallmapu con el fin de liberar a su pueblo de la ocupación. No obstante, la ritualización de la violencia política como forma de actuar ha generado un estancamiento de su proyección sociopolítica en el largo plazo. Su crisis justamente visibilizó la vía política, que siempre ha estado en la cultura del pueblo mapuche, cercana a la tradición instaurada por el movimiento de principios del siglo XX y continuada por Ad-Mapu o el Aukiñ Wallmapu Ngulam. Incluso, como constatan los inicios de la CAM, la vía política también estuvo en su actuar, lo que llevó a Adolfo Millabur a triunfar como concejal y alcalde. Pero las limitaciones de la transición, los incumplimientos de las promesas acordadas y la profundización del neoliberalismo de los gobiernos post Pinochet forzaron a la radicalización de los mapuche. La vía rupturista ha logrado recomponer importantes territorios para las nuevas generaciones de mapuche, sea controlándolas o forzando al Estado a concederlos a través de la Corporación Nacional del Desarrollo Indígena. Y sus actos le han brindado una importante subjetividad a la población. La vía política ha colocado los sueños de autonomía en las mesas de diálogo, discusiones y debates parlamentarios. Ambas, unidas, han forzado al Estado a realizar concesiones al pueblo mapuche. Sin la lucha del movimiento, nuestro pueblo estaría en una posición más desfavorable que la actual, o como fatídicamente señalaban sus dirigentes, exterminado, en alusión a la colonización y pérdida de las tradiciones culturales. El movimiento mapuche por momentos ha perdido la aspiración de poder que lo caracterizó en sus inicios. Esto se debe a su falta de unidad y a la de sus clanes autodeterministas dispersos, que lo ha llevado a posiciones muchas veces testimoniales. Antiguamente, detrás las recuperaciones simbólicas y del control territorial, el objetivo era crear una hegemonía política para avanzar en la liberación de Wallmapu como pueblo. En esa perspectiva, es importante que el movimiento mapuche dé pasos hacia la unidad con la aspiración de crear un frente político mapuche que reúna, en una sola fuerza, las pretensiones autonómicas de sus habitantes; comprender, además, que sus distintas vías no son contradictorias, sino complementarias para el desarrollo de una fuerza mapuche que cumpla los sueños de muchos de sus habitantes. Con esto en mente, no podemos olvidar que uno de los legados que deja este segundo ciclo del movimiento mapuche contemporáneo son las palabras de la ñaña Nicolasa Quintreman, para quien las riquezas de nuestro pueblo estaban en nuestra “propia tierra, en nuestra montaña y ríos”.2
Fragmento editado de Fernando Pairican, Malon. La rebelión del movimiento mapuche 1990-2013, Pehuén, Santiago de Chile, 2014. Reproducido con autorización del editor.
Imagen de portada: Mauricio Rugendas, El malon, 1845
“Mapuche justifica el ataque a monumento”, El Mercurio, 26 de diciembre de 2001. ↩
Fernando Pairican, “Nicolasa Quintreman”, The Clinic, 27 de diciembre de 2013. ↩