Y de los escombros, ¿quién se encarga? ¿Quién los cuida, los arrulla y les dice: “Ya pasó lo peor”? Tras el quiebre de lo que conocemos como vida “normal” y el arribo de la violencia; cuando de algún modo que no logramos explicarnos por fin regresa la calma y se sosiega el llanto, pero quedan las heridas y los estragos, ¿qué se hace con los escombros? No solo es vacío lo que perdura después de la violencia: tras los ejercicios de poder más virulentos siempre quedan vestigios del efecto de su fuerza destructora. Y a esas evidencias del derrumbe, ¿se les tira o se les guarda, se les reubica y cataloga, o se les deja pudrirse al aire libre?
Existen leyendas y mitologías varias sobre la ritualidad necesaria que sigue a la devastación de la violencia. Toda suerte de cosas pueden ocurrir con la paz postergada, igual que pasa con los sueños postergados. Es arduo el esfuerzo de hacer recuento de los daños y lenta la construcción del “otro lado”, añorado desde el dolor. Pienso en las mujeres alemanas limpiando los ladrillos tras los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, clasificándolos con miras a reconstruir. En las madres que plantan jardines, una flor a la vez, para recordar a las hijas que les fueron arrebatadas. En aquellos rituales de limpieza de los espacios de muerte, donde se negocia con los espíritus para que dejen en paz las cosechas y se permita la gestación de un futuro nuevo. Para eso están los rezos en los sepelios, las resignaciones tras las pérdidas, los acompañamientos.
Pero existen violencias que no permiten definiciones concretas de antes, durante y después. Hay dolores que no cesan y sus escombros solo se acumulan y empalman, engrosando un palimpsesto continuo de pérdida, sufrimiento y dolor. La progresión material de esta ruina, su imparabilidad, es en sí un ejercicio de violencia.
Uno de esos dolores ininterrumpidos es el que ejercen con vehemencia las fronteras: esas líneas ficticias pero materialmente innegociables que dividen el aquí del allá, cuya vigilancia estatal y paraestatal produce miles de muertes al año en múltiples territorios. Ya sean los lodazales del Darién, las aguas del Atlántico y el Mediterráneo o los desiertos del norte de México, son muchas las geografías fronterizas marcadas por la muerte. Desde hace siglos muchas personas en tránsito pierden la vida al ejercer su derecho a huir, a reubicar su existencia, a escapar de otras muertes y a ser más libres, más felices, más ellos. Las fronteras quedan así marcadas por las huellas de los muertos, pero también por los rastros de los vivos que sí lo logran, que sí cruzan y que en el camino dejan objetos que les acompañaron en el trayecto.
Son muchos los proyectos de investigación, arte, literatura y creación que giran en torno a los objetos que han acompañado a los migrantes en sus tránsitos. Varios se centran en objetos descartados y después hallados por otros, quienes los observan desde nuevos ángulos para tratar de entender mejor. Están, por ejemplo, las piezas de Ai Weiwei, incluyendo aquella donde cientos de prendas de ropa abandonadas por migrantes en un campamento desalojado fueron lavadas, planchadas y catalogadas. También están esos muros tapizados por el artista chino a partir de cientos de salvavidas rescatados del mar en las playas de Lesbos. Al pensar en los remanentes de la violencia que habitan la frontera norte de México —una particularmente mortífera debido a la política estadounidense de Prevention Through Deterrence, establecida en 1993— recuerdo el trabajo del artista oaxaqueño Saúl Hernández-Vargas. En su obra sobre la frontera, objetos minúsculos que han sido hallados en el desierto —y hoy forman parte de la colección del Houston Climate Justice Museum— se reacomodan, elevan y ennoblecen para exorcizar los dolores que atestiguaron.
En su materia misma, el desierto entre México y Estados Unidos aloja los estragos de la intemperie convertida en máquina de muerte, según lo ha descrito a cabalidad el antropólogo Jason de León. Se trata de la naturaleza transformada en arma, a lo largo de una línea porosa pero innegociable. La frontera es muchas cosas: es río, desierto, matorral, tumba, deseo, barda, fauna, mamífero atorado, rastro de pies, salto, túnel… Sin embargo, existe una larga historia de pensamiento que la considera, específicamente la frontera desértica, como una terra nullius deshabitada, lista para ser controlada por las fuerzas del Estado —los Estados—, una tierra virgen dispuesta para la domesticación. Pero nada podría ser más falso.
Al mito del desierto como vacío se enfrenta el cúmulo de presencias materiales y fantasmagóricas que habitan la frontera: una multiplicidad de entidades humanas y no humanas. Las aves que cruzan, las nubes que trayectan, los insectos, las bacterias, los espíritus intranquilos. Las personas, por supuesto, jugando los múltiples papeles de la puesta en práctica del acto social de cruzarla. También objetos-seres habitan el desierto fronterizo: los bules para flotar y cruzar el Río Bravo, las botellas de agua que no duran lo suficiente, las mochilas que alojan la vida a cuestas, los relicarios que protegen, la ropa oscura que camufla en la noche, las identificaciones que se pierden, las cobijas que resguardan del frío, los celulares que guían… Ese paisaje hiperhabitado de seres animados e inanimados está determinado por el aparato del Estado —los Estados— que lo vuelve mortífero.
Precisamente a esa no-vacuidad alude la serie de piezas que Hernández-Vargas creó para la exposición ¿y cómo era el desierto? como una inmensa mancha de color marrón y una máquina enmohecida y un punto en una línea. Las piezas que componen esta serie incluyen videos, esculturas y una secuencia de performance. Un elemento central es Desierto #2, una escultura de metal que se asemeja a una jaula cuadrangular atravesada por varillas horizontales, de las que cuelgan objetos varios hallados en el desierto. Ante la hostilidad manufacturada por el Estado —los Estados— y el invento de la ilegalidad del tránsito, en la pieza quedan alojados algunos objetos que cuidaron a quienes transitaron la frontera. Otra pieza, Diablo #2, se sitúa frente a Desierto #1, en diálogo. Es una bicimáquina con cascabeles que, al sonar, emite cantos que buscan exorcizar los dolores alojados en los preciosos escombros del paisaje que resguarda Desierto #2.
Una gran cantidad de objetos hallados en el desierto —abandonados, perdidos, sacrificados—, si no la mayoría, tuvieron en este paisaje de cruce la función original de cuidar, proteger y resguardar a las personas que los poseían. Estos objetos —cosechados del territorio, muchas veces ya en un estado de descomposición y degradación tal que han perdido su función original— son elevados, a través de la pieza escultórica de Hernández-Vargas, a un nuevo estado. Al reubicarlos, se les resignifica. Se les mira de nuevo, pero desde la potencia de su materialidad y de su accionar previo. Estos objetos tuvieron una función; luego fueron basura. Ahora, desplazados en este nuevo horizonte, exorcizan al desierto mortífero a través de la observación y el sonido, lo que les devuelve sacralidad a su función original.
Un retazo de cobija azul, roída por el tiempo, el sol y la lluvia, habita ahora un espacio que la resguarda, así como esa cobija resguardó antes a una persona. No se trata de un mero gesto de vitrina. Cuelga lánguido el trozo de tela, como colgaría y se agitaría en la rama de un matorral, en el limbo que dibuja una línea entre la frontera sur de Estados Unidos y la frontera norte de México. Otro objeto de potencia profunda se aloja en la pieza que acompaña al trozo de cobija: recubrimientos para zapatos que fungen como una suerte de manto de la invisibilidad. Elaborados con pedazos de alfombra que se amarran sobre los pies, sirven para no dejar huellas mientras se camina por el desierto. Prótesis para no dejar rastro, máquinas vernáculas de la indetectabilidad.
¿Cómo leer estos objetos, tras el fin de su vida útil, como tecnologías del cruce? Sus funciones no solo fueron mecánicas. Son casi talismanes, amuletos, objetos mágicos de protección. Ahora, elevados bajo una luz distinta, de nuevo son lo que eran: tesoros mansos producto de la persistencia humana, de la pericia ante la precariedad. Muchos de los objetos que la obra de Hernández-Vargas exorciza son textiles: cobijas, retazos, botines, chamarras, camisetas. En sus hilos se alojan las experiencias vividas. El mundo ha entrado al objeto y ha anidado en su materialidad: dentro de un retazo de cobija conviven ramitas, semillas, tierra, agua, el sudor de alguien ahora ausente.
Objetos alguna vez preciados penden de la infraestructura de la frontera, pues la jaula de varilla que los aloja tiene las mismas dimensiones que los dos primeros mapas que existieron de la frontera México-Estados Unidos. Observarlos con detenimiento no es cuestión de fetichismo, pues las historias que atestiguaron habitan enraizadas en ellos. Las personas a quienes pertenecieron estos objetos ya no están presentes para hablar por ellos o explicar sus funciones, pero los objetos hablan de aquellas personas. Una cobija se vuelve polvo bajo el sol. Los huesos pierden su carne y se vuelven luces brillantes. El plástico se transmuta en espejo pardo y quebradizo. Lo sólido se vuelve materia airosa. La fragilidad porosa es la gramática que rige. Si estos escombros son dignos de ser escuchados, ¿cómo podemos hacerles preguntas? Atendamos a su materialidad contundente: la voracidad con la que la violencia del Estado —los Estados— destruye la forma, la textura, la materia. Escuchemos sus murmullos, tan bajitos, tan sutiles, bajo otra luz.
Ante la trágica muerte de 40 migrantes en un incendio perfectamente evitable en una estación migratoria de Ciudad Juárez en marzo de 2023, se vuelve irremediable considerar el papel que juegan los objetos que acompañan el tránsito de miles de personas al cruzar las fronteras. Y también cómo pueden volverse algo mortal en contextos de opresión sistémica. En Ciudad Juárez la colchoneta de la estación migratoria fue convertida, a través del fuego no atendido, en epicentro de la muerte. Antes era un objeto que sostenía a los cuerpos en su frágil descanso, lugar de reposo en medio del trajinar. Pero el incendio transformó ese refugio en muerte, a causa de la falta de empatía de una persona que eligió no abrir una puerta. La colchoneta se volvió tan mortal como la negligencia. Tan mortal como una política migratoria genocida. Tan mortal como la neutralidad del observador que, llave en mano, escucha el dolor del otro y no intercede.
Imagen de portada: Vista de la exposición de Saúl Hernández-Vargas en el Houston Climate Justice Museum, 2023. Fotografía de Jasmine Cogan. Cortesía del artista