Huaco retrato, de Gabriela Wiener

Gabriela, dos puntos

Comida / crítica / Abril de 2022

María Fernanda Ampuero

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Cuando se sabe tan poco es porque nunca se ha querido saber, porque se ha mirado hacia otro lado con incomodidad y no mirar es como borrar. Gabriela Wiener. Huaco retrato


Hoy no te voy a mandar stickers feministas ni un audio en el que canto “Tus viejas cartas” de Enanitos Verdes. Tampoco, por mucho que me gustaría, me voy a sentar contigo a planear, como dos vagabundas o dos princesas, como dos inmigrantes, la mejor forma de apropiarnos del mundo que nos rechaza. Hoy te voy a hablar de Huaco retrato. Cuando una amiga publica un nuevo libro te recorre un escalofrío. Qué alegría, qué alegría (¿y si no me gusta?). Antes de saber quién eras leí Sexografías y me fascinó, pensé en cuánto me gustaría ser amiga de alguien que viviera como tú (escribías que) vivías: en orgías, con actores porno, en ferias sexuales azotando culos blancos. Esperma y cuero, placer y celos. Una tal Gabriela Wiener que usa palabras como vibrador. Anaïs Nin peruana con el clítoris rojo y espinado como la corona de Santa Rosa de Lima. Empezaba a conocerte cuando leí Nueve lunas y deseé con todas mis fuerzas ser tan feroz, tan miedosa, tan sincera, tan demencialmente humana. Fuerza de la naturaleza, madre de Coco, de todos los vicios, de un mundo que palpita tanto. Después vino lo de enfamiliarnos. Entonces, con el miedito de que no te guste el libro de tu hermana, leí Llamada perdida, Ejercicios para el endurecimiento del espíritu y Dicen de mí. Cada vez escribías mejor, maldita desgraciada, qué envidia, qué admiración. “Te comería el corazón”, cantaba Bosé antes de ser negacionista. En mi cabeza ya no te leía, sino que me lo rezabas al oído con tu voz linda. Y, por supuesto, vi bañada en lágrimas —ella y yo— a Roci pariendo a Amaru en la pantalla de un teatro mientras parías, tú también, a una criatura extraordinaria llamada Qué locura enamorarme yo de ti. Evisceración monólogo. Catarsis de celos y amor y sexo y partos y una cama gigante para ti, para Jaime, para Roci, para Coco, para Amaru. Cuántas cosas son capaces de sostener esas manitos tan pequeñas que tienes, palomitas tierreras, bomboncitos rellenos. Se murieron tu padre y el mío. Gente entró y salió de nuestras vidas. La familia se encogió y creció, como un pulmón turbio que le echa ganas. Nos volvimos grandes, pata, y a la vez pequeñas: eso que pasa cuando te haces mayor. Ya eras la escritora gigantesca y la amiga favorita de mi pequeño universo cuando me regalaste Huaco retrato en el cumpleaños de Roci. Empiezas con una cita de Heinrich Böll: “Entre padres e hijos la perplejidad parece ser la única forma de comprensión”. Ya está, listo, lancéame. A veces pasa con un libro que sabes que va a ser maravilloso, aunque no sabes exactamente en qué versión de la palabra maravilloso. Basta tan poco para saber que algo te deslumbrará. Acostumbrada a no deslumbrarse la piel se eriza, la columna se retuerce y se yergue como una culebra, sube la sangre a los pezones, la cabeza, las fosas nasales. Se anticipa la felicidad de que un libro te haga mierda. No sé cómo hiciste este viaje, pero lo que de verdad me pregunto es cómo volviste. Te fuiste sola, carajo, sin un Virgilio que te diera la mano. Sabes de lastres, Virgilio se hubiera muerto. No dejas de sorprenderme. Parece que siempre serás de esa gente que se autodestruye para escribirlo. Periodista gonzo se parece bastante a periodista bonzo. Para saber qué se siente te quemas viva delante de todos. En Huaco retrato te inmolas buscando a tu ancestro, un tal Charles Wiener que fue a Perú en los 1800, un ladrón y un charlatán o un explorador, según a quién le preguntes, que sacó de tu tierra lo que pudo, incluso a un niño, el niño Juan, hijo de todas. Ciento cincuenta años después, en París, el mismo lugar donde había zoológicos humanos para deleite de las familias francesas absolutamente convencidas de su superioridad ante esas pobrecitas bestias marrones, recorres una exposición de huaco retratos, las figuras cerámicas que representan rostros; las fotos, pues, de nuestras gentes antes del bulldozer de la Colonia. Miras los huacos retratos encarcelados tras cristales —como los hombres, mujeres y niños durante la Exposición Universal de París— y reconoces tu cara y reconoces que tu apellido tiene el nombre del violador, del delincuente, del robaniños, del cuco, del coco, del hombre del saco. Wiener: Den Buhmann. El fuego de los Incas cauterizado con saña. Una muñeca negra que se oculta detrás de las de porcelana blanca. Los demenciales caminos del mestizaje. Ese Wiener se perdió en los caminos del Inca, estuvo cerquita, pero Machu Picchu se le escondió al puto austriaco. Esta Wiener fue a buscar al ancestro y también se perdió (¿qué se te perdió a ti? ¿Quién?). Laberinto dentro del laberinto. Degeneración en degeneración. Ese Wiener buscó lo sagrado no para admirarlo, sino para destrozarlo. Esa sangre corre —también— por nuestras venas. Eso —también— hacemos. Forasteras de todo. Wiener, tú. El blanco fue, la mestiza vino. La españolísima abuela de Roci, tu mujer, te pregunta en qué casa limpias. El nombre del cuadro es Dama mirando un huaco retrato. El estigma, el prejuicio, el rechazo: nos expoliaron hasta los oficios. Pero tú te follas a la nieta. Y le das carapulcra en la boca. Escribes:

Yo sé muy bien de lo que habla Charles cuando celebra la asimilación, la exitosa reeducación de su indiecito. Cuando quiere demostrar que en otro contexto y con otra instrucción podría ser casi una persona más. Lo escucho un día cualquiera. Enciendo la radio mientras cuelgo mis calzones húmedos a los que ahora llamo bragas. Y oigo a un político español decir que oye, lo mejor que le puede pasar en la vida al migrante de América del Sur es que su hija se case con un español. Y lo escucho y suena como si estuvieran intentando hacernos un elogio. Un español para casarse bien. Para intercambiar algunos de sus yugos por matrimonio e integración […]. ¿Qué pensaría Charles de mí si me viera ahora? ¿Me acercaré al menos en parte a ser la culminación de su proyecto civilizador o seré, más bien, otro intento fallido? La india que vino con su esposo cholo y se enamoró también de una mujer blanca que practica el amor libre.

Yo leo a una mujer furiosa y una mujer dolida y una mujer que quiere y no quiere ser lo que es. Lo mejor de tu escritura, pero sobre todo de este libro, es que nos muestras tus heridas, pero también tus coronas, te vale mierda que unas sean las otras y viceversa, te vale mierda generar compasión y temor. Eleos y phobos, los rasgos esenciales de la tragicidad, según Aristóteles. Ahí te va lo que dice:

La tragedia es, pues, la representación (mimesis) de una acción seria (spoudaias), completa en sí misma y de una cierta magnitud, en un lenguaje embellecido con varias clases de embellecimiento, cada uno de los cuales tiene su lugar correspondiente en las diversas partes, en forma dramática y no narrativa, y que, además, mediante una serie de hechos que suscitan piedad (eleos) y terror (phobos), tiene por efecto elevar y purificar (katharsis) el ánimo de pasiones semejantes.

Piedad y terror, panita, ¿cómo te quedas? Leí que el huaco retrato capturaba el alma de las personas y eso es lo que hace tu libro. ¿Por eso lo llamaste así? Una parte de mi alma viajó a aquel museo de París, al aeropuerto de Barajas donde estabas esperando volar sabiendo que nunca más verías a tu padre entre la gente que espera con ojitos navideños a sus amores emigrados, a la casa donde creciste en Lima, a la cafetería donde tomaste un café con la amante que papá Wiener mantuvo toda la vida —tú, la que duerme con dos en la misma cama—, a tu casa de Marqués de Vadillo a verte freír pollo, al taller de descolonización, a las sábanas húmedas transoceánicas de los polvos que te echaste por dolor y por amor y por celos y por sentir algo que no fuera eso, sino lo contrario. Polvo de ángel que hace volar a las niñas creyentes y no creyentes. Te enamoras hasta los huesecillos del índice, ¿no? Tu cósmica capacidad de amar y celar te encierra en un zoológico humano, pero tú, que eres más valiente que el mes de abril, lo conviertes en espectáculo. Das con los puñitos contra el cristal para que nadie pueda ver hacia otro lado. Te enlodas con tus propias miserias —carnavalesca, desquiciada— te haces las dos rayas de guerra en los cachetes con tinta sangre del corazón y aúllas como la perra perdida de la jauría. Pasen y vean, desgraciados. Pasen y lean. Este es uno de los mejores libros que he leído en mi vida, pensé, y lo abracé al terminarlo como no hacía desde la adolescencia. “Follar y cortar cabezas, no hay mucho más en esta vida”, escribes. Agarra el lubricante y el machete que allá vamos. Te quiero.

Literatura Random House, Madrid, 2021 Literatura Random House, Madrid, 2021