Gracias a Mito Reyes por sus comentarios y a Yásnaya Elena A. Gil por sus observaciones y su edición de este texto.
I
Escribir sobre la nueva generación de intelectuales indígenas es una tarea más complicada de lo que parece. Para hacerlo tuvimos que replantear algunos supuestos, como la pertinencia de usar el término indígena, el significado de intelectual, el zapatismo como referente y la importancia de la escritura, la radio, el cine, el internet y las plataformas digitales para difundir el pensamiento contemporáneo de nuestros pueblos. Eso no es todo. Aunque ambas escribimos sobre nuestras comunidades en la Sierra Norte de Oaxaca, salimos de ellas para incluir a la ciudad capital. Nos reunimos dos veces en persona para conversar sobre algunas ideas y redactamos este texto poco a poco, cada una en momentos y espacios distintos.
Como el trabajo colectivo siempre ha sido parte de nuestra práctica, decidimos que este artículo también habría de serlo, e incluimos en el diálogo a tres amigas y un amigo: Josefa Sánchez Contreras, investigadora y activista zoque de los Chimalapas; Selene Galindo, antropóloga y cineasta o’dam; Xun Sero, cineasta tsotsil de San Cristóbal de las Casas; y Raquel Diego Díaz, antropóloga y comunera mixe de Tlahuitoltepec. Los elegimos por su cercanía con nosotras y para cumplir con un criterio propio de diversidad, intentando no encerrarnos en Oaxaca o en nuestra región, para ir más al sur y, sobre todo, al norte de lo que ahora llamamos “territorio mexicano”. Casi todos teníamos entre ocho y doce años cuando los zapatistas se levantaron en armas.
Como autoras, decidimos usar el término indígena porque nuestro trabajo y una parte de nuestra vida han sido categorizados así —somos cineastas indígenas, vivimos y trabajamos en comunidades indígenas, hablamos una lengua indígena—. Según Yásnaya Elena A. Gil, esta categoría política nos contrapone al Estado, que busca homogeneizarnos para construir una identidad nacional y al mismo tiempo nos folcloriza y despolitiza. Josefa, Selene, Xun y Raquel comparten el rechazo a ese término y se reivindican como o’dam, tsotsil, mixe y zoque. Aun con las complejidades que implica, escribimos indígena porque hemos asumido que esa palabra también articula las resistencias de nuestros pueblos.
II
De acuerdo con el investigador y activista mixteco Francisco López Bárcenas, a partir de la defensa que hicieron los zapotecas y mixes de la Sierra Norte de Oaxaca de sus recursos naturales, surgió un movimiento intelectual que continuó cuando crearon sus propios procesos de comunicación y educación. Dentro de ese movimiento se originó el concepto de comunalidad, que se sigue estudiando y discutiendo dentro y fuera de las comunidades. Al respecto, cuando insistimos en que el “futuro es comunal”, nos referimos a que otras formas de habitar la tierra nos han permitido sobrevivir en armonía con el entorno natural. Pero mantenemos una exigencia: déjennos tranquilos. Aunque ahora la digamos en español e incluso la difundamos en memes, persiste como un reclamo para frenar el colonialismo, el extractivismo y el modelo de vida que nos han impuesto.
En algún punto de la conversación con nuestros interlocutores, nos preguntamos qué significa “ser intelectual” fuera de las definiciones tradicionales, considerando referencias y experiencias propias. Nuestros pueblos parten de un principio: no todos sabemos todo, pero entre todos sabemos más, por eso hay mecanismos colectivos para definir quiénes tienen la sabiduría para llevar a cabo actividades distintas y específicas.
Más allá de lo que sucede en cada comunidad, la traducción representó uno de los primeros puentes que se tendieron hacia afuera. Primero se hicieron traducciones del zapoteco y el mixe al náhuatl, y luego de los dos primeros al español. Por ejemplo, el papel del escribano fue vital durante siglos porque traducía, compartía y dirimía asuntos de una localidad en espacios ajenos a ella, como muestran los archivos municipales y estatales. Pero la escritura en nuestras lenguas se interrumpió durante largos periodos, y aunque siempre se ha retomado, debemos reconocer que en algunos lugares estos idiomas se perdieron y el español se impuso.
Nuestras comunidades también han intentado garantizar el acceso a una educación laica, gratuita y respetuosa de nuestras formas de pensar. Gracias a ello, hemos visto enraizarse y florecer una educación comunal, por ejemplo, en el Bachillerato Integral Comunitario y la Escuela de Música Cecam, ambos en Tlahuitoltepec. Estos casos han servido como referencia para crear una educación propia. Recientemente se fundó la Universidad Autónoma Comunal de Oaxaca, con más de dieciséis sedes en el estado, dos de ellas en Guelatao y Tlahuitoltepec. Estas iniciativas buscan cimentar un piso común para resistir a los modelos occidentales de pensamiento que imponen los espacios educativos ordinarios. Pero el objetivo es mayor: nos parece urgente compartir y explicar cómo habitamos el mundo porque la humanidad, concebida como un ser colectivo, necesita reconciliarse con el entorno para detener su destrucción.
Además de la traducción y la educación comunal, la escritura es otro medio para visibilizar el pensamiento indígena contemporáneo, como sostiene el autor mapuche Enrique Antileo en su libro, publicado en 2018, Movimientos indígenas e intelectualidades colectivas: pensamientos y escrituras de la insurgencia en Chile y Bolivia (1998-2006). En nuestra generación, la escritura ha sido fundamental para conocer las ideas de quienes pertenecen a otros pueblos indígenas, no solo de México sino del mundo —es verdad que hay textos disponibles que las difunden en castellano y en inglés, pero ambas son lenguas hegemónicas.
Finalmente, hemos participado en otros medios, como la radio, el cine y el internet. Las plataformas digitales, en particular, han facilitado mucho la divulgación y el intercambio de las ideas y el trabajo que hacemos en la actualidad. No es posible para todas reunirse en persona, así que usamos el internet para saber qué hacen las compañeras mapuches, quechuas o kaqchiqueles.
III
Hace poco un compañero mixe preguntó en una red social: “¿Cuáles son tus primeras memorias sobre las resistencias indígenas?”. En las respuestas, muchos mencionaron sus recuerdos del levantamiento del EZLN, del que se enteraron por medio de la televisión, algunas revistas y periódicos, o años después, cuando los zapatistas llegaron a sus pueblos. En cambio, nuestros primeros recuerdos sobre la resistencia indígena tienen que ver con el trabajo que hicieron —y siguen haciendo— nuestras familias en las comunidades a las que pertenecemos y fuera de ellas. Por ejemplo, en 1993 tuvo lugar el primer Simposio Indolatinoamericano en Tlahuitoltepec Mixe. Fue un espacio de articulación internacional que surgió en el marco de los quinientos años de la invasión europea, una efeméride que propició encuentros e intercambios entre varios pueblos indígenas. Las palabras resistencia, territorio, indígenas estaban por todos lados.
Después fue el turno de nuestros interlocutores, a quienes les preguntamos por los intelectuales de la nueva generación y sus recuerdos del zapatismo. Josefa mencionó a las mujeres que la inspiran porque escriben situándose en sus propios pueblos y a partir de sus lenguas, historias y territorios. Los pensamientos de estas autoras se anclan en sus comunidades, con las que tienen un compromiso firme y de las que sacan fuerza.
Josefa era niña cuando estalló el levantamiento armado del EZLN y recuerda que su mamá y sus tías la llevaron a escuchar a la delegación zapatista. Los pasamontañas despertaron su curiosidad y, aunque no recuerda la respuesta, les preguntó por qué se cubrían la cara. No todos los movimientos en defensa de la tierra han tenido la necesidad de taparse el rostro, pues los mecanismos de supervivencia son diversos y complejos. Años después, Josefa supo más sobre el zapatismo gracias al Congreso Nacional Indígena, un espacio que ha articulado diferentes luchas de los pueblos originarios de México.
Por su parte, Selene advirtió que en el tránsito de la migración y en la vida cotidiana de las comunidades no se usa el término intelectualidad. Defendemos la lengua en el espacio virtual, creamos una representación digna de nosotros mismos en los medios audiovisuales, cultivamos nuestras lenguas con memes, recuperamos formas de alimentación ancestrales, cumplimos con los cargos que nos encomienda el sistema de autogobierno, creamos poesía y mucho más. No concebimos nada de esto a partir de etiquetas académicas ni lo dividimos en categorías rígidas; tampoco entendemos estas actividades como expresiones de intelectualidad. Por lo tanto, la pregunta por los intelectuales indígenas de la nueva generación proviene de una categoría externa que ha permeado nuestros imaginarios —algunos espacios incluso la reivindican—. De acuerdo con Selene, la categoría de intelectual indígena también ha servido para cubrir cuotas dentro de las instituciones del Estado. Explica que pertenece a sistemas de validación ajenos y se relaciona con el estatus que se obtiene con la enseñanza escolarizada. Todo esto le genera rechazo, aunque sabe que ella misma podría ser catalogada como intelectual indígena. Por eso, le importa tener referentes fuera de la escritura. Al igual que Josefa, dice que otras mujeres han inspirado su trabajo y la han nutrido con sus conversaciones y su activismo comunitario. Nuestra tarea, dice Selene, es “nombrar las diversidades, los nodos que van surgiendo”.
Hablamos con Raquel Diego Díaz, quien nutre de ideas nuestra mente y también alimenta nuestros cuerpos. Articula sus reflexiones con claridad y elegancia, y las comparte generosamente, a veces por escrito, pero sobre todo cuando nos juntamos en su casa a conversar y compartir una bebida fermentada. Ella recuerda que antes del 1 de enero de 1994 en la escuela le hablaron de Emiliano Zapata. Su abuelo Max repetía el lema —la tierra es de quien la trabaja— y enseguida le contaba la historia de Juan sin Tierra. Le explicaba que los luchadores sociales son las mujeres, los hombres y los pueblos que tienen el valor civil para denunciar los abusos de poder de los gobiernos opresores. Raquel tenía doce años cuando los zapatistas llegaron a Tlahuitoltepec, y así se enteró del levantamiento. Al ver la caravana, le pareció imponente y, como a Josefa, los pasamontañas negros llamaron su atención. Recuerda que las mujeres, los niños y los hombres comunicaban las razones de su lucha.
Por último, Xun cuenta que tomó conciencia del zapatismo en la universidad, mientras se reconectaba con su identidad tsotsil. Al saber más acerca de los movimientos indígenas, reafirmó su compromiso de usar las herramientas de la comunicación en favor de los pueblos originarios, lo que sigue haciendo hasta la fecha. La palabra intelectual lo remite a una persona que ha estudiado mucho e identifica a una generación de intelectuales que pertenecen a distintas comunidades indígenas y usan el arte o la academia para insistir en que tenemos todas las capacidades necesarias para esta clase de trabajo. Le parece interesante que la nueva generación haga hincapié en otras formas de intelectualidad, y él mismo comparte sus conocimientos con ellos —en esto se diferencian de los intelectuales de antes—. En cuanto a la difusión del pensamiento y el trabajo de los jóvenes, Xun advierte lo limitados que son los espacios de proyección en los medios de comunicación, los museos y los centros culturales, y denuncia que pocas veces los dirigen creadores y pensadores que provengan de pueblos indígenas.
Cuando a los cuatro les preguntamos por sus referentes intelectuales, no definimos una temporalidad específica, de modo que si algo tienen en común los siguientes nombres es que sus pensamientos se comparten en la actualidad: Mikeas Sánchez, poeta y defensora del territorio zoque. Yásnaya Elena A. Gil, escritora y activista mixe. Natalia Toledo, poeta, artista textil y promotora cultural zapoteca. Irma Pineda, poeta zapoteca, educadora y defensora de derechos humanos. Gladys Tzul Tzul, investigadora y escritora maya quiché. Carmen Cariño, investigadora mixteca. Edith Ñuu Savi, investigadora mixteca. Doraly Velasco, profesora y líder tradicional tohono o’otham. Brenda Lee Faville, activista y líder tradicional tohono o’otham. Norma K+paima Robles, cineasta y activista wixárika. Mikel Ruiz, escritor tsotsil. Andrés ta Chikinib, comunicador y activista digital tsotsil. Ruperta Bautista, escritora y traductora tsotsil. Susi Bentzulul, escritora y traductora maya tsotsil. Emiliana Cruz, investigadora chatina. Néstor Jiménez, cineasta tsotsil y tseltal.
IV
Al habitar un mundo local y otro externo, vivimos procesos complejos. Cuando regresamos a nuestros contextos, volvemos a aprender lo propio y lo redefinimos con lo que hemos visto afuera. Se trata de una redefinición infinita de la identidad: quiénes somos, qué queremos y por qué, a quiénes honramos con lo que hacemos. Todos los días trabajamos para construir una lógica de vida, tropezándonos en la traducción de una lengua a otra, de un sistema de pensamiento a otro. La llamada esquizofrenia cultural es la posibilidad de ser distintas personas. Pisamos la tierra protegida de nuestros ancestrxs y lxs recordamos con imágenes, sonidos y memes. A diario jugamos a traducirnos, a sabiendas de que traemos nuevas ideas que pueden generar tensiones en nuestros pueblos.
Seguimos existiendo a pesar de todos los procesos colonizadores. Fuera de la academia tradicional, las comunidades viven una pulsión y una riqueza vibrantes, creativas, críticas, arriesgadas y dotadas de humor. La escritura, el cine, la radio y las redes sociales pueden amplificar nuestras ideas, pero a la vez silencian e invisibilizan una diversidad más grande de voces. Tenemos claro que lo que vemos, leemos y escribimos en esos espacios es una muestra mínima de la capacidad creativa y transformadora de nuestros pueblos. Por fortuna, existen las asambleas y las fiestas donde la diversidad del pensamiento sigue recreándose, sosteniendo la potencia no solo de un futuro, sino de un presente comunal en resistencia.
Imagen de portada: Darwin Cruz, Entre azules y neblina, 2020. Galería Muy