periódicas Alturas MAR.2025

Gabi Martínez

¿Dónde está Laña? La desextinción de una bucarda

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—Más allá de Dolly… —… desextinción… —Mucho cuidado, que ya se escapó una vez.

​ Laña escuchaba a los humanos sumida en una niebla que olía a química. La habían tumbado sobre un lecho mullido, pero no era hierba. Lanzó una patada, que se perdió en el aire. ​ —¡Ceeeliaaa! Estate quieta, que enseguida te soltamos. ​ Creyó abrir los ojos, pero todo seguía oscuro. Al final, la habían pillado. ¿Qué iban a hacerle? Quizá estaban rabiosos, después de haberlos esquivado durante seis años. En cualquier caso, no esperaba nada bueno: una de sus dos compañeras desapareció tras caer en una trampa colocada por esa gente, y de la otra había perdido el rastro mientras ambas huían de los hombres.

​ Y ahora, los mismos que la habían dejado sola, sin nadie de su especie alrededor, le hurgaban una oreja para preservar, eso decían, su gen, extrayendo las células donde reposaba la historia bucarda mundial, las que guiaban el instinto de Laña y la hacían temer, hasta hacerla temblar, justo a quienes le estaban manipulando el cartílago.

​ Y es que el gen bucardo (llamémosle Buc), ese procesador instantáneo de historia, recuerda que el inglés Victor Alexander Brooke, quien cazó más bucardos que nadie, perfiló al animal literario en su Sportsman and Naturalist (1894) después de organizar partidas con hasta trece porteadores, ojeadores de Torla y perros de Broto para buscar a esta subespecie de cabra montés. En la cuarta cacería no pudo derribar a un bucardo viejo y cojo, al que le disparó en el pecho cuando el animal estaba encajonado en una repisa de un metro de ancho. El bucardo rodó por la ladera más de ciento cincuenta metros y los golpes contra las rocas le rompieron los cuernos, cuyos anillos revelaron que tenía once años de edad.

Albert Oliveras i Folch, Bucardo en conserva, 1929. Memòria Digital de Catalunya, CC 3.0.

​ Otro inglés con escopeta, Buxton, señaló que muchos de los perros de presa caían por los precipicios durante las adrenalínicas persecuciones que se producían en los desfiladeros. Relatos como los de Brooke o Buxton adornaron el mito de una cabra invisible, aumentando tanto el deseo de los tiradores por ella como la velocidad del mamífero para volatilizarse en cuanto olisqueaba a un humano, especialmente si era inglés. Los cazadores arrinconaron cada vez más a la población de cabras hasta concentrarla en un único núcleo. Evitar su exterminio también contribuyó a crear, en 1918, el segundo Parque Nacional de España: Ordesa.

​ El gen Buc recuerda que la creación del Parque no disuadió gran cosa a los cazadores, y luego, la Guerra Civil, la dictadura, la hambruna y el nulo interés por la protección medioambiental propiciaron una masacre de cabras. Las supervivientes aprendieron a esconderse aún mejor en las zonas más húmedas y sombrías de Ordesa, pero a finales de los años ochenta, cuando España ya era un régimen democrático, un estudio del Instituto para la Conservación de la Naturaleza cifró entre seis y catorce el número de bucardos vivos.

​ En esas fechas nació Laña. Era 1987. El gen la dotó de la habilidad para eludir humanos, menos a uno: Juan, a quien reclamaban de vez en cuando por walkie talkie. ​ —¿Has visto alguno, Juan? ​ —Nada.

​ Laña lo divisaba desde las cuevas, oculta en ángulos que no alcanzaban las miras teles­cópicas que Juan apuntaba hacia los tramos de hierba fresca, los claros del bosque o los pastizales recién creados por los guardaparques para facilitar la vida bucarda. Juan pasó más de mil horas buscándolas. Porque las buscaba, las cabras lo sabían. Unos vecinos lo llamaron “la roca que esperaba”.

​ Lo que Laña ignoraba es que el 3 de junio de 1994, tres meses después de empezar el rastreo sistemático con la idea de establecer un censo exacto de bucardos, Juan Seijas barrió la Faja de Pelay con la mira y detectó movimiento cerca del afloramiento rocoso de Mallata de Abe. Detuvo la lente en unos pinos y… ahí estaba. Una hembra. Mediana. Enseguida aparecieron Laña y Mayor. Juan las siguió cinco horas, anotándolo todo. Allí comían y dormían. Nunca más observaría a las tres juntas, pero ya sabía dónde encontrarlas.

​ Laña detectó pronto la presencia habitual del rastreador. Cada vez que lo veía silbaba a sus compañeras y a los sarrios para que evitaran al intruso o se escondieran. Así fue como la cabra pasó a vigilar a Juan. Un día lo vio enfocar a Mayor y desplazar la mira hasta que la bucarda defecó. Entonces, el hombre plegó el aparato, lo encajó en la mochila y empezó a correr. Se orientaba con precisión, saltando entre abismos, barrancos y densos bosques por donde casi cualquier otra persona se habría despeñado. Cruzó al otro lado del valle, emergió en el lugar de la deyección, recogió el excremento y se lo llevó. Esa forma de moverse no era propia de los humanos. Tan ágil y rápido, casi parecía un bucardo; como si, a fuerza de estudiarlas, hubiera entrado en la dimensión física de las cabras hasta adoptar su agilidad, sus percepciones.

José Miguel Pintor Ortego, Celia, la última bucarda en el Centro de visitantes del Parque Nacional de Ordesa, 2007. Wikimedia Commons, CC 4.0.

​ Juan se esfumó una temporada. Reapareció junto a dos helicópteros que descargaron dos cajas enormes en puntos elevados de Ordesa. Luego, el rastreador acompañó a grupos de porteadores que montaron otras dos cajas en lugares inaccesibles para los helicópteros.

​ —Espero que las trampas funcionen —dijo alguien— porque si de verdad sólo quedan tres y todas son hembras, como no consigamos muestras, de ellas no vamos a guardar ni el recuerdo.

​ Una noche, Laña, Mediana y Mayor aprovecharon la nevada para asomarse a la caja de Cierracielos. El olor a sal y alfalfa era tentador, pero el gen Buc las retuvo hasta el momento propicio. Mayor entró en una especie de gran celda rectangular con barrotes y una piedra de sal al fondo. Se inclinó para lamer la sal, al raspar la superficie la piedra osciló y unos barrotes cayeron, cerrando el portón de entrada. Afuera, Laña y Mediana retrocedieron de un salto. Miraron un instante a Mayor y corrieron monte arriba.

​ El gen Buc desconoce que el mismo año en que Mayor cayó en la trampa, 1996, se divulgó la primera clonación de la historia, protagonizada por la oveja Dolly. Siguiendo aquel impulso clonador, científicos españoles rebañaron células y tejido genético del animal capturado, que empezó a acumular ácido láctico en la sangre a consecuencia del estrés provocado por el cautiverio. Se la intentó cruzar con dos machos de cabra montesa. La bucarda quedó preñada pero el embarazo no prosperó; y poco después, murió.

​ En el intervalo, Laña se topó varias veces con un nuevo macho de cabra montés en Ordesa. A saber de dónde había salido, pero su compañía y el coqueteo de una especie tan cercana resultaba estimulante. Las bucardas convivieron con él, hasta que Laña identificó a dos hombres observándolas, y el gen le susurró que aquel macho no había llegado por casualidad, que era un infiltrado de los humanos para delatar su posición. Al cabo de unos meses, Mediana se volatilizó.

​ —No hay forma de localizarla— repetían por los walkies. Los investigadores la dieron por muerta.

​ Sólo quedaba Laña. Las técnicas de electroeyaculación y congelación de semen aún no estaban lo bastante avanzadas como para practicar inseminaciones. Quedaba claro que si la bucarda tenía alguna posibilidad de perpetuar su genética sobre la Tierra sería emulando a Dolly.

​ Laña buscó aún más las zonas húmedas del Parque. A veces seguía a sarrios o al cabrón, aunque a menudo prefería la soledad, siempre atenta a cualquier arbusto agitado, a reflejos en los taludes. Se enfilaba hacia cornisas abisales ante la más mínima anomalía. No bastó. Los bípedos la habían pillado y ahora le estaban hurgando una oreja mientras le insertaban algo bajo la piel repitiendo el nombre de Celia, como si esa Celia tuviera algo que ver con ella. Para su sorpresa, no tardaron en llevarla de nuevo al monte, y la soltaron. A saber por qué actuaba así aquella gente.

La oveja Dolly, 2012. Museo Nacional de Escocia, CC 4.0.

​ La noche del 5 de enero del año 2000 nevaba profusamente en la Faja de Pelay, por lo que Laña se resguardó bajo un abeto. La sobresaltó un rumor. Un bloque de nieve se había desprendido montaña arriba causando una pequeña avalancha. El abeto amortiguó el alud, pero una enorme rama crujió, desplomándose sobre la cabeza de la bucarda, le partió un cuerno y la mató. Tenía trece años, pesaba 53 kilos.

​ La mañana del día 6, Juan Seijas observó que el radiotransmisor de Laña no se movía. —Oí la señal de la mortalidad —diría.

​ Un grupo de forestales encontró el cadáver. Todos se conmovieron; les invadió la certidumbre de asistir a un final absoluto. No sólo era el fin de un animal, sino también de todos los especímenes idénticos que habían existido durante miles o millones de años. Y se trataba de la primera extinción ocurrida en el tercer milenio.

​ La noticia recorrió el planeta creando una publicidad fúnebre para Ordesa y, en general, para España. Sin embargo, algunos científicos identificaron la oportunidad, acrecentada por la simbólica fecha, de descongelar las células de la bucarda para intentar lo que nadie había logrado en la historia de la humanidad: una desextinción.

​ El comité científico consultado desaconsejó el proyecto debido a que la bucarda ya era vieja cuando se extrajo la muestra y presentaba, al momento de su deceso, varias patologías y problemas de infertilidad, además de que el material genético disponible pertenecía a un solo animal y, sin variabilidad de genes, las posibilidades de que una hipotética población fundadora prosperara eran nulas. El experimento sólo serviría para demostrar que se podía resucitar a una muerta, sin más futuro que la vanagloria de los ejecutores y lo que viviera la resucitada. “La clonación tiene otro efecto pernicioso”, dijo el especialista en ungulados de alta montaña Ricardo García, “y es el de fomentar la ilusión de que mediante la técnica podemos enmendar lo que hemos destruido en la naturaleza”. José Folch no opinaba igual. Este doctor en veterinaria dijo: “Es un error profetizar el resultado sin haberlo investigado”, y afirmó que en el Centro de Investigación y Tecnología Agroalimentaria de Aragón estaban preparados para afrontar la clonación. “Es nuestro deber intentarlo.”

Santiago Perdigó i Díaz Caneja, Vall d’Ordesa. El ‘bucardo’, ca. 1917. Memòria Digitalde Catalunya, CC 3.0.

​ Folch diseñó el protocolo de clonación junto al joven y brillante veterinario Alberto Fernández-Arias. Después de tres años y medio de negociaciones y preparativos, una tórrida mañana de verano que recalentaba la sala de operaciones ya escalfadísima por los nervios y la expectación, Folch y su equipo comenzaron la cesárea programada de la cabra embarazada con el material genético de Laña, a la que los científicos llamaban Celia. Alberto había determinado su cambio de nombre cuando, años antes, tras capturar a la bucarda, un periodista del Heraldo de Aragón le preguntó qué nombre le habían puesto al animal. Lo normal era identificar a las capturas con números, pero Alberto respondió “como en broma, que se llamaba Celia, que es el nombre de mi mujer. Al día siguiente, el titular decía: ‘Operación Celia’. Y así se quedó”.

​ Los contrarios a la clonación añadieron el caprichoso cambio de nombre a la lista de agravios que los científicos coleccionaban contra el espíritu de Laña. Los habitantes de Ordesa la habían nombrado así en homenaje a los prados de bosque subalpino denominados lañas, pero “esa gente no respeta nada, ni siquiera un parto natural”, dijeron algunos al saber que los científicos habían forzado el alumbramiento de la bucarda, temiendo que si nacía a media noche pillara al equipo desperdigado. Los clonadores no querían dejar nada al azar: el mundo observaba.

​ El gen Buc recuerda que Laña revivió en forma de Laña 2 a las diez de la mañana del 30 de julio de 2003. Cuando apareció el clon de 2.6 kilos y se comprobó que respiraba, se oyeron gritos de alegría. Laña 2 tenía las pezuñas blandas, algo común entre las crías prematuras. A los dos minutos, su respiración empezó a entrecortarse. Los veterinarios se ciñeron al protocolo de reanimación, conscientes de que la misma alteración del lóbulo pulmonar mal irrigado se había detectado en otras clonaciones fallidas. Ocho minutos después de su nacimiento, Laña 2 murió.

​ La filmaron, la pesaron, la midieron. Hubo lágrimas y la simultánea sensación de triunfo y derrota. “Revivir por primera vez a un animal de una especie extinta fue un éxito profesional”, manifestó Folch, confiando aún en las diez muestras conservadas a 196 grados bajo cero que aguardaban una nueva oportunidad.

Joseph Wolf, Capra pyrenaica, placa 22 del libro de Richard Lydekker, Wild oxen, sheep & goats of all lands, living and extinct, Londres, Impresor Rowland Ward, 1898, p. 252. Wikimedia Commons, dominio público.

​ “El ser humano tiene ya en sus manos el poder de la resurrección”, sentenció un periódico, resumiendo una idea popularizada por la palabra que resultaba más exacta: desextinción. Ese mismo año se implantaron trescientos cincuenta embriones en sesenta cabras con la idea de crear una cabaña replicante autóctona. El equipo de Folch apareció en publicaciones de todo el mundo. Les entrevistaban desde China, Australia o Sudáfrica. En 2012, Alberto fue invitado por National Geographic a dar una charla sobre desextinción a puerta cerrada en Washington.

​ Tras el nacimiento y la muerte de Laña 2, la fiebre de la desextinción se propagó. En 2010, España intentó clonar a un toro de lidia. En 2014, Folch volvió a probar con el bucardo pero “las instituciones no pudieron asumir el nuevo proyecto por motivos económicos”. Y es que, ¿tenía sentido intentarlo?

​ Claro que se podía seguir clonando bucardos, focas, linces, y no costaba imaginar un futuro próximo en el que se engendraran replicantes de manera casi industrial o que pronto se inaugurara un Parque Resurrección. Pero cabía preguntarse para qué.

​ Cuando algo vivo se esfuma es porque su biología ya no soporta un espacio. En este caso, la Tierra. Lo natural sería despedirse de esa vida dignamente, comprendiendo, como dice Richard Pogue Harrison en The Dominion of the Dead (2003), que “ser humano significa por encima de todo enterrar”. Cumplir con nuestra naturaleza y dejar ir al que muere. Al menos dejarlo ir, ya que algo, alguien, no pudo o no quiso mantenerlo con vida. Tratar de revertir esa inercia nos sitúa en un punto peligroso, pues supone considerarnos por encima de los flujos del espacio y el tiempo. “No tendremos futuro si seguimos jugando a [ser] dioses”, diagnosticó Edward O. Wilson. De los dioses se ha dicho que jugaban con la vida humana; haríamos algo parecido con otras especies si comenzáramos a jugar a las resurrecciones. Pensar que se puede controlar la vida implica menospreciar a la muerte y, como todo el mundo sabe, los menosprecios se pagan. No hay duda de que todo lo creado perece, al menos el 98 % de los organismos que una vez existieron ya no palpitan, de modo que vale la pena aceptar que un día morirás. Incluso clonándote. Tú no volverás a ser tú. Jamás. Como Laña.

Una pregunta surge al final de esta historia: ¿por qué la oveja Dolly es un símbolo internacional del poder humano para devolver a los muertos a la vida y la bucarda Laña, hito de la desextinción, es ignorada por la mayoría, incluso en el país que la revivió? Se intuyen enormes diferencias entre cómo publicitan sus logros distintas culturas, pero esto da para otro artículo.

Imagen de portada: Joseph Wolf, Capra pyrenaica, placa 22 del libro de Richard Lydekker, Wild oxen, sheep & goats of all lands, living and extinct, Londres, Impresor Rowland Ward, 1898, p. 252. Wikimedia Commons, dominio público.