crítica Animales MAY.2020

The Nickel Boys, Colson Whitehead

Otros mundos negros

Olmo Balam Juárez

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Al final de To Pimp a Butterfly (2015), Kendrick Lamar conjura, gracias a la hechicería de la producción, a su héroe Tupac Shakur y le hace una entrevista, virtual, pero posible desde el más allá:

KL- A veces puedo pararme frente a un micrófono y no sé qué clase de energía voy a expulsar o de dónde viene. Eso me perturba a veces. 2Pac- Porque son los espíritus. Nosotros no estamos hablando en realidad. Sólo dejamos que nuestros hermanos muertos nos cuenten historias.

Un mismo clamor, el de las vidas recobradas, conduce a Colson Whitehead a restituir un poco de ese silencio en su más reciente novela, The Nickel Boys (Doubleday, 2019). Como lo hizo en El ferrocarril subterráneo (2016), Whitehead utiliza la ucronía, una historia alternativa, como instrumento para exhumar las voces que el supremacismo blanco y el racismo trataron de enterrar —muchas veces literalmente—. The Nickel Boys comienza en un vecindario de Tallahassee, capital de Florida, durante los años sesenta en pleno apartheid estadounidense, el de las leyes de Jim Crow. Elwood Curtis vive con su abuela Harriet —quien ha perdido a sus hijos por culpa de la violencia racial—, trabaja en una tienda local y es aficionado a memorizar vocablos de la enciclopedia. Su posesión más preciada es un vinil con las proclamas de Martin Luther King en Zion Hill, cuyo sacerdocio lidera la lucha por los derechos civiles. Elwood escucha una y otra vez los discursos del reverendo que lo llenan de optimismo y determinación para destacar en sus estudios y, quizá un día, ir a la universidad. Hasta aquí parece una historia más sobre la búsqueda de la felicidad, apenas atravesada por la segregación racial. Pero un día, con la bicicleta descompuesta, Elwood pide un aventón y viaja junto a un conductor que resulta ser un ladrón de autos. En el camino la policía los detiene y, tras un proceso injusto, Elwood es condenado a pasar sus días en Nickel, una prisión juvenil disfrazada de escuela. La Academia Nickel se erige tan opresiva como una plantación sureña: los “estudiantes” no son dueños de sus vidas, se les escamotean los tiempos de sentencia y son explotados laboralmente por la administración fabricando ladrillos y dedicándose a la agricultura. La segregación del exterior continúa al interior del reformatorio, como un Estado dentro del Estado. La comida y las provisiones de los niños negros se desvían a restaurantes y locales blancos del rumbo. Fundada por un simpatizante del Ku Klux Klan, la Academia está bajo el poder de alguaciles y capataces que han heredado de sus padres y abuelos la pericia de los amos sobre los esclavos. En el colmo de las semejanzas entre la sociedad y la prisión, el edificio administrativo del campus es conocido, por el color de su fachada, como “la Casa Blanca”, lugar en donde se consuman las torturas físicas así como —se rumorea— las desapariciones de niños. Whitehead construye este país en miniatura como a un personaje más, con sus rituales, espacios y jerarquías. En este lugar Elwood conoce a Turner, escéptico y pragmático, al margen de la violencia en Nickel gracias a una combinación de astucia, silencio y de saber jugar con las reglas tácitas. Turner está convencido de que “no hay nada aquí que transforme a la gente. Aquí adentro y allá afuera son iguales, pero aquí nadie tiene por qué fingir”. Esto contrasta con el optimismo de Elwood, confiado en que sus méritos y su buen comportamiento le permitirán sortear su condena en unos meses. Este conflicto ideológico entre los dos amigos irá trenzando sus relatos personales y puntos de vista gracias a la habilidad de Whitehead para incorporar una polifonía de voces y tiempos narrativos en una estructura coherente. Hay saltos entre épocas y numerosas historias que los personajes se cuentan entre sí, como la del estudiante mexicano que “rebota” de un lado al otro del reformatorio, pues las autoridades no han decidido si el niño es negro o blanco; la humillación que sufren los estudiantes de color cuando reciben sus libros de texto rayoneados con insultos racistas, o —uno de los episodios centrales— el encuentro de box entre el campeón negro y el blanco que se resuelve como un cuento dentro de la novela y reafirma cuán poco valen las proezas de los miembros sobresalientes de una raza oprimida, como los atletas, bajo la penumbra del racismo. The Nickel Boys no es una narración que explote el sentimiento de otredad de la cultura afroamericana. Al revertir un género, la novela de aprendizaje estadounidense protagonizada por niños blancos, en esta narración no hay nostalgia por los veranos ni los descubrimientos iniciáticos de la juventud, aunque entre esa amargura brote una amistad capaz de sobreponerse a la realidad e imaginar otro porvenir. Elwood se esforzará por ser alguien, por no ser invisible; Turner, en cambio, encontrará en la invisibilidad su propio refugio. ¿Quién de los dos tiene la razón en su lucha personal, pero legítima en ambos casos, contra un mismo enemigo? La academia Nickel está basada en el caso real de la escuela para varones Arthur G. Dozier, un reformatorio de Florida que cerró sus puertas en 2011, después de más de cien años en funciones, tras el escándalo sobre las fosas comunes halladas en sus áreas verdes. Colson Whitehead declaró1 que las primeras ideas para The Nickel Boys surgieron durante la cobertura periodística de ese exterminio silencioso y su composición comenzó en el año aciago en que Donald Trump ganó la presidencia y con ello reforzó el fascismo estadounidense. En esas circunstancias era imposible para Whitehead imaginar un libro que no fuera cruel. Pero el problema de verdad es que el pasado nunca lo es del todo. Colson Whitehead ha trabajado con esa convicción a lo largo de libros como La intuicionista (1999), una parábola sobre la desigualdad racial, o la novela de zombies Zona Uno (2011) y, en especial, en El ferrocarril subterráneo, obra sobre una esclava del siglo XIX que en plena era de Obama puso en la mira la intermitencia de la indignación por la violencia racial y la necesidad de recontar la historia de Estados Unidos desde otros mundos negros posibles. Whitehead consigue conectar a los muertos con los vivos en The Nickel Boys, pero no a través de un misticismo de ultratumba o del heroísmo de los redimidos. Su estética realista se apoya en lo terrenal, de ahí que ni la violencia ni el dolor estén representados de forma patética, pues dentro de una dimensión literaria atraviesan el tamiz de la ficción para hablar desde el pasado sobre un presente en el que siguen siendo relevantes las protestas de Martin Luther King contra la segregación, que encontraron eco en el movimiento Black Lives Matter; por el lado contrario, el odio tiene a sus herederos en los cuerpos policiacos, los foros de internet de ultraderecha o en los reaccionarios que empuñan banderitas confederadas. En otro libro sobre historias restituidas, The Warmth of Other Suns (2010) de Isabel Wilkerson, se reconstruye la gran migración hacia el norte de esos extranjeros en su propio país que eran los negros en el sur estadounidense después de la segunda Guerra Mundial. Su autora plantea el racismo como

la mano [invisible que] había determinado que la gente blanca estuviera a cargo y la de color subordinada y tuviera que obedecer, como un niño de esa época tenía que hacerle caso a sus padres, con la diferencia de que no había amor de por medio.

En este siglo esa mano invisible continúa ahí, con otros gestos pero ejerciendo su mandato. El arte negro ha resistido durante todos estos años y, aunque siga librando una batalla por visibilizarse en un medio de hegemonía blanca y occidental, su estética sí se ha consolidado. El artista Arthur Jafa ha expresado esta colisión en su pieza “Love is the Message, The Message is Death” (que formó parte de la exposición Elements of Vogue del Museo Universitario del Chopo), en la que se mostraba a un mismo tiempo esa violencia descarnada del racismo frente al esplendor del jazz, el gospel, el blues y el hip hop. Entre un espectro y otro de esa realidad, hay muchos niños como Elwood y Turner cuyas voces esperan a ser escuchadas de nuevo. Una resurrección tal requerirá de oídos como los de Colson Whitehead, capaces de recibir las historias que cuentan esos hermanos muertos.

Doubleday, Nueva York, 2019

Imagen de portada: Fotograma de Arthur Jafa, Love is the Message, the Message is Death, 2016

  1. Deborah Treisman, “Colson Whitehead on Human Cruelty”, The New Yorker, 25 de marzo de 2019.