El violinista en la azotea: una nota sobre alturas residuales
Leer pdfLa historia de la modernidad es la caída del ángulo, su transformación en recta: el paso del tejado a la azotea.
Los tejados, inclinados por definición, eran útiles durante la Antigüedad y el Medioevo occidentales, en regiones y épocas de lluvia, porque evitaban que el agua se acumulara y se convirtiera en un problema. Al inicio se hacían de paja, que, sin embargo, tiene la mala costumbre de ser presa fácil para el fuego; por eso, con el tiempo se incorporaron materiales más resistentes, como la madera —si había dinero— o las tejas de barro que delatan la herencia etimológica de la palabra. En El violinista en el tejado, el musical de 1964, el personaje que da nombre a la obra no interviene en la acción (las peripecias del lechero Tevye y sus hijas), pero aparece física, musical y simbólicamente a lo largo del montaje como la metáfora perfecta del pueblito judío donde ocurre la historia, una comunidad que se balancea para no caer mientras trata de arrancarle algo de sentido y belleza a un mundo que cambia más rápido que sus valores. Esa tensión, ese estar en vilo y en riesgo y esa metáfora funcionan sólo porque la cara exterior del techo está inclinada. En algún momento, sin embargo, proliferó la horizontalidad. Todo indica que, aunque en la España medieval también abundaban los tejados, una mezcla de influencias, primero arábiga y luego americana, con las culturas prehispánicas, definió el paisaje que Pedro Gualdi pintó en 1842 en sus Vista suroeste y Vista noroeste de la Ciudad de México: es el reinado absoluto de la recta, el cual ahora compruebo de pie en la azotea de mi departamento.
Marc Chagall, El violinista, ca. 1912-1913. Stedelijk Museum, Amsterdam, dominio público.
Vivo en un quinto piso, lo que en este edificio significa que, entre el firmamento y yo, no hay vecinos de ruidosos pasos nocturnos —en todo caso, me temo, ése soy yo—, sino apenas una plancha de cemento. Luego de subir nada más que un tramo de escaleras, apoyo las manos sobre una de las bardas y contemplo el paisaje citadino imitando al Dr. Atl, el gran pintor de los volcanes mexicanos, del cual se conserva una fotografía en la azotea del claustro del exconvento de la Merced, donde durante algún tiempo compartió una covacha con su pareja, la artista Nahui Olin. En la foto, el pintor está sentado sobre la barda con los pies hacia el vacío; yo no confío tanto en mi competencia motriz, y aunque quiero que este texto salga bien tampoco estoy seguro de que valga el riesgo, pero sí dejo que el viento me pegue en la cara como imagino que hacía con él, y recuerdo lo que alguna vez respondió en una entrevista: “todo lo que está de la azotea para arriba es mío”.1 No me lo creo; es la clase de cosa que uno dice en una entrevista pero que si se repite en la soledad da un poco de vergüenza. También, claro, es más fácil decirlo si uno se dedica a pintar montañas para la posteridad. Lo que yo veo, al margen de las planicies, o sobre ellas, son antenas, ropa colgada, foquitos gentrificadores y, más allá, los edificios de Reforma. Trato de pensar en la proporción de tejados y azoteas en otros estados de la República. Salvo que me traicionen mi falta de país o mis prejuicios centralistas, sospecho que habré visto más tejados en algunos pueblos mágicos y que su presencia se difumina en lógica inversa a la urbanización. Resulta curioso que por lo general se asocien las ciudades con lo vertical —los edificios, los monumentos, los rascacielos—, cuando su verdadera esencia está en la horizontalidad: azoteas firmes de desagües discretos, sobre las cuales el violinista ya no es un artesano del equilibrismo, sino un señor ocioso cuyo violín, a ciertas horas, probablemente provoque reacciones encontradas en el chat de los condóminos.
Fotografía de Filemón Alonso-Miranda, vista desde la azotea de Atea (Arte, Taller, Estudio, Arquitectura), La Merced, Ciudad de México, 2024, © del autor.
Una vez que el ángulo se convirtió en recta y el riesgo dio paso a la comodidad, el espacio se volvió habitable. Como señala Enrique Tovar Esquivel en un texto para Relatos e historias en México,2 no fue sino hasta 1884 que el Diccionario de la lengua castellana cambió su definición de azotea, de “sitio alto en lo último de las casas” por “sitio descubierto en la parte superior de una casa, y por el cual se puede andar”. De ello dieron cuenta el Dr. Atl y Nahui Olin, pero la ocupación (¿okupación?) que hicieron estos dos de la azotea tenía algo de insubordinado, porque las azoteas, aunque fueran “para andar”, no son para vivir, y la forma de habitarlas no es la misma que la de las habitaciones de la casa, sino una estrictamente temporal, como si al subir a la azotea se activara un temporizador que obliga a hacer las cosas rápido, antes de que a uno le dé demasiado cielo. Vivir en la azotea es una suerte de último recurso (el Dr. Atl y Nahui Olin, por ejemplo, llegaron a vivir ahí huyendo del gobierno de Álvaro Obregón).3 En cambio, las actividades reservadas a este sector de la casa son las de un espacio residual y no las de una estancia propiamente dicha: 1) tender la ropa (ya sea que se la deje más o menos libre al viento, sostenida apenas por la confianza en unos ganchos, o se la mantenga cautiva en esas jaulas que convierten el tendedero en un aviario de telas multicolores): la azotea como extensión funcional de la casa; 2) guardar cachivaches: la azotea como bodega; o 3) crecer plantas que se beneficien de la lluvia: la azotea como huerto improvisado. A veces es todas esas cosas al mismo tiempo. Recuerdo, por ejemplo, que en casa de mis abuelos había efectivamente ropa tendida, plantas y cacharros. Aquella azotea estaba estructuralmente conectada a la de mis tíos, que vivían al lado, y las delimitaba sólo un tímido muro bajo de ladrillo pelón. Una vez, cuando era niño, traté de ayudar a mi papá a mover una bicicleta vieja de un lado al otro. Lo más probable es que no necesitara ayuda, menos de un chamaco escuálido, pero igual me dejó hacer. Alguien más, algún tío quizá, nos pasaría la bicicleta desde su lado, y nosotros la recibiríamos. Como era muy bajito, para alcanzar me subí a un montículo de botellas de vidrio vacías y ladrillos sueltos pegados al muro. Éste estaba coronado por las tradicionales macetas de media lata de cerveza, en las que vivía una comunidad de cactus, de ésos cuyas espinas son tan finas que parecen pelitos blancos, lo cual resultó muy inconveniente cuando un ladrillo cedió bajo mi escaso peso, las botellas rodaron y yo, obedeciendo a un dudoso instinto de supervivencia, me aferré a lo primero que encontré: uno de esos cactus. Igual me caí y además terminé con la mano tapizada de espinitas; algunas de ellas, estoy seguro, siguen viviendo encarnadas en las profundidades de mi mano, a pesar de los esfuerzos quirúrgicos de mi papá y su cortauñas.
Pedro Gualdi, Vista suroeste de la Ciudad de México, 1842. Museo Franz Mayer, dominio público.
En toda regla, los primeros habitantes de la azotea no fueron los humanos, sino los animales: canarios despreocupados, palomas mensajeras y perros miserables. Quizá por eso, vivir en la azotea conserva, en la mente de las personas, algo de anómalo, de infrahumano o de secreto. En 1964, el escritor cubano Julio Ramón Ribeyro tituló un cuento suyo “Por las azoteas”, donde se narra la historia del rey de las azoteas, un niño que, durante las vacaciones del verano, se apropia de esos espacios apenas visitados por los adultos y que están llenos de cosas “a medio camino entre el uso póstumo y el olvido. Entre todos estos trastos”, dice el protagonista, “yo erraba omnipotente, ejerciendo la potestad que me fue negada en los bajos”. Su monarquía total se ve amenazada cuando conoce, en una azotea vecina, al rey de los gatos, un hombre afable y misterioso cuya historia sólo podemos intuir (y que, en mi lectura, recuerda un poco al Dr. Atl). La amistad que entablan los personajes tiene sentido sólo en las alturas y descansa sobre nuestra ignorancia el lugar que cada uno ocupa en el mundo de allá abajo, en la tierra de los humanos. La azotea se convierte así en una realidad alterna y permisiva, de forma similar al Japón en que se encuentran los personajes de Scarlett Johansson y Bill Murray en Lost in Translation, de Sofía Coppola. En su función de realidad paralela, entonces, es que la azotea le abrió sus puertas (¿aunque son suyas realmente? ¿Puede tener puertas lo que no tiene paredes? ¿Eres tú, Ricardo Arjona?) a los habitantes humanos: a los fugitivos y desertores, sí, pero también a la servidumbre, a la que se le construyeron “cuartos de servicio” para no mancillar la autopercepción de la casa principal con una presencia que había de ser completa, mas no demasiado visible (como puede verse en Roma, de Alfonso Cuarón), así como a los adolescentes que de pronto se descubrían demasiado interesantes para habitar una estancia convencional y optaban por mudarse al reino de la azotea, aprovechando que el privilegio de la beca parental les permitía ser pobres con comodidad.
Fotografía de Filemón Alonso-Miranda, vista desde la azotea de Atea (Arte, Taller, Estudio, Arquitectura), La Merced, Ciudad de México, 2024, © del autor.
En su secrecía, la azotea es también, por último, un punto débil. Al ser y no ser parte de la casa, se vuelve como la carne expuesta entre las piezas de una armadura. Un exvoto de 1993, firmado por José Refugio Regalado, reza de la siguiente forma: “Doy gracias a la virgen de Guadalupe, un ladrón se metió a robar al edificio, trató de meterse al departamento por la azotea y se atoró con uno de mis calzones, así lo pudimos agarrar”. La pintura muestra al frustrado ladrón, de pantalones de mezclilla y camiseta blanca sin mangas, atorado en el tendedero con unos calzones como cubrebocas. Hasta ahora no he logrado verificar ni la autoría ni la autenticidad de la obra más allá de la página de Facebook que la hizo pública (“Exvotos, retablos y milagritos”), pero en cualquier caso da cuenta de cómo la azotea es, en el imaginario colectivo, también una entrada subrepticia para los prófugos de las entradas principales.
Los violinistas en la azotea nos acomodamos aunque nunca a nuestras anchas, permanecemos allá arriba aunque nunca por demasiado tiempo, y apenas se queda uno más de lo debido, o apenas sube más de una persona, sentimos la necesidad de cambiarle el nombre al espacio. En términos folclóricos, al menos, la diferencia entre la azotea y la terraza no siempre es clara; hay elementos coincidentes: una pared por algún lado, un barandal y una vista hacia el paisaje un tanto más deliberada —cualquier coqueteo con el balcón o el jardín…—. En el árabe del Medioevo temprano, terraza se decía sáṭḥ, que en andalusí se convirtió en el diminutivo assuṭáyḥa, que a su vez dio paso en español a azotea, que no ha dado paso a nada más todavía, pero que a veces se sustituye, no sin ironía, por terraza (del latín terraceus, “de tierra”), cuando se la dispone ya no para lo emergente, sino para el ocio. El purgatorio de cachivaches abre paso a los sillones impermeables y a las periqueras; los tendederos caen para dar lugar a las series de bombillas de luz cálida y diseño vintage; el silencio de los maullidos lo llena el beat del reguetón que retumba en el espejo del baño de un departamento a cuatro edificios de distancia.
Fotografía de Filemón Alonso-Miranda, vista desde la azotea del Museo del Juguete, Ciudad de México, 2024, © del autor.
Una búsqueda de la palabra terraza en Google arroja titulares como “Las diez terrazas más increíbles de la Ciudad de México”, “Ocho terrazas a las que puedes ir por drinks en Monterrey”, etc., dependiendo de dónde se haga la búsqueda. Luego, al dar clic en las imágenes, uno se encuentra… con azoteas: azoteas emperifolladas, como niñas maquilladas para un concurso de belleza. La etiqueta obliga a abandonar la palabra y optar por otra más lustrosa: los más temerosos de contagiarse de mundanidad, por ejemplo, acuden al espacio seguro y platinado del anglicismo, y anuncian sus rooftops —o roof gardens, si se animan a ponerle unas macetas en las esquinas—, los cuales, sin duda, rentan más caros que una vulgar terraza. Sobre la recta que alguna vez fue ángulo se libran las batallas semánticas para nombrar un espacio que en esencia es el mismo. La azotea, pues, adquiere, en contraposición al pretendido estatus de las terrazas, un matiz de precarización. No son terrazas, sino azoteas las que muestran esas tomas aéreas de las ciudades pauperizadas que tanto les gustan a los cineastas. La frase “Acapulco en la azotea”, que vio tiempos mejores pero que aún se escucha de vez en cuando, ironiza sobre la idea de un ingenuo sucedáneo de la playa: son las vacaciones para las que alcanzó —“Acapulco en la terraza”, en cambio, suena a la vista del mar desde el bar de un hotel—. Del mismo modo, mientras que un violinista en la terraza muy probablemente haya sido contratado para tocar en una cena romántica, el violinista en la azotea lo hace gratis y por razones misteriosas.
Dichas razones podrían ser, por decir cualquier cosa, por la mayor pandemia que ha habido en décadas. Como documentó Almudena Barragán para Verne en 2020, muchas de las millones de personas que nos vimos obligadas a hacer cuarentena a causa del COVID-19 encontramos en las azoteas un escape a los sesenta metros cuadrados en los que de pronto se había transformado la vida. Zonas de picnics, cines improvisados, gimnasios al aire libre o laboratorios de cultivo; los espacios residuales se convirtieron en lugares de resistencia al confinamiento, refugios en los que se podía intentar arrancarle un poquito de normalidad al momento histórico.
En similar línea de rebeldía, hay una modernización de la azotea que, entre el escarpado de terrazas asépticas, ha sobrevivido al rebautizamiento: las llamadas azoteas verdes. Quizá porque conservan algo de pragmáticas, estos espacios diseñados para darle al concreto algo de dignidad ambiental se aferraron al nombre. Por medio de la intervención de la naturaleza, el espacio se acondiciona para obtener diversos beneficios, tales como filtrar y reutilizar el agua, aislar térmicamente el edificio, y proveer una atmósfera de relajación. En México, las primeras de las que se tiene registro oficial datan de 1994 y 1999 (en la Universidad de Chapingo, en el Estado de México, y en Ciudad Universitaria, en la Ciudad de México, respectivamente),4 pero hoy en día muchos arquitectos ofrecen proyectos del estilo a particulares. Todo esto sigue siendo, por supuesto, un privilegio, pero que se las siga llamando azoteas y no terrazas verdes o roof gardens sugiere una pátina de insubordinación. Incluso, si pueden ser lugares para el ocio, persiste en ellas la intención de aprovechar lo residual, de integrarse a lo cotidiano en vez de promover la exclusividad: azoteas hechas y derechas.
Pedro Gualdi, Vista noroeste de la Ciudad de México, 1842. Museo Franz Mayer, dominio público.
Nos hemos acostumbrado a la recta, entonces, al punto de pervertirla y subvertirla, pero cabe preguntarnos si su reinado será eterno. Durante una conferencia organizada por el Colegio Nacional en 2024, Tereza Cavazos, especialista en cambio climático, aseguró que México está bien inserto en la tendencia global al aumento de temperatura, que adelantó e intensificó las olas de calor durante ese año aún más de lo proyectado en los escenarios pesimistas. Este fenómeno produce sequía y calor, sin duda, pero tiene también otras consecuencias. “Hemos tenido dos años seguidos con huracanes que se intensifican rápidamente, como Otis en Acapulco y Beryl en el Caribe, esto es un foco rojo permanente”, afirma Cavazos. Con los huracanes, vienen las lluvias anómalas, y con ellas el recuerdo de una época en que las casas terminaban en punta. El mundo, y México con él, se acerca a una versión de sí que no está hecha para la recta. Sin duda, las dos o tres cosas que sabemos sobre construcción y desagüe en contraste con el siglo XI dificultan la posibilidad de un regreso a la primacía del tejado, pero queda cuestionarse si la azotea no se convertirá un día en el símbolo de la incompatibilidad entre la vida humana y el mundo que ha creado. Se sabe que en el siglo XVII la Ciudad de México vivió una inusual inundación que duró más de un día. Como ocurrió durante el COVID, la gente subió a las azoteas, desde donde rezaron y observaron las calles anegadas. La azotea —lo había olvidado— es también una platea; es así, a veces, para quienes viven cerca de la sede de un concierto o de un partido de fútbol, pero también, de vez en cuando, es la primera fila de las desgracias. No había pensado en que a lo mejor el violinista no se baja de la azotea porque no tiene opción, porque lo que hay abajo es peor; no había pensado en la azotea sin el violinista, que es justo como termina el tejado del musical luego de la emigración obligada de los personajes (recordemos que El violinista en el tejado se insubordinó a la predilección del teatro musical por el final feliz). La azotea sería entonces el paréntesis de la recta entre el ángulo primigenio y el ángulo que no será, un pedal que toca el piso y delata un pie que vino y se fue.
Debo confesar que no era mi intención terminar este texto en una nota apocalíptica, pero después de todo las alturas producen vértigo, y de pie en la azotea de mi quinto piso, asomado al abismo urbano, no siempre es fácil distinguir el vértigo físico del espiritual. Es probable que, apenas ponga un talón en la ¿tierra firme? de mi departamento, algunas de estas ideas se disipen como la atmósfera ilusoria del cuento de Julio Ramón Ribeyro. Mientras tanto, me parece, ya sea de cara a los foquitos gentrificadores o a la emergencia climática, la azotea resiste en su callada horizontalidad.
Imagen de portada: Fotografía de Filemón Alonso-Miranda, vista desde la azotea del Museo del Juguete, Ciudad de México, 2024, © del autor.
Frida Juárez Bautista, “Entrevista con Dr. Atl, quien mejor retrató al Popocatépetl: ‘todo lo que está de la azotea para arriba es mío’”, El Universal, 27 de mayo de 2023. ↩
Enrique Tovar Esquivel, “Otear la vida.Vivencias y convivencias en las azoteas de Ciudad de México”, Relatos e historias en México, núm. 107, julio de 2017. ↩
Carlos Villasana y Ruth Gómez, “El revolucionario que quiso salvar La Merced”, El Universal, 14 de agosto de 2018. ↩
Lilian Guadalupe López Chávez y Moisés Flores Baca, “Una breve historia de las azoteas verdes: de Le Corbusier a la Universidad Autónoma de Chapingo con escala en NYC”, Recuver, naturación urbana, 28 de julio de 2019. ↩