Veinticinco años después de su aparición en Nueva York se edita la traducción al español (a cargo de Julia Osuna Aguilar) de El fin de la novela de amor (1997), de Vivian Gornick, la feminista nacida en el Bronx en 1935, notable como memorialista y crítica literaria.
El de Gornick, por razones generacionales, está lejos del feminismo radical de nuestro siglo y El fin de la novela de amor difícilmente podría ser leído, siendo estrictos, como crítica de género, si por ella entendemos aquella que empezaron a hacer, en los años setenta y ochenta, las académicas del Yale deconstructivista, con (y contra) sus maestros, los Jacques Derrida, los Paul de Man y los Harold Bloom (quien más tarde desertó del campo de los novatores).
Gornick parece creer, con Jules Michelet, en los dos sexos del espíritu y por ello su reseña sobre el amor filial es excepcionalmente provocadora y empática. Se trata de un homenaje lo mismo al D. H. Lawrence (lo encuentra gloriosamente femenino) de Hijos y amantes (1913), que a las novelas de Radclyffe Hall (The Unlit Lamp, 1924), a Virginia Woolf (Al faro, 1927), a May Sinclair (Mary Olivier: A Life, 1919) y a un cuento de la gran irlandesa Edna O’Brien (“Una rosa en el corazón de Nueva York”, 1978). Quizá, sospecha Gornick, el amor más profundo y problemático no sea entre mujeres y hombres, hombres y hombres o mujeres y mujeres (al lesbianismo blanco de Willa Cather dedica Gornick otra reseña), sino, particularmente, el que decurre entre madres e hijas. Hablando de Hall, dice Gornick:
Al igual que en Hijos y amantes, el apego entre la madre y la hija es abiertamente erótico. El rumiar alterado de Joan, las peticiones como de amante de Mary, la eterna preocupación de una por la reacción de la otra en cualquier momento o circunstancia: se trata de fijación romántica en un lenguaje que sorprende por su franqueza e inmediatez.
Franqueza e inmediatez —me aprovecho de la frase de ella— son las características más notorias del estilo crítico de Gornick, forjado en el agradable abuso de confianza que caracteriza a la prensa literaria y cultural de Manhattan y cercanías. Se involucra apasionadamente con las autoras que lee pero, una vez pasado el rapto, las abandona, inmisericorde, y las enfrenta a sus defectos de formación. Cree Gornick, como Jean-Paul Sartre, que un libro leído es un cadáver.
En El fin de la novela de amor nos enteramos de que Kate Chopin, la autora de El despertar (1899), “nunca despertó” porque no era lo suficientemente buena escritora como para seguir escribiendo, como se jactaba, sin corregir. Gornick dice cosas sobre sus colegas del pasado que —ahora— difícilmente le serían toleradas a los críticos varones. Lo hace sin estruendo, con desenfado.
La apuesta de Gornick por “el genio femenino”, para decirlo con Julia Kristeva, es casi antropológica:
Hijos y amantes se escribió como fruto de un discernimiento que el autor poseía en las terminaciones nerviosas. Lawrence sabía todo lo que un hombre de su momento histórico podía saber, y nos llevó más lejos de lo que habíamos estado nunca. Después de él, el mundo se hizo más grande.
En nuestros días hasta el más ignorante sabe que el homicidio no logra la separación. No puedes matar a tu madre porque no hay madre que matar. Es la madre interior la que está fastidiándolo todo. Esto es un hecho consabido que nuestra cultura conoce como la palma de su mano. Alguna escritora está a punto de llevar nuestro saber más lejos, y cuando lo haga, el mundo se nos hará aun más grande.
Bien está: algunas de esas Evas futuras —escritoras que ensanchan nuestro mundo— ya andan entre nosotros.
Uno de los defectos de Gornick es el freudismo. Marca de época, sin duda, que afea “Hannah Arendt y Martin Heidegger”, la menos interesante de las reseñas de El fin de la novela de amor. La explicación de por qué la filósofa judía reanudó sus relaciones con su antiguo amante y mentor, nazi impenitente antes y después del Holocausto, es psicoanalítica.1 A Arendt le faltó papá, dice Gornick citando a la doctora Elzbieta Ettinger. La autora de Los orígenes del totalitarismo (1951) lo perdió a los 7 años y su padrastro no le gustó, motivo por el cual quiso trascender junto a un gran hombre, explicando “las simpatías nazis” de Heidegger como “algo inofensivo”. Arendt, como los amigos comunistas de Gornick, “no podía dejar atrás la única trascendencia que habría de conocer en su vida”. No. Para Arendt, una de las mentes más perfectas del siglo XX, Heidegger no solo no era su “única trascendencia”, porque era mayor, me temo, el sentido de pertenencia de ella a la filosofía alemana encarnada por Heidegger que a una vida judía que le era más bien ajena. Tanto “la banalidad del mal” atribuida a Eichmann, como la ligereza con la que, en Eichmann en Jerusalén (1963), Arendt juzgó a los judíos obligados por los nazis a colaborar en el exterminio, se deben a que la catástrofe nacional-socialista solo podía ser comprensible para ella si era banal. Heidegger, a diferencia de Hitler, era complejo, concluyó Arendt, y ello se le escapa a una apresurada Gornick.
De aquí se desprende otro de los defectos de El fin de la novela de amor. Ha sido leído como un tratado cuando es una reunión de reseñas aparecidas en The Village Voice, The Nation o The New York Times, de tal forma que pedirle a Gornick una visión universal de la literatura es, desde luego, excesivo y desatinado, así como esperar que hable de “novelas de amor” ajenas a la lengua inglesa (de hecho, la única extranjera entre sus heroínas es Arendt, neoyorkina de adopción). Pero no por ello su libro deja de ser ostentosamente provinciano y nacionalista. En el texto sobre la “sabia” Willa Cather, en una sola página repite, a manera de elogio, que “la madurez absoluta” de la autora es “inequívocamente estadounidense”, su espíritu, además, es “inconfundiblemente estadounidense” y el “ánimo menos sentimental” de la autora de El canto de la alondra (1915) se le antoja, por si faltara, “estadounidense hasta la médula” porque “la familiaridad es un correctivo”, según afirma, después, al referirse a Grace Paley.
Los gringos también tienen derecho a ser nacionalistas, véase si no El canon occidental (1994), de Harold Bloom, pero el nacionalismo torna sospechosas las profecías, y aquella con la que concluye El fin de la novela de amor, un ensayo titulado precisamente “El fin de la novela de amor”, lo es. Sostenía Gornick, a fines del siglo pasado, que el Amor —con mayúsculas— con el que ella fue educada había desaparecido, como ilusión y como realidad. Primero, se extinguió, junto a la sociedad burguesa, con las novelas de Henry James, y tampoco sobrevivió a lo que llamaremos la sociedad terapéutica. “Amamos una vez y amamos mal” y “volvimos a amar y volvimos a amar mal”, escribe Gornick refiriéndose a esa sociedad en la que vivió ella, mi mamá también e igualmente muchos de nosotros, ya bien entrada la centuria en curso.
El amor romántico, postula Vivian Gornick, ya no puede estar en el centro de una novela. Si se sustituye “romántico” por amor “cortés” o por amor “dionisíaco” o por “amor–pasión”, la afirmación resulta peregrina. Poniéndome escolástico, diría yo que, en asuntos del amor, se suceden los accidentes pero no muta la sustancia.
Julia Osuna Aguilar (trad.), Sexto Piso, CDMX, 2023
Imagen de portada: ©Laurence Hope, Lovers in bed, 1952. National Gallery of Australia
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No, no me sigan diciendo que lo de Heidegger “es más complicado…”. Ya se había suicidado el Führer en su búnker, en abril de 1945, y el antiguo rector nacionalsocialista de la Universidad de Friburgo seguía pagando sus cuotas al partido nazi, del cual ostentaba credencial. Peor aún: la publicación póstuma de sus Cuadernos negros (2013-2015) no deja duda de que el antisemitismo siempre estuvo, no tan esbozado, en el corazón de su filosofía. ↩