Para Herrada, el conocimiento está en el jardín. Al caminar los senderos internos de la abadía de Hohenburg, en Alsacia, observa a las abejas alimentarse de las flores que han renacido con la primavera y mira las aguas correr por las fuentes para entender el mundo en el que vive. Dios habita el jardín, piensa. Lo reconoce en los movimientos sutiles pero esplendorosos de las plantas que crecen de la tierra. Era como en los primeros días de la Creación, poco después de que Dios formara el cielo y la tierra y antes de que fueran creados los humanos, cuando llegaron las lluvias y poco a poco comenzaron a renacer los helechos, las flores y los musgos.
Herrada sabe que no tardarán en aparecer los conejos que estuvieron escondidos durante el invierno, los zorros y quizás uno que otro jabalí despistado. Dios habita en el jardín, se repite. Fue aquí donde les explicó a Adán y Eva el orden del universo. Él se asoma por las ramas de los árboles y Herrada sabe que la observa. Porque, según el Génesis, antes de que todo existiera, al principio, Dios ya sabía de ella.
Recorre el jardín de lado a lado varias veces al día. Medita observando cómo funciona la naturaleza: el crecimiento de los árboles, el alumbramiento de brotes, los hongos que nacen en las raíces de los árboles y sobre la tierra, las aves que aterrizan y emprenden el vuelo. ¿Serán las mismas aves que estuvieron aquí en primavera?, se pregunta Herrada. Estudia a estos animales, reconoce sus tamaños, imita sus sonidos. Dibuja los nidos llenos de huevecillos y los pichones cuando comienzan a atravesar el cascarón. También ha hecho dibujos de los peces que ve en los riachuelos, fuera del convento, y de las estrellas en el cielo nocturno.
Del otro lado del jardín, debajo de las columnas del patio central, la observa la abadesa Relinda, que está a cargo de la comunidad de mujeres en Hohenburg y ha sido su maestra desde la infancia. Relinda recuerda cuando Herrada entró a la abadía: era una niña que no le llegaba aún a la cintura, pero tan alerta e inquieta. La pequeña se quedaba despierta hasta altas horas de la noche para continuar la lectura o pasaba días encerrada en las capillas sin alimento o agua para desapegarse de las necesidades materiales y poder enaltecer su espíritu, tal como prescribía san Agustín. Durante el día paseaba por el jardín y se preguntaba las cosas más extrañas: cómo se seca la tierra y crecen los frutos. El Edén quizá sería como este jardín, pero más bello y grande, más fértil también; si el jardín es armonioso, ¿será entonces el lugar donde se unen el cielo y la tierra?
Esa niña, ahora una mujer adulta, era muy amada por las otras integrantes de la comunidad. Cuidaba la huerta, se hacía cargo de los alimentos en la cocina y de las hermanas, sobre todo de las enfermas; preparaba los manjares más deliciosos de las conservas que almacenaban y las frutas que recogían del bosque. Las hermanas le pedían a veces hwit moos, un pan hecho de leche fresca, pan de trigo, mantequilla, huevo, canela y azafrán.1 Herrada hacía también pasteles de ciruelas y manzanas con avellanas y nueces, se encargaba de la siembra durante el inicio de la primavera y mantenía una huerta de hierbas (menta, salvia, ruda e hinojo) que luego vendían las monjas en el mercado mensual. Además, almacenaba las semillas en tarros de cerámica y junto a las nuevas aprendices preparaba la tierra para la siembra y cuidaba los brotes. Pero había que evitar la glotonería, pues ninguna olvidaba que fue Eva, seducida por el sabor de una fruta, el conocimiento y el placer corporal, la que causó el destierro del Paraíso. En los espacios religiosos medievales los alimentos rodean prácticas tanto de celebración como de abstinencia y privación.
Herrada, por su parte, ha mostrado ser sagaz y sabe reconciliar los espacios de devoción con los de convivencia. Estudió los textos de la Antigüedad en un esfuerzo por entender la Creación. En una clase con las aprendices dibujó una serie de diagramas para explicar geometría y el origen del mundo. “Lo que vemos en el exterior es un reflejo de nosotras mismas”, decía para explicar las virtudes cristianas y el orden del cosmos. Todas estas reflexiones las plasmaron en un manuscrito. Relinda había iniciado un proyecto editorial y educativo meses antes, en el que recopiló los textos más importantes para copiarlos y crear una antología que funcionara como lo que tiempo después sería un libro de texto.
Relinda ya está vieja y cansada. Por eso ha pensado en Herrada para que tome su lugar como abadesa y continúe el proyecto. Ella había vivido las batallas del duque Federico II de Suabia, quien tomó la ciudad hace más de veinte años. Tras la destrucción provocada por la guerra, Relinda estuvo a cargo de reconstruir la abadía, ganarse el favor del obispo y la Iglesia y reunir una comunidad de mujeres nobles aliadas al duque para enseñarles a leer y escribir, las artes liberales, la Sagrada Escritura y a entregarse a Dios para el beneficio en el cielo del nuevo gobernante.
Herrada aprendió a leer y escribir latín desde muy joven. Relinda se dio cuenta de cómo la atrapaban los libros con sus letras e ilustraciones. La joven robaba los stylus de las escribas para practicar su caligrafía y se paraba junto a la abadesa para seguir las letras mientras ella leía en voz alta. A la niña le explotó el corazón de orgullo cuando terminó su primera carta sin ningún error, bajo el dictado de su maestra.
En las tardes se reunían todas alrededor de Relinda, que les hablaba del mundo fuera de la abadía: el mundo es un disco plano; todas las ciudades, ríos, mares y montañas rodean a Jerusalén, la Tierra Santa; Dios cubre todo el cielo y es asistido por los ángeles. También hablaba sobre el diluvio divino que cayó por la corrupción de la humanidad y destruyó casi todo; y sobre el sol y la luna, representados en los manuscritos con rostro y personalidad, y del Juicio Final.
Como parte del plan de reemplazo de Relinda, algunos días Herrada guía las sesiones de estudio. En un folio del libro de texto en proceso y pintado por las escribas, Herrada explica la distribución del universo en círculos concéntricos coloreados en azul, rojo, verde y amarillo. Al centro está la Tierra.2 Las mujeres conversan sobre cómo los seres celestes, Marte, Júpiter, el Sol, la Luna y Saturno, siguen las mismas rutas alrededor de la Tierra. Los signos del zodiaco están en el círculo externo porque el sol pasa por cada signo durante un año. Herrada sabe sobre la distribución del cosmos por los libros de Beda el Venerable y Macrobio, cuyos textos forman parte de la biblioteca de la comunidad.
Lo importante es guiar a las mujeres hacia la sabiduría. Practican la contemplación y pasan las mañanas en el jardín imaginando ese otro jardín delicioso donde corren los ríos de agua dulce como la miel, donde bestias como los jabalíes son amigos de los humanos, donde los árboles hablan de sus conocimientos; un mundo en paz para la vida eterna. Herrada sueña con ese jardín maravilloso y le entusiasma compartir el conocimiento como su maestra lo hizo con ella. Se compromete a trabajar en el proyecto de libro para que otras tengan acceso a estos saberes, porque el conocimiento es comunitario, igual que el jardín.
Pero, sobre todo, Herrada imagina que el conocimiento es femenino. En una de las páginas del libro incluye un diagrama con la dama Filosofía al centro y las siete artes liberales alrededor. Gramática dice: “A través de mí todas pueden aprender las palabras, las sílabas y las letras”; Retórica: “Gracias a mí, oradora orgullosa, tu habla podrá tomar fuerza”; Dialéctica: “Yo permito que los argumentos se unan, como perros en batalla”; Música: “Yo enseño mi arte utilizando una variedad de instrumentos”; Aritmética: “Me sostengo en los números y muestro la proporción entre ellos”; Geometría: “Es con exactitud que observo la Tierra”; y Astronomía: “Yo sostengo los nombres de los cuerpos celestes y predigo el futuro”.
Herrada le da instrucciones a las escribas y pintoras. Deben aparecer Platón y Sócrates, de quienes han aprendido lógica, ética y física. Del cuerpo de la dama Filosofía deben correr riachuelos, pues Dios es la verdadera fuente de donde fluye la sabiduría, le dice a una de las pintoras. Así, la Filosofía es una fuente de agua que nutre al jardín del conocimiento.
Las estudiantes consultan más de cincuenta manuscritos para crear el libro de texto. Todas son grandes lectoras y tienen una biblioteca diversa y quizás acceso a las de otras comunidades. El proyecto es enorme, pero entre todas, poco a poco, hacen una antología que podrá ser utilizada por otras mujeres después de ellas.
Corre el año de 1185. Las mujeres están por terminar la enciclopedia. En las primeras páginas, Herrada dedica con amor el libro a sus compañeras de la comunidad y escribe:
Ella amorosamente saluda a las vírgenes de Ho-henburg, y con buenas intenciones las invita a la fe y al amor del verdadero esposo.
El conocimiento es como un jardín, escribe la actual abadesa. Como una abeja inspirada en Dios, durante décadas recopiló de las flores de la Sagrada Escritura y los escritos filosóficos, porque el amor de Dios es como dulce miel. Finalmente, el libro se titula Hortus Deliciarum (el Jardín de las delicias), porque el conocimiento está en el jardín.3
Imagen de portada: Pacino di Bonaguida, Jardín medieval o campo florido, en Convenevole de Prato, Discurso a Roberto de Anjou, Rey de Nápoles, ca. 1335-1340. British Library
Esta y otras recetas medievales mencionadas son del sitio web Medieval Cuisine (©Cassandra Baldassano, MMX-MMXXI). Disponible aquí. ↩
Herrad of Hohenbourg, Hortus deliciarum, Rosalie B. Green, Michael Evans, Christine Bischoff y Michael Curschmann (eds.), The Warburg Institute, Londres, 1979. ↩
El manuscrito se quemó en un incendio en 1870 en Estrasburgo, pero había sido copiado en distintos libros poco antes de que se perdiera el original. ↩