Desde el comienzo de 2022, la energía ha tomado un papel protagónico en telediarios de todo tipo y alcance. Ya fuera por el incremento en los precios o por el conflicto entre Rusia y Ucrania, el ámbito energético ha aparecido más de lo normal en el día a día de los ciudadanos. Sin embargo, lleva presente mucho más tiempo de lo que parece. Decía Henry Kissinger que controlando el petróleo se controlaba a las naciones. Esta cita, extensible a prácticamente todos los recursos energéticos, es un buen resumen de cómo influye la energía sobre la política internacional. Rusia lo tenía claro cuando en 2007 plantó una bandera en el fondo de un océano prácticamente congelado y dio pie a una nueva carrera por los recursos energéticos del Ártico. Buscando alternativas y poder, en 2010 Estados Unidos descubría el fracking y se convertía en una potencia energética, pasando de ser importador neto de energía a ser uno de los principales exportadores de gas natural del mundo. Otro actor que entendió pronto la importancia de la energía en política fue el Daesh o Estado Islámico, que en 2015 llegaba a territorio iraquí y causaba un shock en los mercados del petróleo. Cambiando de fuente energética, pero con el mismo afán de poder, en 2020 China demostraba su apuesta por la opción renovable y se convertía en el mayor inversor en energía solar del mundo, compitiendo con India. En 2021 Argelia decidió no renovar el contrato de explotación del gasoducto Medgaz que trasladaba gas argelino a Marruecos, país rival, para perjudicar así sus intereses. Y hoy, la invasión de Ucrania ha puesto de manifiesto la vulnerabilidad energética de Alemania ante Rusia. Todos estos acontecimientos, y otros tantos, muestran la importancia de la energía en la geopolítica global y viceversa. Pese a ello, por norma general su relevancia es algo desconocida. Esta tendencia, por otro lado, resulta razonable, pues no siempre se evidencia la relación entre acontecimientos a escala nacional o incluso a nivel cotidiano (como una subida de precios en la luz o en los bienes de consumo diario) con acontecimientos de magnitud internacional (como puede ser un conflicto entre dos países, un acuerdo comercial o una guerra). Hoy no hay sociedad que pueda subsistir sin energía; la falta de suministro energético en un país tendría consecuencias devastadoras: sectores como la industria pesada o el transporte se verían obligados a reducir su actividad, lo que acabaría perjudicando al comercio en su conjunto. Esto conllevaría a su vez una subida en los precios de los productos de primera necesidad, generando inflación en la economía. Ante la falta de energía, empresas de mayor y menor tamaño, y los propios ciudadanos, se verían obligados a racionar su consumo, lo que reduciría la actividad económica y el bienestar común. Además, a ello habría que sumarle un mayor gasto público para hacer frente a las compras de combustibles en el mercado o quizá incluso a subsidios a la energía. Esta situación, aunque afortunadamente a menor escala, tiene lugar hoy en el contexto de la recuperación económica tras la pandemia de COVID-19. Después del mayor shock sobre el mercado energético desde la Segunda Guerra Mundial, la recuperación de la actividad económica y social trajo también la recuperación de la demanda y el consumo de energía, lo que ha disparado los precios del gas y el resto de recursos energéticos, incluso al punto de generar problemas de abastecimiento y paradas de producción en las fábricas. La importancia política de la energía la resume bien el Trilema de la energía, un concepto desarrollado por el Consejo Mundial de Energía que hace referencia a la dificultad existente para todo Estado a la hora de equilibrar tres conceptos: sostenibilidad medioambiental, equidad energética y seguridad energética. Y es que precisamente estos tres elementos se ven afectados de forma directa por el panorama internacional.
La actualidad está marcada hoy, lamentablemente, por la invasión rusa sobre Ucrania y, en términos energéticos, por la dependencia europea de la energía rusa. En un contexto definido por el enfrentamiento, la Unión Europea se ha visto obligada a hacer frente a un posible corte de suministro por parte de Rusia, de la que importa aproximadamente un 40 por ciento de gas natural y un 30 por ciento de petróleo. Con unas reservas de gas bajas debido a un duro invierno y a un mercado de por sí en tensión, el bloque europeo cuenta hoy con reservas para aproximadamente dos meses. La situación ha afectado especialmente a Alemania, que es con quien Rusia siempre ha mantenido una relación especial. De los pilares que conforman el trilema energético, Alemania había decidido centrarse en la sostenibilidad. Como otros miembros de la Unión Europea, el país germano estaba volcando su esfuerzo en las energías verdes, que además de ser más respetuosas con el medio ambiente, permiten una mayor independencia energética de recursos fósiles generalmente en manos de otros países; a cambio, el gobierno alemán, como los que siguen esta tendencia a una transición verde, era consciente de que debía hacer frente a algunos retos, como la dificultad de almacenamiento de este tipo de energía, que impide a un país disponer de ella de forma ininterrumpida, o las inversiones necesarias en infraestructuras e interconexiones para que el abasto verde alcance a toda la población. Alemania contaba, pues, con su estrategia de transición energética (Energiewende). Hay que tener en cuenta que, tras el accidente nuclear de Fukushima en Japón en 2011, Alemania decidió cerrar sus centrales nucleares y a la par mantener su objetivo de acabar con el carbón como fuente de energía. Con ello en mente, los alemanes apostaron por las energías renovables y el gas natural, priorizando (al menos teóricamente) la sostenibilidad; a cambio, aumentaban su dependencia del gas ruso y empeoraba su seguridad energética. Ahora, inmersos en el conflicto ruso-ucraniano, son varias las voces en Alemania que apuntan a recuperar la nuclear o incluso el carbón con tal de reducir la dependencia y la inseguridad energética. El segundo vértice del trilema, la equidad energética, también se ha visto afectado de forma directa por la invasión rusa. Con el fin de desvincularse de Rusia, Alemania anunciaba que no continuaría con la puesta en marcha del polémico gasoducto Nord Stream II, que habría llevado gas ruso directamente a Alemania. Ante la noticia, el gas ha aumentado de precio y ha arrastrado consigo al petróleo e incluso al carbón. Pero, es más, el incremento del coste de la energía no solo afectará de por sí a los ciudadanos, sino que traerá consigo una importante inflación, a la que ya están intentando hacer frente los gobiernos europeos. La historia vuelve a demostrarlo: desde el embargo petrolero de 1973, cuando el precio del petróleo se multiplicó por tres, hasta hoy, con una electricidad que ha aumentado de precio en más de un 170 por ciento, no cabe duda de que los conflictos internacionales afectan al ámbito de la energía y este a la ciudadanía. Finalmente, en lo que se refiere al tercer y último pilar del trilema, la seguridad energética, este es el factor que probablemente se vea más afectado por la geopolítica. Este aspecto es definido por la Agencia Internacional de Energía como “la disponibilidad ininterrumpida de fuentes de energía a un precio asequible”. En los casos en los que un Estado ve peligrar su suministro energético, se habla de vulnerabilidad energética. Con base en estos conceptos se estudia hoy la Geopolítica de la energía como la ciencia que estudia los movimientos, decisiones y acciones que llevan a cabo diferentes actores con el fin de garantizarse el acceso, control y propiedad de fuentes de energía. Un ejemplo de este tipo de decisiones o acciones sería el llamado paraguas estadounidense, acuerdo firmado en 1980 por el presidente de EE. UU. Jimmy Carter con Arabia Saudí, en el que se aseguraba que los Estados Unidos usarían la fuerza militar en la región del Golfo Pérsico para defender sus intereses nacionales y específicamente “el libre movimiento del petróleo de Oriente Medio”. Volviendo al caso alemán en el contexto del enfrentamiento ruso-ucraniano, Alemania, que importa aproximadamente el 50 por ciento de su gas de Rusia, ha visto ahora cómo la defensa y el apoyo a Ucrania implican la pérdida de su seguridad energética; el país, que ha apostado tradicionalmente por el gas natural ruso, teme quedarse sin él. Y esta falta de seguridad energética ha hecho que otras opciones ganen una relevancia inesperada. Así, Francia, país que siempre apostó por la energía nuclear, ha aprovechado la situación para remarcar la independencia energética que proporciona la energía nuclear. Mientras tanto, la Comisión Europea ha comenzado a mirar hacia España, que es líder en el mercado de gas natural licuado y depende mucho menos del gas ruso gracias sobre todo a su amplia diversidad de proveedores (desde Catar hasta Argelia o Nigeria, pasando por Estados Unidos, Perú o Noruega). Dice el profesor de la Universidad de Stanford David G. Victor que “la seguridad energética es como una prueba de tinta de Rorschach en la que cada uno ve lo que quiere ver”. Sin duda, para cada sociedad y cada gobierno, la seguridad energética y las amenazas a la misma serán específicas y marcarán su política nacional e internacional; un ejemplo claro es Vladimir Putin, que ya defendía en su tesis doctoral de los años 90, que los recursos energéticos de Rusia constituían el poder defensivo del país y serían la clave para hacer de esta nación una potencia. Sea como fuere, no deja de haber una cosa clara: equilibrar sostenibilidad, equidad y seguridad no es fácil, pero toda nación debe ser consciente hoy de que no puede subsistir sin energía y de que esa necesidad siempre determinará su política nacional e internacional.
Imagen de portada: Vista aérea de un aerogenerador en el desierto, Cortrique, Bélgica, 2021. Fotografía de Karel van Haeverbeek. Unsplash