Estamos en Ítaca. En breve zarparemos. Frente a nosotros vibra el vasto océano de la neurociencia de la música. Navegarlo equivale a escuchar, sentir, percibir y saber. Todo al mismo tiempo. Lo que otros navegantes, los mejores —los neurocientíficos—, han descubierto hasta el momento, es apenas una breve isla frente al descomunal océano interminable. Las distintas formas del océano: Veinte mil leguas de viaje submarino, de Julio Verne; El mar en calma y Viaje feliz, de Johann Wolfgang von Goethe, puesto en música por Beethoven y después por Mendelssohn; La Antártida, que es la sinfonía séptima de Vaughan Williams; La tempestad, que es por igual una obra de Shakespeare que un óleo puesto en movimiento por Joseph Mallord William Turner. Todo eso tiene correspondencia en el cerebro. Ahí es donde ocurre todo. Y lo demás es ruido. La música del cerebro, vista desde la neurociencia, consta de miles de millones de notas musicales cuyas combinaciones son infinitas. 86 mil millones de neuronas. Lo más refinado sucede en la región más vieja, la más agreste, rudimentaria, básica. La zona límbica. La corteza reptiliana. La percepción de la música es un fenómeno cercano a la magia que ha mantenido ocupados durante milenios a poetas, filósofos, músicos, psicólogos y ahora a neurocientíficos. Theodor W. Adorno creó un modelo de escucha en siete categorías. El Bildungshörer, por ejemplo, es “el escucha pedante”, también conocido como “consumidor de cultura”, cuyo criterio comprende infinitos conocimientos de anécdotas relacionadas con la obra, detalles biográficos sobre el compositor y un saber enciclopédico sobre los intérpretes, de cuyos méritos puede perorar de forma interminable, según hace notar Enrique Gavilán en su libro Otra historia del tiempo. Otra categoría es la del oyente emocional. Busca en la música el impulso irracional que disuelva en él las ataduras de las normas y le proporcione una cierta embriaguez. La música de Chaikovski resulta muy propicia para esta forma que Adorno considera de “no escucha”. El modelo idóneo, hace notar Galván, es el “escucha estructural”, aquel que “piensa con los oídos”, aquel que hace de lado la emoción. Emoción. La neurociencia de la música comprende avances significativos en esta amplia zona del océano por descubrir. Para muchos científicos, las emociones son respuestas corporales que forman parte de nuestra lucha por sobrevivir. Para otros, son estados mentales que surgen cuando las respuestas corporales son percibidas por el cerebro. Otra perspectiva: las respuestas corporales son periféricas a una emoción y lo importante está ocurriendo en el cerebro. Para la neurociencia, la música es una conflagración. Miles de millones de neuronas en ebullición. En un nivel más profundo, la escucha de música, esté de por medio o no la emoción, despierta la zona más primitiva del cerebro: las regiones reptilianas del cerebelo. El vermis, la masa central del cerebelo entre los dos hemisferios, se “conmueve”, es decir, vibra imperceptiblemente. Si lo observamos durante un estudio de laboratorio, un mapping por ejemplo, el cerebro es como una galaxia que se enciende y se apaga, una nebulosa, una masa de cocuyos, un coro de luciérnagas. Cada “foquito” es una nota musical, con su equivalente en color, timbre, densidad, volumen, tono, brillo, contraste y así hasta sumar los once elementos que la neurociencia ha descubierto para definir los componentes de la música, más allá de los cuatro tradicionales: armonía, melodía, ritmo y contrapunto; esta aportación, la de rebasar los cánones, significa romper las ataduras. La actividad musical involucra todas las regiones del cerebro; eso también es un descubrimiento reciente. Todos los subsistemas neuronales están comprometidos en tal proceso. El cerebro discrimina sonidos y distribuye su procesamiento en zonas así segregadas y para ello emplea un sistema de detectores cuya función consiste en analizar los aspectos específicos de la señal musical, como el tempo, el timbre y los ya mencionados once elementos constitutivos de la música. Este proceso tiene puntos de comunicación con las operaciones necesarias para analizar otros sonidos. Por ejemplo, comprender un discurso sonoro requiere que nuestro cerebro separe ráfagas de sonidos para procesarlos y ordenarlos. El goce musical trasciende, entonces, la emoción. Sucede lo que Theodor W. Adorno definió hace muchos años como la “escucha estructural”. Se entiende, ahora sí, su frase “pensar con los oídos”. Y su exigencia de separar la emoción de la escucha es mero berrinche, pues no hay proceso musical que resulte sencillo: la mera complejidad de las conexiones neuronales que se establecen niega la menor linealidad. Para la neurociencia, la música es pues una conflagración, sí, pero también es un sistema de ordenación, análisis y distribución de actividad neuronal y ésta obedece por igual al sonido por sí mismo, a su recepción y procesamiento químico que a la emoción que despierta en el escucha.
No existe la “escucha cerebral” y la “escucha emocional”. Existe la escucha. Rebasada queda, en consecuencia, la consideración del tipo “interpretación técnicamente perfecta, pero sin emoción”, al igual que “la ejecución mediana, con tropiezos pero eso sí, con harta emoción”. Decir que la Filarmónica de Berlín es técnicamente perfecta pero carece de emoción es un error descomunal. Mismo error que decir que la Sinfónica de Parangaricutirimícuaro adolece de cuadratura pero logra conmover hasta las lágrimas su entrega. Para la neurociencia, la música es un proceso complejo. El cerebro discrimina pero al mismo tiempo involucra el todo. A la vista de ello, la dualidad que estableció René Descartes entre mente y cerebro queda también trascendida. La idea de que la mente existía antes de que naciéramos y que el cerebro no es la sede del pensamiento sino un instrumento de la mente que ayuda a ejecutar las acciones de ésta, como el movimiento de los músculos, resulta asequible en nuevas maneras de análisis. Gracias a la neurociencia, preguntas fundamentales como “¿qué es ser yo?”, cuando se escucha música, resultan nuevas aventuras de conocimiento, maneras diferentes de navegar en el océano del misterio. Científicos y filósofos concluyen que mente y cerebro son dos partes de la misma unidad. Distinguirlos resulta erróneo. La visión generalizada es que se trata de la suma total de los pensamientos, creencias y experiencias y todo eso se refleja en un paisaje de incendios: la conflagración de millones de neuronas y la intensa actividad electroquímica en el cerebro que despierta la escucha de música. Emoción y razón. En su libro La barca silenciosa, Pascal Quignard evoca en esa polarización extrema lo que los místicos griegos denominaban éxtasis, que significa “salida de sí”, “ponerse fuera de sí”. En un primer momento, dice Quignard, el trance eleva, danza, gira. En La barca silenciosa, él hace cantar a un coro. Su relato “La barca de los niños de pecho” es una historia de los puertos. En 1595, de acuerdo con la investigación que realizó Quignard en la Biblioteca Nacional de Francia, los corbeillats, las barcas de los niños de pecho, llegaban a París los martes y viernes. Los marineros desembarcaban a los bebés sujetados en sus mantas para que tomaran el pecho y sorbieran la leche de las nodrizas en los campos y en los bosques. Así fue como el corbillard, en la época en que París vivían Malherbe, Racine, Esprit, La Rochefoucauld, La Fayette, La Bruyère, Sainte-Colombe, Saint-Simon, era un barco de bebés que bogaba por el Sena, bordeando la ribera, a puro grito. Los neurocientíficos de la música son navegadores natos. Día con día zarpan con rumbo hacia el misterio. No saben qué encontrarán, ignoran si perderán el camino. Los guía esa galaxia que se prende y se apaga: el cerebro cuando escucha música. Incendios neuronales. Los navegantes saben muy bien que jamás develarán el misterio, pero con el solo hecho de intentarlo son felices. Nos invade la noción de viaje, la pasión por la aventura. De noche escucharemos el canto de las ballenas jorobadas. Y no nos preguntaremos por la emoción. Ni tiempo tendremos para eso. Porque esa música penetra directo al cerebelo. Escucharemos, desde luego, a las sirenas. Eso también lo sabemos. Igualmente, como en todo viaje, en el fondo no sabemos qué nos encontraremos, qué peripecias ocurrirán. Porque la neurociencia de la música sigue su curso. Siguen ocurriendo hallazgos en el océano del misterio. Estamos en Ítaca. En breve zarparemos.
Imagen de portada: Ernst Haeckel, Ascidiae, 1904.