Pese a que faltaban 2 200 millas para llegar a nuestro destino final, le pregunté a Jim si estaba nervioso. Desde que cerramos la puerta del garaje de nuestra casa, en la calle Worth, en San Francisco, mi esposo empezó a bufar esa peculiar angustia que ataca cuando se tiene años sin ver a la familia; apretaba con tanta fuerza el volante que sus nudillos se veían lívidos. O quizás tantos gatos juntos hacen de cualquiera una bola de estambre y ansiedad, incluso de alguien como Jim, que los adora más que a su colección de viniles originales de 1975 de Iggy Pop.
El Shedcat es uno de esos bares hipsters monotemáticos hasta el vértigo (en este caso, obsesionado con los gatos) y con grandilocuente vista a la boca del lago. Produce su propia cerveza y destilados de agave que no pueden llamar tequila pues la denominación de origen estipula que sólo aquel proveniente de Jalisco puede llevar ese nombre. Traicionando el patriotismo —pocas veces lo he respetado—, ordenamos dos vasos de pilsner acompañados de dos agaves derechos con nombres de gatos famosos y limón, que los gringos llaman lime.
Un hombre fornido empujó la puerta y se acomodó a dos bancos de distancia del mío. Dejaba ver unos gruesos brazos seductoramente peludos, usaba barba de candado despeinada y una cachucha azul mecánico, muy popular entre los conductores de tráileres de doble remolque. Me preguntó qué hacíamos ahí. Entre lo que me había contado Jim figuraba que Lake Tahoe es tan paradisiaco que también los homófobos se divierten. Entonces le contesté: “Somos de San Francisco. Y estamos de luna de miel”.
El trailero resultó un tipazo. Nos invitó dos agaves dobles como regalo de bodas. Nos dijo que Lake Tahoe era el sitio perfecto para una luna de miel gay. En algo tenía razón. A través del ventanal del Shedcat veíamos encenderse una por una las estrellas como reflectores de un escenario infinito. Poco a poco, las nubes se hacían más oscuras y cobijaban el famoso lago, tendido al pie de las últimas montañas de California que, cubiertas de nieve y bajo la luz de luna, parecían teñirse de un azul satinado. Fue un lugar inesperadamente bello.
“En realidad, Lake Tahoe es la primera parada de nuestra luna de miel”, dijo Jim. Y le contó a nuestro peludo interlocutor que manejábamos un Honda Civic con destino a Detroit.
“¿Detroit? ¿Para luna de miel? ¿Gay? ¿Se volvieron locos?”, nos increpó el trailero buga, escandalizado.
Nos detuvimos en Austin, Nevada, para cargar gasolina en una estación donde también vendían camisetas con el logo de la carretera 50 impreso entre una frase que rezaba orgullosa: “Yo sobreviví a la carretera más solitaria de América”. Me compré una color verde militar, pues me encanta la tradición consumista gringa de producir souvenirs inspirados en cualquier lugar, tema, acontecimiento o tragedia.
Y porque no era un simple lema turístico: de verdad habíamos cruzado la carretera más solitaria de Norteamérica. Durante las cinco horas en que nos deslizamos sobre una línea recta de asfalto de dos carriles rodeada de desierto para llegar a las gigantescas montañas cubiertas de nieve —cinco horas en las que escuchamos a todo volumen EVOL de Sonic Youth y en las que en algún punto se la metí a Jim en el asiento del copiloto, entre la ribera del pavimento y una valla alambrada mientras el sol nos quemaba las nalgas—, lo único que se nos atravesó fue una vaca.
Si me preguntan, las montañas que esperan al final de la carretera 50 son más tenebrosamente bellas que el paisaje “icónico” de Lake Tahoe.
Sonaba Dinosaur Jr. cuando Jim me contó que había hecho el mismo recorrido 42 años antes, pero al revés: de Detroit a San Francisco, con sus maletas en el asiento de atrás de un Volkswagen Rabbit de tono rojo profundo. Había sido un regalo de sus padres —quienes nunca aceptaron del todo su homosexualidad— tras graduarse de sociología en la Universidad de Michigan, en Ann Arbor.
A principios de los ochenta, la ciudad del automóvil vivía la gloria de su decadencia. Era la última consecuencia de los disturbios raciales de julio de 1967, tras los cuales Detroit se hundió en una rutina de desesperanza acentuada por las naves industriales abandonadas, pues los gigantescos consorcios automotrices mudaron sus fábricas a parajes menos tensos y donde la mano de obra era más dócil y barata. Las armas semiautomáticas se convirtieron en juguetes en manos de los adolescentes aburridos. Como sucede siempre en este país fundado sobre la paranoia de la supremacía blanca, la inercia del racismo hizo lo suyo en el Detroit de la época de Ronald Reagan. Los blancos emprendieron el pavoroso éxodo a los suburbios, mientras los negros mantenían en operación el engranaje de Detroit a punta de esfuerzo, comercio local y la fundación del techno. Por ejemplo, organizaban raves en el semidestruido y monumental edificio de la Michigan Central Station, una opulenta estación de trenes que, en 1982, expulsaba todo de sus muros excepto el grafiti. Ese año Detroit aventajaba a la mayoría de las ciudades estadounidenses en los índices de desempleo, criminalidad, robo y asesinatos. Ser gay sólo empeoraba las cosas. Jim no tenía muchas opciones: o terminaba trabajando frente a la tarja de grasa de un McDonald’s o muerto por una bala perdida… o como consecuencia de ser homosexual.
“Me gustan las ciudades, las grandes ciudades”, me dijo Jim. “Crecí en un aburrido suburbio de Detroit y cuando cumplí la edad para partir, Detroit no era sino una necrópolis de elegantes edificios desahuciados.”
“Era 1982 cuando llegué a San Francisco. Los homosexuales ya caminaban por la calle Castro con chaps que dejaban las nalgas de fuera y sacaban la Crisco de las casas de sus abuelas para usarla como lubricante durante el fist fucking. De hecho, la manteca vegetal para cocina de esa marca fue uno de los artículos de primera necesidad que vendían las incipientes sex shops del barrio Castro entre la calle 18 y la 19. San Francisco era la ciudad donde los homosexuales podíamos ser y nuestros placeres no conocían obstáculos morales; una tierra prometida donde los gays ejercían sus propias y depravadas convenciones. Siendo honesto, dada la atenta homofobia de mis padres, parecía que sólo podíamos odiarnos si nos separaban 2 500 millas, mientras yo vivía en la península más lejana de la costa oeste.”
A veces pienso que la libertad de ser homosexual es un asunto de grandes ciudades. Aunque todo se fue al caño cuando aquel extraño cáncer gay empezó a arruinar la promiscua diversión, tan sólo unos meses después de que Jim se instalara en San Francisco. Pero la administración conservadora de Reagan ignoró el sida, provocando miles de muertes con su silencio punitivista.
Cuando nuestra playlistThe Honeymoon Killers nos recetó “Bad Luck”, de Social Distortion, bajé la ventana para sentir el aire a setenta millas por hora, apoyando la cabeza en el panel interno de la puerta. Las carreteras de Utah mostraban paisajes espectaculares y carteles de apoyo a la campaña presidencial de Trump para 2024. Recordé mis propias obsesiones con San Francisco y Detroit, que empezaron con un pornográfico zumbido cuando abandonaba Torreón a bordo de un Omnibus de México a mediados de los noventa.
Torreón y Detroit comparten tragedia posindustrial: idénticas bodegas llenas de nada, con los vidrios tiesos por las sucesivas capas de polvo y que alguna vez contuvieron oro en forma de mezclilla, uvas o algodón. Al menos Detroit dejó restos de su esplendor económico en sus majestuosos rascacielos. En 1981, Torreón parecía una ciudad fantasma circundada por el desierto y habitada por unos laguneros que la mantenían a flote sostenidos por su orgullo, su adicción a la soledad y a los desayunos compuestos de gorditas de frijoles con queso y cocacolas heladas. Situación que siguió así hasta los noventa.
El entonces Distrito Federal parecía el lugar paradisiaco donde perder la inocencia mediante encuentros promiscuos en los baños del Sanborns de Paseo de la Reforma, casi enfrente del extinto cine Chapultepec, e imitando lo que había leído en las revistas Hermes y Del Otro Lado, que llegaban a Torreón y se vendían en el local de revistas Juárez. Ahí también compraba la revista de porno gay Honcho, que incluía cuentos de William Burroughs, Edmund White o Dennis Cooper. En sus relatos, aparecía San Francisco como una ciudad de gran agitación sexual, comprometida con la rebeldía callejera y hedonista en su exhibicionismo. Así empecé a forjarme la fantasía de tener sexo a la vuelta del legendario bar Eagle de San Francisco.
Una vez conocí a una pareja con la que terminé haciendo un trío en la planta alta de La Estación, el bar pintado de azul marino y negro sobre la calle Hamburgo que administraba el famoso Chiquileather. (Años después el mismo Chiquileather me confesó que La Estación pretendía ser el Eagle de San Francisco en versión chilanga.) Después, los tres nos echamos unos hot dogs en la calle de Florencia. Cuando nos empezamos a dar unos besos con restos de mostaza, unos tipos intentaron madrearnos. Uno de los homófobos se tropezó con mis golpes y cayó al piso; lo agarré a patadas. En ese entonces, no había derechos humanos —los había, pero no protegían a los homosexuales— ni redes sociales donde llorar la homofobia. Los tiras me quitaron casi toda la quincena a cambio de no presentarme ante el Ministerio Público.
Escalante, Utah, fue el punto de nuestro roadtrip que con mayor precisión encajaba en las expectativas de una luna de miel gay con su imaginario más tradicional y consumista. La ciudad ostenta una fastuosa belleza semidesértica y pedregosa coloreada de un naranja eléctrico gracias a la naturaleza. Se encuentra en una prominente elevación de lo que se conoce como el monumento nacional de Grand Staircase-Escalante. Residen en ella unos ochocientos habitantes fijos; de las trescientas cuatro construcciones erigidas, un porcentaje considerable corresponde a hoteles, restaurantes y bares. En temporada alta, los turistas superan por miles a la población local.
Dado que en Utah todas las tiendas y bares cierran a las seis de la tarde, alguno de los dos tenía que comprar un six de cervezas para el resto de la noche. Me ofrecí como voluntario. Caminaba de regreso por la calle principal cuando se me ocurrió abrir el Scruff sólo con la intención de ver cómo funcionaba en medio de la nada la aplicación gay de sexo inmediato y desprovisto de afecto. Entre los perfiles cercanos apareció el de un hombre de 57 años con barba canosa y cabello rizado; estaba a menos de ochocientos metros, es decir, frente a mis narices. Le escribí un “hola” sin esperar nada. Me devolvió el mensaje en segundos.
“¿Por qué tardaste? Pensé que la tienda estaba a sólo dos cuadras.” Le dije a mi esposo la verdad: que un tipo del Scruff me la chupó en las cabañas de la cuadra contigua a nuestro hotel; un tipo que parecía un hippie que disfruta masturbarse en medio de la naturaleza frente a una cámara de video. “Pensé que seríamos los únicos gays del pueblo”, comentó Jim. Ordenamos los últimos tequilas entre carcajadas, decepcionados por no ser tan especiales, pero igual de enamorados.
Tuvimos que dormir en Branson, Misuri, por culpa de una tormenta con amenaza de tromba, a tan sólo unos kilómetros de los límites con Arkansas, el estado que criminaliza la venta de dildos y cobija los principales cuarteles del Ku Klux Klan camuflados de centros de estudios bíblicos. Branson es una versión puritanamente cristiana de Las Vegas. Hay centros de espectáculos habilitados con equipo de efectos especiales donde se transmiten números musicales dedicados al Señor, restaurantes con pollos gigantes en la entrada, réplicas en tamaño real del Titanic y la famosa tienda Dixie Outfitters, que vende souvenirs con la bandera confederada blasonada impresa en camisetas, así como bikinis con el rostro de Donald Trump cubriendo el área de los pezones.
Me recordó un poco a Torreón, aunque no por su conservadurismo exacerbado. Gracias a éste, los meseros del Ciriaco —la cantina donde empecé a ganarme la vida— no pasaban más de medio minuto sin alburearse, utilizando la palabra “verga” como metáfora de humillación al mismo tiempo que de triunfo. Más bien me resultan parecidas porque las ciudades pequeñas siempre esconden secretos. Maridos ejemplares que les ponen los cuernos a sus esposas con los homosexuales que las atienden en las peluquerías. O maestros de literatura como el mío, con quien empecé a descubrir mi atracción por los hombres y de quien aprendí las primeras reglas gramaticales del lenguaje de la seducción. Nuestras encerronas ocurrían en su “segunda casa”, frente al bosque Venustiano Carranza; sólo había un colchón y la grabadora donde poníamos casetes de Dinosaur Jr. y Porno for Pyros. Estábamos tan paranoicos de que nos vieran que tardábamos más en tapiar la ventana que en venirnos.
En cuanto salí del clóset con la bendición de mis padres hippies, ocupados en odiarse entre ellos a pesar de sus pins con el símbolo de amor y paz, me cogí a la mitad de los hombres de la Comarca Lagunera, incluyendo a la población masculina de Gómez Palacio y Lerdo. Ahora que lo pienso, creo que quería escapar del patrón heteronormativo del matrimonio. Todos mis amigos que salieron del clóset apenas me subí al Omnibus de México terminaron casándose bajo la ley del matrimonio igualitario y repitiendo los mismos roles de sus padres bugas, que incluyen desayunos en los restaurantes de los hoteles de la comarca y las mismas formas de infidelidad.
Poco antes de que mis pasos se encontraran con los del tipo del Scruff, observé desde la ventana del hotel una camioneta con una manta donde habían escrito con grafiti fucking immigrants.
El hombre con el que hicimos el trío en Branson también tenía un tic paranoico. Dijo que en Branson era sospechoso ver un hombre solo en un hotel. Se gana la vida actuando en uno de los tantos espectáculos que ofrecen los centros nocturnos; la hace de sheriff que persigue negros. Y la comunidad lo hostiga preguntándole por qué no se ha casado.
Hoy Torreón es más progresista que Branson, sin duda.
Conforme llegábamos a la Michigan Central Station, volví a notar el melancólico nerviosismo de Jim. Como si fuéramos a casa de sus padres, fallecidos hace quince años, para que me presentara como su marido tras las décadas en que ellos ansiaban la boda de su hijo.
La Michigan Central Station abrió sus puertas después de treinta años de abandono. La compañía Ford invirtió millones de dólares en su remodelación. Lo que era el mayor símbolo del ocaso de Detroit se ha convertido en un centro de investigación para los autos del futuro y el público camina por el lobby recién pulido.
Mi parte favorita fue el pasillo donde respetaron algunas pintas como recordatorio de una historia influida por el estigma de Robocop y las automotrices que les dieron la espalda a los trabajadores. También es un tributo a quienes usaron aquellas ruinas para montar los primeros raves que dieron forma al techno. Recordé que a los pocos meses de llegar al Distrito Federal de Torreón, descubrí flyers de raves que dejaban sus organizadores en la Tower Records de la Zona Rosa. Solían incluir la leyenda “directo desde Detroit”. Mi amigo Francisco Cullen, con quien empecé a descubrir la escena rave capitalina de mediados de los noventa, me dijo que algún día debíamos ir a Detroit para ver de dónde llegaba la inspiración para esa música austera, mecánica y casi sin letra, pero tan humana como para llenar cualquier vacío espiritual a punta de baile y sudor.
De pronto observé a Jim hacer gestos raros para contener las lágrimas. La música ambiental del lobby de la Michigan Central Station tenía un pasaje de instrumentos de viento que inundaba el espacio con su melancolía hasta cimbrar los pilares de mármol. Yo también quise llorar. Por ser latino, fui más obvio. Mi esposo me preguntó si extrañaba México; debido a mi situación migratoria no puedo abandonar San Francisco ni los Estados Unidos en unos años. Por eso nuestra luna de miel se redujo a ciudades estadounidenses.
Pero no era eso; en realidad pensaba mucho en Francisco Cullen. Fue el primer mejor amigo al que le conté que soy gay. Le hubiera fascinado Detroit. Es tal como él lo imaginaba, con la diferencia de que está levantándose con dignidad a un ritmo de 35 revoluciones por minuto.
Francisco murió en 2008, víctima de los daños colaterales de la guerra contra las drogas que detonó el infeliz de Felipe Calderón. Mi amigo desapareció en los límites entre Puebla y Veracruz y nunca más se ha vuelto a saber de él. Sigo extrañándolo. Pero no, creo que no extraño México.
Imagen de portada: John Margolies, The Donut Hole, La Puente, California, 1991. Library of Congress, Creative Commons.