Un viaje al infierno
En 2010, 72 migrantes fueron asesinados en San Fernando, Tamaulipas. Esta masacre reveló una cotidianidad espantosa. En aquellos meses, autobuses de pasajeros con migrantes o ciudadanos mexicanos que pasaban por la ciudad eran detenidos por miembros del crimen organizado. Bajaban a muchos de sus pasajeros para saquearlos y después asesinarlos. La periodista Marcela Turati comenzó a cubrir el hallazgo de las fosas con los cadáveres desde 2011. Realizó centenares de entrevistas que convirtió en un coro de voces con el cual explora los mecanismos y la lógica criminal que gobiernan México, un país donde “la política de Estado es la impunidad, la simulación, el ocultamiento”. Esta investigación mereció el Premio de Periodismo Javier Valdéz Cárdenas 2021.
Durante los más de diez años que tardó en escribir San Fernando: Última parada. Viaje al crimen autorizado en Tamaulipas (Aguilar, 2023), Turati permaneció en un estado mental a medio camino entre el miedo y la obsesión. Cuenta que durante sus investigaciones, una madrugada salió a caminar por la carretera que recorrieron aquellos autobuses para reconstruir el trayecto mortal que tantas víctimas se había cobrado.
¿Por qué decides contar la historia de forma coral, con todas estas voces, en muchos casos no identificadas, que terminan construyendo una especie de historia hablada del infierno mexicano?
Cuando escucho de viva voz los relatos, me cala mucho; hay una cosa extraordinaria en esas voces, en todos estos supervivientes. Son hombres y mujeres que han recorrido y recorren un laberinto burocrático lleno de puertas falsas en busca de verdad y justicia —una verdad y una justicia que se les niega por sistema—, y que aún así siguen adelante. Son capaces incluso de sobreponerse al horror de lo sucedido para contar su historia y las de sus familiares desaparecidos. Yo quería que, de cierta forma, el lector pudiera escuchar esas voces en primera persona.
¿Cómo hace uno como periodista para seguir adelante en esta espiral descendente que es la investigación de este libro, en donde cada nuevo caso, cada nuevo hecho, cada nuevo documento te va abriendo una puerta más espantosa que la anterior?
Yo creo que por eso tardé tanto. Pasé por muchas etapas. Durante la primera, cuando empiezan a sacar los cuerpos en la morgue, me quedé sin palabras. Recuerdo que iba por la revista Proceso sin poder hablar, como loquita, sin poder decir nada durante mucho tiempo. De ahí surgió una de mis mejores crónicas, creo, porque la escribí con un enojo, una indignación brutales. Después empecé a tener sueños de los cadáveres, no muy frecuentes, pero cada tanto los veía en sueños como pidiendo ayuda.
Además de la evidente dificultad de lidiar tú misma con información tan dura como la que tienes entre manos, ¿te preocupaba cómo iba a recibir el lector o lectora la violencia que se narra en estas páginas? Al final del libro dices: “Defender la verdad es una lucha por la vida. En las zonas de silencio están desapareciendo a las personas, se ven obligadas a abandonar todo y a salir, o tienen que buscar a sus familiares en fosas, como en San Fernando. Por eso hay que echar luz sobre estas historias, para que no se repitan”. ¿Cómo hace uno para que el lector o la lectora se enfrente a todo esto sin cerrar el libro?
Mucha gente me dice que no ha podido terminar de leer mi libro anterior [Fuego cruzado: Las víctimas atrapadas en la guerra del narco, Grijalbo, 2011]. Que se quedó en el segundo o tercer capítulo, que lloró mucho y tuvo que parar. Para mí eso fue un gran fracaso. Durante años me he preguntado por qué no pude encontrar algo esperanzador que lo hiciera más digerible, cómo es que no pude contarlo de otra forma. Creo, por otro lado, que eso también me detenía mucho a la hora de escribir sobre San Fernando, porque pensaba que tenía que hallar un cierre que no fuera: “Nos van a matar a todos”, “aquí todos nos vamos a morir”. Eso demoró mucho. Mi gran desafío era, por un lado, que la gente no sintiera un horror tal que la hiciera abandonar la lectura, pero por otro lado ser capaz de narrar lo acontecido siendo fiel a la realidad y la memoria de los muertos. El reto era que el texto no resultara paralizante, y que a la vez el libro no solo relatara las muertes, sino que ofreciera una explicación de la historia, las causas de esta crisis y su contexto; tenía que lograr que se entendiera que nuestro destino no es el horror, que hay cosas que podemos y debemos cambiar.
En el prólogo dices que te preguntaste “si hay cosas que no deben escribirse”. Y dices también: “Todavía ahora, a más de una década de que empecé mi investigación, cuando escribo sobre los hechos ocurridos en San Fernando, enfrento el mismo dilema: ¿Qué puedo publicar y qué debo quitar? ¿Cuánta dosis de mentira tiene cada documento que conseguí? ¿De qué forma se puede mencionar algo, o a alguien, sin ponerlo en riesgo?”.
Tengo algunas culpas acumuladas a propósito de esta investigación sobre San Fernando, porque tiene una serie de características que hacen que el dilema ético sea aún más difícil de dirimir. Los crímenes siguen sin ser castigados y, de hecho, continúan ocurriendo. Muchas de las personas protagonistas y víctimas de estos sucesos espeluznantes son vecinas; siguen viviendo unas al lado de otras. En esas circunstancias, decidir qué escribir y qué no, qué dejar fuera y qué contar, tiene costos mucho más altos. Como digo en el libro, todavía hoy no estoy segura de que las decisiones que tomé, tanto en el texto como en los reportajes que fui escribiendo a lo largo de los años, hayan sido siempre las correctas.
Y dices también, a propósito de eso, que has aprendido que “los mecanismos de la impunidad se sirven de esas culpas y miedos paralizantes para impedir que sigas buscando verdades”.
Llevo años haciéndome esas preguntas. ¿Por qué publiqué esto? ¿Por qué no busqué más? ¿Por qué mencioné a tal persona? ¿Habré puesto en peligro a esta otra que me contó su historia? ¿Esa señora habrá leído la descripción que hice del cuerpo de su hijo? Esos dilemas producen una tensión particular en quien los vive. Cuando una lidia con material tan sensible y tiene que tomar decisiones así continuamente, esa angustia muchas veces se desborda. A lo largo de los años he dejado de ver gente con la que estaba trabajando o amigos, porque no podía procesar todo lo que tenía delante. Ahora, con el libro en la mano y luego de leerlo, algunos de ellos me han dicho: “Ya entendí por qué no nos tomabas las llamadas; ya entendí las historias que te habitaron todos estos años”. Otra culpa que todavía padezco es que yo creo que, de haber podido, habría estado tres años más con el libro. Porque yo siento que todavía me faltó: hubo cosas que dejé fuera y que podría haber seguido buscando. Tengo la sensación de que requería más información, de que necesitaba meterme a una cárcel; por todo eso, para mí todavía está incompleto.
¿Y eso también te paralizó?
Así es. Eso también me hacía imposible avanzar. Porque cuando debía estar escribiendo, yo seguía acumulando documentos y testimonios, persiguiendo historias. Pero me di cuenta de que en realidad la impunidad hace algo similar: fragmenta expedientes, inventa mentiras, crea versiones contradictorias, oculta información, te lleva a dudar de todo. Cuando me di cuenta de eso, de sus mecanismos y operaciones, decidí que tenía que seguir adelante y contar lo que sabía de la mejor manera posible: siendo honesta conmigo misma y con los lectores, sabiendo que no se trata de una verdad completa, que hay piezas que faltan y que en algunos casos incluso pude haberme equivocado. Elegí ser transparente, porque es necesario que sepamos esto que cuento en el libro, aun cuando el relato sea incompleto y fragmentado.
¿Tienes algún ejemplo de algo que quedó fuera o está incompleto y te obsesiona aún?
Por supuesto: el autobús que la gente dice que está enterrado con todo y pasajeros. Yo creo que eso es cierto, que existe y debe estar ahí. Ese autobús es una obsesión para mí. Sigo pensando que tuve que indagar más hasta dar con él y con las víctimas que, según cuentan, están enterradas. Yo iba prácticamente sola, nunca llevé escolta, y siempre iba muy asustada. Ese miedo también me da culpa, porque a veces pienso que ir tan asustada quizá hizo que no buscara más, que no fuera más, y por eso no lo encontré. Y me arrepiento.
Pero, según relatas en el libro —y según las voces de los testimonios que reproduces—, prácticamente todos te dijeron que salieras corriendo, que era muy peligroso lo que estabas haciendo.
Sí, eso es verdad; mucha gente ahí en San Fernando quiso protegerme.
¿Y cómo te protegías tú misma?
La primera vez entré con dos amigos, reporteros de Nuevo León; fuimos en su carro. Yo pasé toda la noche angustiada, en vela, pensando que iban a ir por nosotros al hotel. Las siguientes ocasiones fui sola y entraba con los sacerdotes en las misas de conmemoración de los 72 migrantes. Me mezclaba con la gente que iba a la ceremonia, y ya dentro me subía a otro carro. Ya tenía amigos ahí con los que me quedaba y me llevaban a entrevistar gente. Sin embargo, en varias oportunidades fui sola, porque en San Fernando todo el mundo desconfía de los demás. Yo dormía en casas distintas y en algún momento alguien me dijo: “¿Sabe bien dónde se está quedando? Porque esa casa es de tal…”.
¿Cuál fue la experiencia que más te asustó?
Una noche, en San Fernando, sin decirle a nadie, salí a caminar por la carretera de madrugada rumbo a la terminal siguiendo el recorrido de los autobuses en los que viajaban los desaparecidos. De pronto dije: “¿Qué estoy haciendo? ¿Quiero desaparecer? ¿Que me desaparezcan a mí también para saber qué les pasó?”. Me entró un miedo terrible y le llamé a unos amigos que fueron a buscarme y me llevaron a Monterrey.
En un momento del libro te preguntas si es posible asomarse a una oscuridad como esta “sin quedar atrapada o ser succionada por ella”.
Todo el tiempo una está pensando que puede ser succionada. Hubo muchos periodos fuertes, emocionalmente duros, a lo largo de los años. El peligro de quedar atrapada en esta oscuridad siempre está presente. Porque en realidad no es solo este libro; es toda una cobertura de desapariciones y asesinatos de periodistas, una cobertura intensiva que he realizado, por lo menos, desde 2008. Siempre digo que me agarré a un cable de alta tensión y se me derritieron las huellas dactilares; se me quemaron tanto que ha habido periodos largos en los que no podía escribir nada. En otros momentos sentía que había perdido la sensibilidad ante lo que estaba viendo y escuchando, periodos en los que yo misma era tan brutal que tenía que decirles a mis editores: “Ojo, yo ya no mido qué puede aguantar el lector”.
¿Cómo crees que hace la gente en San Fernando, quienes literalmente han quedado atrapados en esa oscuridad, para seguir con sus vidas?
Eso es algo que me sorprendió en su momento. En San Fernando vi mucha normalización. Tantas personas sencillamente se habían acostumbrado a esa situación. Podían estar contándote las cosas más espantosas como si nada. Me relataban todo como si se tratara de una anécdota más. Hasta cierto punto es comprensible porque son personas que llevan años conviviendo con la muerte, y de alguna manera tienen que sobrevivir. Es el caso de una chica de la secundaria, por ejemplo, que cuando iba a la escuela todos los días veía cómo bajaban a los migrantes de los autobuses. Doce o trece años después hablé con ella y con su papá. El señor me contaba muchas cosas y en un momento le dice: “Mija, cuéntale cómo era cuando ibas a la escuela”. Y ella me cuenta y empieza a llorar desconsolada. El papá nunca la había visto así, no sabía que ella tenía ese trauma. Mientras me contaba, se le veía el miedo que tenía todavía en la piel. Al final le dijo a su papá que ella tenía miedo de que se lo llevaran a él. Nunca habían tenido esa charla entre ellos. Llevaban años hablando de que ahí “bajaban gente” como una anécdota más, pero no habían procesado la experiencia hasta ese día.
Imagino que esa normalización no ocurre entre quienes han sido víctimas directamente, en los familiares de los desaparecidos o asesinados.
Es distinto en esos casos, sí. Ahí tienes casos como el del señor Román, el papá peregrino —como lo llamo en el libro—; personas que vienen de otro lado y a las que se les mete en el cuerpo esa urgencia y la obsesión por buscar y encontrar a sus familiares desaparecidos. El señor Román buscaba a sus dos hijos. Ha recorrido ya cuarenta o cincuenta veces el trayecto buscándolos y sigue. Pero hay otras personas que se desconectan. Su manera de sobrevivir es dejar atrás lo ocurrido. Una mujer con la que hablé, que vio unos cinco años atrás cómo bajaban a su esposo, me dijo que no le preguntara más, que había tratado de olvidar. Me dio todos los recortes de periódico, toda la información que tenía, las entrevistas que había dado y me dijo que por favor ya no la buscara nunca más. Y también hay gente que incluso cuando ya tiene el cuerpo de su familiar, continúa. En un inicio buscaban la verdad, conocer qué le pasó a su hijo, a su marido. Los que han podido saber algo, entonces dicen: “Bueno, ahora quiero justicia”. Y siguen adelante. Quieren que se deslinden responsabilidades. También hay quienes, al enterarse de lo que pasó, cuando ven esos expedientes, las fotos espantosas, cuando leen los testimonios de los Zetas, se enferman y se van para abajo. Doña Bertila, una madre salvadoreña, me dijo que ella quería ponerse una bomba y hacerse explotar en la embajada de México. Lo pensó el Día de la Madre. Sintió que enloquecía, y cuando me lo contó lloraba y lloraba. Así se sentía hasta que vio y entendió que había madres mexicanas que estaban sufriendo como ella. Para los centroamericanos esto resultaba muy fuerte: ver que en México tampoco cuidan a los mexicanos.
Porque, como dices, “la política de Estado es la impunidad, la simulación, el ocultamiento”.
Así es. El libro en realidad podría tener otro título, porque esto no pasa solo en San Fernando. Esta historia ha pasado en muchos lugares del país. Lo diferente es la Comisión Forense, la intervención del Equipo Argentino de Antropología Forense y las organizaciones. Pero todo lo demás es lo mismo. No hay ninguna prevención, ninguna protección. La gente está completamente desprotegida ante las autoridades. Nadie te dice que circular por una carretera o pasar por un lugar es muy peligroso. Luego aparecen las fosas. Y entonces viene el ocultamiento de las fosas. Y más adelante inventan una verdad histórica. Presentan chivos expiatorios, confesiones de torturados. Lo último que les interesa es devolver los cuerpos e investigar. Esta historia se ha repetido muchas veces en distintos lugares del país.
Hay algo que te dice una madre, refiriéndose a las autoridades: “No hacen más porque saben que, si buscan, ellos mismos se encuentran”.
Por eso hablo de “crimen autorizado” en el subtítulo del libro, porque se trata de diferentes capas de criminalidad, al punto que de que ya no hay frontera entre el crimen organizado, con uniforme o sin uniforme. En efecto, como decía esa madre, en las fosas las autoridades no buscan porque saben que sus huellas dactilares están ahí. Si siguiéramos los papeles que firmaron sabríamos quién mandó a cremar a diez migrantes porque se le dio la gana, quién no revisó las maletas abandonadas para identificar a esas personas que se llevaron, quién le dijo a una señora que habían encontrado a su hijo y que luego lo perdieron. Eso lo vemos en todos los casos. Resulta muy difícil, por no decir imposible, distinguir quiénes son los criminales y quiénes “los buenos” cuando, como está relatado en el libro por la gente del lugar y por gente que estuvo en las exhumaciones, hay fosas que evidentemente no son de los Zetas. Hay fosas que son de la Marina o del Ejército, y está claro que hubo muchas ejecuciones extrajudiciales. Por todo esto, en el caso de San Fernando, no hay ningún sentenciado, no hay nadie procesado ni pagando por lo ocurrido. No hay ningún funcionario público en la cárcel. Lo que hay son mandos militares o policiales reciclados y en plena actividad. Y eso da terror.
Imagen de portada: Rancho y bodega donde fueron encontrados 72 migrantes asesinados en San Fernando, Tamaulipas. Fotografía de © Duilio Rodríguez (2019)