En el principio, así va la historia, todos éramos vegetarianos, hasta los animales. Nuestro sustento eran todas las plantas verdes. Está escrito ahí en el Génesis. Dios dijo:
Les confío todas las plantas que en la tierra engendran semilla, y todos los árboles con su fruto y su semilla, ellos les servirán de alimento. A todos los animales de la tierra, y a todas las aves del cielo y a todos los seres vivientes que se arrastran por la tierra, la hierba verde les servirá de alimento. Y así sucedió.
Si no hay ningún sufrimiento, es ni más ni menos que el Paraíso, ni más ni menos que la creación de Dios. La Caída, que entreabrió la puerta a un mundo de pecado y sufrimiento, a la larga desemboca en el Diluvio Universal y las primeras leyes sobre los alimentos. Cuando todos esos leones y tigres otrora vegetarianos salen de su confinamiento en el arca de Noé, Dios crea un orden diferente, concedido como una bendición con el propósito de infundir en los animales “temor y respeto” a la humanidad. Dios bendijo a Noé y a sus hijos con estas palabras:
Sean fecundos, reprodúzcanse y pueblen la tierra. Todos los animales los temerán y los respetarán: las aves del cielo, los reptiles del suelo y los peces del mar están bajo su dominio. Todo lo que se mueve y tiene vida, al igual que los vegetales, les servirá de alimento. Yo lo pongo a su disposición.
Los antiguos creadores de mitos detrás del Génesis entendieron mejor de lo que normalmente lo hacemos nosotros que el nuestro no es un mundo perfecto. Y tampoco sería posible, pensaban, sin una intervención divina tan cósmica y dramática como la creación original de Dios. Las utopías son los sueños de los profetas y los profetas tienen grandes sueños sobre lo que Dios, en todo su misterio y majestad, hará al final de los tiempos, no sobre lo que la humanidad, en toda nuestra mansedumbre y temor y vergüenza y orgullo, es apenas capaz hoy en día. Según el Génesis, la profecía de Isaías en el siglo VIII a. n. e. refunda un mundo sin sufrimiento. Solo entonces se nos pide dirigir la mirada a un futuro en el que nuestros implementos de guerra se volverán herramientas agrícolas —“convertirán sus espadas en arados”— para que podamos cultivar cada vez más plantas verdes que alimenten a nuestros lobos y leopardos, osos y leones, áspides y serpientes vegetarianos. Y, por supuesto, a nuestro yo vegetariano, perdido largo tiempo atrás.
Pero aún no llegamos a ese punto. Y, seamos sinceros, nunca volveremos a ese punto. Explicar nuestra esencia imperfecta en este mundo forma parte de la narrativa religiosa que pasa por Adán y Eva, Caín y Abel, Abraham y Moisés, e incluso el paciente Job. También en ello se sostiene la obra de los profetas hebreos, que estaban decididos a reformar su mundo buscando sin cesar, incluso sin esperanza, alcanzar el Reino de Dios. Y si fuera posible despojar a nuestras mitologías de todo dogma religioso que se les ha adherido a lo largo de los siglos y acudir directamente a las enseñanzas de nuestros grandes mitos, las discusiones sobre nuestra imperfección básica y nuestra imperfectibilidad esencial podrían aportar mucho para dar forma a una mejor cocina. En lo tocante a nuestra relación con los animales, cabe recordar que el manejo de su supuesto temor hacia nosotros —presumiblemente para mitigar su sufrimiento y nuestra culpa— no es una propuesta novedosa. Lo hemos venido haciendo, o así lo hemos imaginado siempre, desde el principio. Si se interpretaba que la humanidad había de inspirar temor y respeto en los animales como leemos en el Génesis, también tendría que haberse interpretado que seamos capaces de reconocer esas emociones. Ese reconocimiento —o, mejor dicho, ese juicio— constituye el fundamento mismo de la compasión que nos hace humanos y debería configurar nuestra relación con los animales. Por otro lado, no hay sitio para la compasión en una utopía como la de Isaías; simplemente no hace falta. Y si creemos que lo mejor que puede dar la humanidad es sentir una profunda compasión —principio que comparten las grandes religiones del mundo y nuestros grandes laicistas—, entonces no hay sitio para la humanidad en una utopía. La disyuntiva es clara: vivimos en el mundo que tenemos o construimos un mundo solitario al que somos ajenos. Hoy, nuestra percepción de que los animales nos temen y nuestra idea de que algunos realmente pueden sentir miedo de morir, como lo sentimos muchos de nosotros, sostienen en gran medida los argumentos para no comerlos. Esto es particularmente cierto porque la ganadería industrializada moderna —que no tenía equivalente en la época premoderna— ejerce un tipo de brutalidad contra los animales que bien podemos calificar como pecaminosa. Pensemos en Perdue y Tyson, en Cargill y ConAgra, que producen alimentos milagrosamente baratos. Comer lo que producen estas modernas granjas industriales exige despojarse de la empatía que aprendimos tras el Diluvio, después de pasar cuarenta días con sus noches encerrados con ese mundo de animales. Exige permitirnos pensar que seguimos comiendo del Edén, un mundo mítico desprovisto de temor o miedo, sin recordar que en el principio tampoco había muerte. Hoy debemos tener en mente que los animales criados en granjas industrializadas —el 99 por ciento de los animales que comemos, de acuerdo con Jonathan Safran Foer— llevan una vida horrible y mueren de manera espantosa. Cuando vemos frente a frente a muchos de los animales que comemos, parece imposible no preguntarnos una y otra vez: ¿Quiénes nos creemos que somos? Después de que en mi clase leímos a Coetzee, muchos estudiantes estuvieron de acuerdo en que no importa quiénes nos creamos que somos: lo que debemos ser es vegetarianos. El que no todos lo seamos no dice nada sobre lo justo de la causa, sino únicamente que la mayoría somos demasiado débiles o demasiado apegados a nuestras costumbres para dejar de comer animales. Pero ahí es básicamente donde empezamos, un lugar no tan distinto de aquel en el que alguna vez viví como un vegano engreído, al margen de polémicas, alejado del pecado y el dolor del mundo, o eso pensaba. Hoy es un lugar en el que de ninguna manera quisiera terminar. El lugar en el que solía vivir en realidad no existe. Desde que se publicó hace una década La botánica del deseo, Michael Pollan nos ha ofrecido una forma de salir del Edén que tiene la ventaja adicional de proporcionar una cura para lo que él llama la enfermedad del engreimiento humano. Por lo general, comienza en el jardín y desde ahí nos pide que imaginemos el mundo desde la perspectiva de las plantas o los animales. Es un “concepto” literario,1 lo admite, pero el maíz y las papas y las manzanas, los cerdos y las ovejas y las vacas, nos han domesticado tanto como nosotros a ellos, el maíz con más éxito que ninguno. Esparcimos los genes de las diversas especies con las que convivimos porque ellas “quieren” que lo hagamos. Sin embargo, la mayoría de los comedores se siguen visualizando como el centro del mundo. En gran parte de su obra, Pollan explica que malinterpretamos nuestra relación con los animales que comemos en gran medida por culpa de René Descartes, el padre de la filosofía moderna, que ve a los animales como autómatas sin conciencia ni alma, muy alejados del ser humano, que conoce su mente. Hoy aceptamos comer carne industrial porque seguimos siendo “hijos de Descartes”: no hay operación más cartesiana que una granja industrializada. Sin embargo, para Pollan —y espero que para nosotros— Descartes debería ser mucho, mucho menos importante en todo esto que Charles Darwin, el padre de la biología evolutiva. Darwin nos enseñó que los humanos nos hemos desarrollado junto con los animales, domesticando a ciertas especies, y actualmente sus ideas nos hacen ver que a lo largo del tiempo hemos sido domesticados por esas mismas especies. En otras palabras, lo que somos tiene que ver solo un poco con lo que pensamos —la razón cartesiana es apenas una herramienta entre muchas otras en el mundo natural— y mucho más con la manera en que hemos evolucionado en el mundo que tenemos, el mundo que compartimos con los miles y miles de animales que han evolucionado con nosotros para convertirse en comida, por extraño que suene. Tratándose de animales, si creemos en Darwin como Pollan insiste en que deberíamos hacerlo, es difícil no ver la domesticación como el resultado del “proceso darwiniano de ensayo y error”. Pollan continúa en El dilema del omnívoro, obra publicada en 2006:
La domesticación tuvo lugar cuando un puñado de especies particularmente oportunistas descubrieron […] que tendrían más posibilidades de sobrevivir y prosperar si se aliaban con los humanos. Estos proporcionaron a los animales comida y protección a cambio de su leche, sus huevos y —sí— su carne. Ambas partes se vieron transformadas gracias a esta nueva relación: los animales se hicieron dóciles y perdieron su capacidad para valerse por sí mismos en la naturaleza […], y los humanos cambiaron su vida como cazadores-recolectores por una más asentada como agricultores.
Hoy existen granjas que dejan que los animales domésticos ejerzan su animalidad. Hay mercados en los que podemos comprar esa carne —sí, es verdad y quizás doloroso, a un costo algo mayor que los animales criados industrialmente—. Y debemos hacerlo. Afirmar siguiendo a Darwin que los animales domésticos preferirían que los “liberaran” de estas granjas —para usar el lenguaje de filósofos que se ocupan del tema de los animales— revela, como sostiene Pollan, “una profunda ignorancia del funcionamiento de la naturaleza” (el énfasis es mío). Así va la paliza que Pollan inflige al filósofo utilitarista Peter Singer, autor del clásico Liberación animal (1975), y a otros activistas por los derechos de los animales, que si bien odian a Descartes por su incomprensión de los animales, parecen no conocer bien a Darwin. Y no entender a Darwin es no comprender el mundo natural. Es un fracaso de la imaginación en un mundo que necesita una empatía real, en ocasiones problemática. Sin embargo, pienso que tenemos que llegar al punto en el que hablar sobre animales no haga sentir a nadie acorralado: el lugar inexistente en el que a menudo terminan mis estudiantes, atrapados en un sistema del que sienten que no deberían formar parte. M. F. K. Fisher, que conocía el costo real de la carne y daba a sus lectores el sabio consejo de “ahorrar su dinero destinado a la carne por unos días y luego hacer un festín con él”, adoptó una perspectiva amplia a este respecto. No le causaba ningún escozor ni le parecía en absoluto incorrecto el hecho de que
por siglos el hombre hubiera comido la carne de otras criaturas no solo para nutrir su cuerpo, sino para dar mayor vigor a su cansado espíritu.
No obstante, también en el mundo actual, dominado por la práctica agropecuaria industrial, empresa en la que todo está profundamente mal, debemos preservar las posibilidades de alimentarnos a nosotros mismos y a los demás de formas que nutran y fortalezcan el mundo que compartimos con plantas y animales. Tras pasar un tiempo en una granja porcícola en Virginia con Edna Lewis, me queda claro que una interacción profunda y correcta con las plantas y los animales significa cultivarlas y criarlos bien y después vivir bien comiéndolos. Las plantas y los animales nos necesitan tanto como nosotros a ellos. De hecho, en este mundo en el que predomina la actividad agropecuaria industrial, las vidas y las necesidades de los animales no podrían ser más desesperadas. El vegetarianismo ético exige permitirnos creer que seguimos comiendo del Edén, que pertenecemos al Edén y que el Edén efectivamente existió y puede seguir existiendo. Tal vez sea esto lo que la persona vegetariana ética comparte con quienes comemos carne industrial sin mayores cuestionamientos. Para la persona vegetariana y el comedor de carne promedio —para todos mis estudiantes que vienen y van convencidos de que el vegetarianismo ofrece la liberación de un mundo de pecado y muerte— hay algo de magia en ello, y no poco sentimentalismo, con todo y el escapismo que los magos y los creadores de mitos han proporcionado siempre. Se mantiene el hecho, empero, de que no existe un mundo desprovisto de temor o miedo o muerte. Y en ese sentido, por una vez, Darwin y el Génesis coinciden. ¿Quién dijo alguna vez que comer no duele?
Fragmento de “It’s What’s for Dinner”, Lapham’s Quarterly, vol. IV, núm 3, verano de 2011. Disponible aquí. Se reproduce con el permiso del autor.
Imagen de portada: Jennie Cell, Butchering Day, ca. 1955. ©Smithsonian American Art Museum
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Del italiano concetto, en el sentido de metáfora hiperbólica. [N. de la T.] ↩