Había una vez una mujer llamada Ana María Acevedo. Era argentina, tenía diecinueve años. Vivía con sus padres, sus hijos y sus hermanos en Vera, una localidad a más de doscientos kilómetros de la capital de Santa Fe. La casa, una vivienda humilde construida con un plan del gobierno, estaba muy cerca del cementerio de su pueblo. Ana tenía tres hijos. El primero lo tuvo a los catorce años, producto de una violación. Para mantenerlos trabajaba limpiando casas de familia. Un día cualquiera, Ana sintió un fuerte dolor de muelas. Fue a ver a un odontólogo al centro de salud que estaba cerca de su casa. El profesional que la atendió le sacó la muela y le dio antibióticos. Sin embargo, el dolor siguió y, con el correr de los días, empeoró. Ana volvió pero la derivaron a un hospital en la capital. Allí le diagnosticaron sarcoma maxilar, un tipo de cáncer que ataca huesos y músculos. Extirparon el tumor, aunque no lo pudieron quitar entero. Y le indicaron que se hiciera un tratamiento de quimioterapia y rayos en el servicio de oncología de otro hospital, también en la capital. Pocos días después, Ana viajó desde Vera para iniciar el tratamiento. Los médicos advirtieron que tenía un embarazo de dos semanas y se negaron a hacer la quimioterapia con el argumento de que podía ser perjudicial para el feto. Tampoco le hicieron rayos. La madre de Ana, Norma, ante el dolor insoportable que padecía su hija y la deformidad en que se había transformado su cara, exigió que le hicieran un aborto terapéutico con urgencia y empezaran, de inmediato, su cura. Pero los médicos, otra vez, se negaron a hacerlo. Apenas le suministraron calmantes o morfina, aunque en dosis mínimas, para no perjudicar al feto. A las veintidós semanas nació una beba que murió veinticuatro horas después. A los ocho días del parto, Ana empezó a recibir quimioterapia, y le practicaron una traqueotomía. Dos semanas más tarde, murió. En la cama que ocupaba en el hospital había estampitas de la virgen de Guadalupe que le habían dejado las monjas que pasaban a rezar por ella. Ese nombre, Guadalupe, es el que le había puesto a la beba que la obligaron a tener. Hoy, los hijos de Ana son criados por sus abuelos. Ningún médico ni autoridad del hospital fue condenado por la muerte de Ana Acevedo. El gobierno de Santa Fe pidió disculpas a la familia. Norma, la madre de Ana, habló en las audiencias legislativas cuando se debatió en Argentina la ley de aborto legal, seguro y gratuito, que finalmente no se aprobó. Ana Acevedo no necesitaba que hubiera sido aprobada esa ley para acceder a un aborto y así salvar su vida. Su caso ya estaba contemplado en una de las causales descritas por el código penal argentino desde 1921: “peligro de vida o de la salud de la madre que no se puede evitar de otro modo”. Cuando en una junta médica se le preguntó al personal que intervino por qué siendo legal no se le ofreció a la paciente la posibilidad de abortar, la respuesta del jefe del servicio de oncología del hospital fue: “Por convicciones, cuestiones religiosas y culturales”. A Ana Acevedo se le negaron varios derechos que se suponen garantizados en una democracia: no tuvo ni salud ni libertad ni justicia. Su historia aparece en la película Que sea ley de Juan Solanas (2019), un documental que incluye testimonios de sus padres, sus hermanos y sus hijos.
Había una vez una niña llamada Lucía. Es argentina y, al momento de esta historia, tenía once años. En realidad, su nombre no era Lucía, pero la llamamos así para preservar su identidad. Su cuerpo era infantil y no llegaba a pesar cincuenta kilos. Vivía en Tucumán con su mamá, en una casa humilde con tres piezas de material y una casilla de machimbre.
Lucía fue violada reiteradas veces por su abuelastro. Quedó embarazada como resultado de esas violaciones. La niña no quiso seguir adelante con el embarazo. La madre pidió que se hiciera su voluntad, tal como prescribe la ley vigente. Pero la ley no se cumplió. El titular del Sistema de Salud de Tucumán les dijo, a madre e hija, que si Lucía abortaba iba a morir desangrada. Les prometió una casa si seguían adelante con el embarazo. También les dijo que, si no querían al bebé, él lo iba a criar. Y les advirtió que, sí o sí, debían esperar siete meses, porque el útero de Lucía tenía una enfermedad que no le permitía abortar, bajo riesgo de muerte. No especificó cuál era esa enfermedad.
Lucía estuvo semanas internada en el hospital a la espera de que se hiciera su voluntad, con cuadros de angustia profunda. Antes de eso, había sufrido autolesiones con intentos de suicidio. La cama estaba rodeada de sus juguetes, que la madre hizo traer desde su casa. La niña pedía el aborto con sus propias palabras: “Quiero que me saquen lo que el viejo me puso adentro”. Se acostaba en posición fetal y le rogaba a la madre que le acariciara la cabeza hasta poder quedarse dormida. No permitía que ningún hombre se le acercara. Sin embargo, además de las enfermeras y las visitas familiares autorizadas, entraba todos los días un cura, varón y sin sotana, a rezar junto a ella. El cura iba dos veces, a la mañana y a la tarde. Le decía a Lucía que ella tenía que querer a ese bebé, que Dios no quiere la muerte y le contaba la historia de la virgen de Guadalupe. Ella le gritaba que se fuera y él, en lugar de hacerlo, se acercaba y le hacía la señal de la cruz en la frente. En algunas oportunidades, la psicóloga no pudo ver a Lucía porque la madre se olvidó de anotarla en la lista de autorizados que le pedían cada mañana. El cura, en cambio, no estaba en esa lista pero entraba igual.
Finalmente, gracias a la intervención de la agrupación Ni Una Menos1, la madre de Lucía consiguió que se autorizara la interrupción voluntaria del embarazo. Las autoridades del hospital cambiaron la estrategia y, ahora, para impedir el aborto, comenzaron a demorar la práctica, con excusas diversas. Por ejemplo, pedían dos dadores de sangre; pero entonces, cuando la madre lograba dejar un rato a su hija, salía a conseguirlos y volvía con ellos, le pedían cuatro. El día anterior a la interrupción del embrazo, una médica le inyectó a Lucía algo que, según dijo, eran vitaminas para la anemia. Una enfermera, que vino por la tarde a darle la segunda dosis, confirmó que, en cambio, se trataba de medicación para que los pulmones del feto maduraran. Finalmente, con la autorización legal para que se le practicara el aborto, los profesionales del hospital se declararon todos “objetores de conciencia”, negándose a hacerlo. Había pasado un mes desde que la niña manifestó su voluntad de interrumpir el embarazo que, a fuerza de dilaciones, llegó a veinticuatro semanas. Ante la situación inusual de que no había médicos que pudieran hacer valer la voluntad de Lucía en el hospital Eva Perón, le dijeron a su madre que tenía que llevársela a otro. Que juntara ya sus cosas, que un taxi la esperaba en la puerta. Gracias al asesoramiento de grupos feministas y de derechos humanos, la madre no aceptó firmar el alta de Lucía. Y esa noche vinieron dos médicos externos a hacer el aborto. José Gijena haría la práctica y su mujer, Cecila Ousset, lo asistiría como instrumentista, porque no había en el hospital nadie dispuesto a acompañarlo. La niña, a esa altura, presentaba 17/12 de presión arterial, con riesgo de vida si continuaba con el embarazo. Finalmente, los médicos tuvieron que hacer una práctica con anestesia total por vía abdominal, porque por vía vaginal no se podían acercar. Lucía no permitía, siquiera, que le sacaran la ropa interior debido a los abusos sufridos. Miembros de grupos antiderechos, mientras tanto, rodeaban el hospital pidiendo que no se realizara el aborto y exhibiendo carteles que decían: “Asesina”.
Lucía no murió desangrada. Los grupos antiderechos dicen que no fue aborto sino cesárea, que nació una beba de seiscientos gramos, que lograron bautizarla —¿con el consentimiento de quién?—, y que luego murió. Lucía tuvo que volver al hospital varias veces para revisiones posteriores. En la puerta, cuando tenía que entrar, sufría crisis nerviosas y se orinaba encima. Los médicos que practicaron el aborto legal recibieron y siguen recibiendo amenazas, maltratos y demandas judiciales. Los que no la atendieron en el hospital, no. El gobierno tucumano no cumplió con el código penal vigente ni con el protocolo para casos de violación. El arzobispo de Tucumán reveló la verdadera identidad de la niña. Lucía fue dada en custodia a su tío; su madre sigue pidiendo a la justicia que le devuelvan la guarda. En septiembre de 2019, organizaciones de derechos humanos, de la mujer, la niñez y la infancia denunciaron ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) los obstáculos que tuvo que padecer Lucía para acceder a la interrupción voluntaria del embarazo, y pidieron, ante ese organismo, que la Argentina reconociera el embarazo infantil forzado como tortura.
Había una vez una mujer llamaba Belén. Vivía en Tucumán con su familia, pero durante dos años y medio vivió en un penal en la Banda del Río Salí, cumpliendo una condena por un crimen que no cometió. De todos sus hermanos y hermanas, era la única que había terminado el colegio secundario. En el año 2014, cuando empieza esta historia, tenía 25 años.
Un día, Belén tuvo una hemorragia vaginal tan grande que le pidió a su madre que la acompañara al hospital Avellaneda de Tucumán. Hizo la fila para que le dieran un turno y la atendieran. Después de la revisión, los médicos de guardia le inyectaron un calmante y la dejaron arriba de una camilla. Belén empezó con contracciones abdominales y un mayor sangrado. Pidió ir al baño. Allí expulsó lo que creyó que era un coágulo. Regresó a la guardia. Estaba cursando un embarazo de cerca de veinte semanas, pero no lo sabía. Belén nunca volvió a su casa, fue directo a una prisión. No se sabe quién la denunció, pero un fiscal se presentó y la acusó de haber provocado su propio aborto en el baño de aquel hospital. Poco antes, personal médico le había preguntado dónde estaba el feto. Ella no sabía de qué le hablaban, pero dijo que cuando fue al baño le salió un coágulo. Un rato después, un enfermero le trajo “una cosita negra” dentro de una caja pequeña y le dijo, “acá está tu bebé, mirá lo que hiciste, hija de puta”. Belén no comprendió. Le explicaron: una enfermera había ido al baño, munida de guantes, había metido la mano en el inodoro y sacado lo que ahora le mostraban. La versión del personal del hospital fue que Belén parió un bebé de 32 semanas, le golpeó la cabeza hasta matarlo y lo tiró por el inodoro.
Belén fue condenada a ocho años de prisión por “homicidio doblemente agravado por el vínculo y por alevosía”, cuando en realidad sufrió un aborto espontáneo de un embarazo que desconocía. Sus primeros abogados defensores la trataron como culpable desde el primer momento, y le dijeron que era mejor reconocerlo. Gracias a la intervención de organizaciones feministas, un tiempo después la fue a ver a la prisión otra abogada, Soledad Deza, que pertenece al grupo Católicas por el Derecho a Decidir. Deza no sólo la sacaría de la cárcel sino que, además, le enseñaría que no hay que tener miedo: ni a hablar ni a defenderse. El trabajo de Deza fue apuntalado con marchas de mujeres en todo el país que pedían la libertad de Belén. Los grupos feministas y de derechos humanos lograron que su caso llegara a los medios y se convirtiera en un escándalo judicial.
Dos años y medio después de comenzar a cumplir su condena, la Corte Suprema de Tucumán liberó a Belén. La justicia, por fin, pudo determinar que no hubo crimen alguno. Nada de lo que habían dicho los enfermeros era cierto. Cuando salió del penal, Belén y todas las mujeres que la esperaban para acompañarla llevaban cubierto el rostro con una máscara blanca con la leyenda: “Somos Belén”. Era un símbolo, pero también una herramienta para proteger su anonimato frente a los medios.
Después de salir de la cárcel, Belén sufrió ataques de pánico. No podía estar en la calle si no era acompañada por su mamá o sus hermanos. Tenía pesadillas en las que soñaba que estaba en prisión, rodeada de policías que observaban sus “partes íntimas”. Belén no quiso vivir más en su provincia, porque le traía malos recuerdos.
Su caso y su propio testimonio también forman parte de la película de Juan Solanas, Que sea ley. En estos días, aparecerá en Argentina el libro Somos Belén, de la escritora Ana Correa, con prólogo de Margaret Atwood.
¿Cuál es la situación del aborto en la Argentina? Uno podría responder que más tarde o más temprano el aborto será legal. Y lo será. En 2018 la cámara de diputados le dio media sanción al proyecto, pero los senadores lo rechazaron. Estuvimos cerca de lograrlo. En 2020 se volverá a presentar con grandes posibilidades de sanción gracias al recambio de legisladores. Las mujeres, los jóvenes, los grupos feministas y de derechos humanos saldremos, otra vez, a la calle para apoyar esta ley.
Sin embargo, debemos ser muy conscientes de que el problema es mucho mayor. Porque Ana, Lucía y Belén ya tenían una legislación que las protegía y esa protección, que debía proporcionarles el Estado, falló. En Argentina, pero también en toda Latinoamérica, cada vez es más difícil no sólo conseguir ampliación de derechos para las mujeres, sino que se respeten los que ya tenemos. Se oponen a ello las iglesias y otros grupos conservadores y patriarcales. Con leyes o sin leyes, hay quienes se sienten dueños del cuerpo de las mujeres y no están dispuestos a perder esa propiedad. Nosotras, con la ayuda de toda la sociedad, tenemos que demostrarles que el aborto es una cuestión de salud pública, que nada justifica que mueran mujeres en abortos clandestinos, y que somos las únicas dueñas de nuestro cuerpo. Se lo debemos a todas las Ana, Lucía y Belén. Nos lo debemos a todas nosotras.
Imagen de portada: Debate por la despenalización del aborto en el Congreso de Argentina, 10/04/2018, Fotografías emergentes. BY-NC
“Ni Una Menos es un colectivo que reúne a un conjunto de voluntades feministas, pero también es un lema y un movimiento social”. niunamenos.org.ar. [N. de la E.] ↩