Las Islas Hébridas aparecieron en mi vida por primera vez gracias a la música. Mi papá, un dentista de barrio porteño que tenía una discoteca importante, oía discos permanentemente, incluso cuando atendía a sus pacientes, a quienes a veces hacía callar para que no superpusieran sus quejas a la voz de Sinatra o al violín de Heifetz. El universo musical de mi padre estaba hecho básicamente de compositores de las distintas épocas del período romántico: Beethoven, Schubert, Schumann, Liszt, Chopin, Bruckner, Brahms, Chaikovski, pero también Felix Mendelssohn. Y entre los discos que tenía en casa había uno de ese último compositor que incluía Die Hebriden, Opus 26, pieza a la que también se suele mencionar como Fingal’s Cave (y en castellano como Obertura “Las Hébridas” o La Gruta de Fingal). Según me enteré mucho más tarde, Mendelssohn viajó por Inglaterra invitado por un millonario y luego pasó a Escocia. Allá tuvo ocasión de visitar Staffa, que, con 33 hectáreas, forma parte de las llamadas Hébridas Interiores. Ahí se encuentra la llamada Gruta de Fingal, una caverna de basalto, cuyas altas paredes repiten el eco del mar rompiendo contra las piedras. Aparentemente, esa visión sobrecogedora dio origen a la pieza que Mendelssohn terminó de escribir el 16 de diciembre de 1830, pero que revisó dos años después. Dedicada a Friedrich Wilhelm IV de Prusia, la obra fue estrenada en Londres el 14 de mayo de 1832. La obra me gustó y pregunté cómo se llamaba. No sabía qué eran las Hébridas, pero como siempre estoy atento a la eufonía de ciertas palabras —y, de acuerdo con mis estándares, la palabra “Hébridas” tiene lo suyo—, busqué en un diccionario. Así, a los once años, me enteré, entre otras cosas, de que ese apelativo genérico nombra a un extenso archipiélago de unas cuatrocientas islas e islotes que se sitúan en racimos sobre la costa occidental del norte de Escocia; también que ese archipiélago está dividido en dos grupos: las Hébridas Interiores, entre las que destacan Skye, Mull, Islay, Jura y Staffa, y las Hébridas Exteriores, de las que retuve los nombres de Lewis, Harris, Berneray, North Uist, South Uist y, fundamentalmente, Saint Kilda. Saint Kilda era un nombre lo suficientemente eufónico como para querer saber más. Es el grupo de islas más lejanas de todo el archipiélago. Está conformado por Hirta —o Hiort— (habitada desde la Edad de Bronce hasta 1930), Soay y Dùn (de los que no se conoce instalación humana), Stac Levenish, Stac Lee y Stac an Armin (islotes nunca habitados) y Boreray (cuyos únicos vestigios humanos datan de la Edad de Hierro). Averigüé luego que sus primeros pobladores fueron probablemente navegantes provenientes de Noruega; que en algunas historias el nombre genérico con que aparecen era Skildir, una antigua palabra nórdica que significa “escudo” y que algún copista holandés registró mal ya que, en 1583, se convirtió en Skildar; que en 1592, un nuevo error de otros copistas transformó Skildar en Saint Kilda, y que ya en tiempos históricos ese grupo de breves islas pertenció a los MacLeod de Harris, quienes recaudaban en especies la renta de sus magras tierras a los desdichados pobladores que allí vivían. Cuatro décadas más tarde de haberme enterado de todas esas cosas, estaba parado enfrente de una de las muchas librerías Waterstone del Reino Unido, más precisamente, la de Cardiff, en el sur de Gales, y Saint Kilda volvió a cruzarse conmigo. Esta vez, en un libro que los encargados del local destacaban como “recomendado del mes”. Se trataba de la traducción inglesa de Atlas der abgelegenen Inseln, de la escritora, diseñadora de libros y editora alemana Judith Schalansky. Ese día no lo compré, pero me prometí hacerlo. Sin embargo, pasaron dos años y, un día, para mi sorpresa, descubrí en una librería de Buenos Aires que ya había una edición castellana, traducida por Isabel G. Gamero. En el prólogo, la autora explica:
Este atlas es, como todos los atlas, el resultado de un viaje de aventuras y descubrimientos. Todo comenzó hace tres años en la sala cartográfica de la Biblioteca Estatal de Berlín, mientras caminaba alrededor de un globo terráqueo del tamaño de un hombre e iba leyendo los nombres de los minúsculos pedazos de tierra que aparecían dispersos sobre la inmensidad del océano. Su lejanía y mi desconocimiento supusieron una invitación para comenzar a investigar. Cada una de estas islas me resultaba un misterio y una promesa, como aquellos espacios en blanco que en los mapas antiguos señalaban los límites del mundo conocido. Tenía la impresión de que el mundo aún no había sido descubierto por completo, como si nadie hubiera cruzado los mares rodeando toda la esfera terrestre. Me sentía casi como si me hubiera enrolado en un barco con la esperanza de ser la primera persona en avistar una tierra desconocida o desembarcar en una isla nunca antes hollada; y tendría además la oportunidad de escribir sobre mis descubrimientos en los atlas de la posteridad. Pero en realidad ha pasado mucho tiempo desde la época de los descubrimientos, ya se han acabado aquellos días cuando en cada viaje alrededor del mundo se encontraban nuevas islas y se bautizaban sus costas. La única posibilidad que me quedaba era emprender mi propio viaje en la Biblioteca, impulsada por el deseo de encontrar mi propia isla en mapas antiguos y raros, y en las crónicas de los primeros descubridores de lugares remotos. No me guiaba ningún afán colonialista, tan sólo pretendía superar mi nostalgia por aquellos tiempos de aventuras. En mi imaginación, estas islas eran un lugar paradisíaco y utópico, representan además una aspiración, compartida probablemente por todos los humanos: la de encontrar el lugar perfecto, lejos del mundanal ruido, un espacio único para recuperar la tranquilidad, encontrarse a uno mismo y poder concentrarse, por fin, en lo que verdaderamente importa.
Schalansky de inmediato confesaba su decepción: “Sin embargo, en mi viaje no encontré ningún escenario idílico que calmara mi agitada existencia; todo lo contrario, en ocasiones deseé no haber descubierto algunos de estos lugares inquietantes y desolados, donde sólo abundaban hechos terribles y completamente desdichados”. El libro de Schalansky tiene un título y un subtítulo: Atlas de islas remotas. Cincuenta islas en las que nunca estuve y a las que nunca iré, y está organizado por océanos: el Glacial Ártico, el Atlántico, el Índico, el Pacífico y el Antártico. En cada uno —que, a la vez, constituyen secciones—, las islas se distribuyen de manera irregular, reservándose las páginas pares para la isla en sí. Allí se consigna el país al que pertenece, su superficie, el dato poblacional, su distancia a otros puntos de referencia, algunos datos de naturaleza histórica y un breve texto que refiere uno o varios hechos vinculados a algo ocurrido en esa isla. En el caso de Saint Kilda se señala que esas islas están a 60 kilómetros de la Isla de Harris, correspondiente a las Hébridas exteriores y a 160 kilómetros de la costa de Escocia. Luego se consigna que están deshabitadas, que entre 1826 y 1827 allí hubo una epidemia de viruela, que a partir de 1850 sus habitantes empezaron a emigrar a Australia, que en 1891 se dio el último caso de tétanos neonatal y que en 1930 fueron definitivamente evacuadas. Me llamó la atención eso del “tétanos neonatal” y busqué la referencia en una enciclopedia médica:
El tétanos neonatal es una infección causada por el bacilo de Nicolaier, un anaerobio telúrico, que la mayoría de las veces se contrae por vía umbilical. Todavía está presente en numerosos países en vías de desarrollo. La tetanospasmina, una neurotoxina secretada por el bacilo, provoca contracturas generalizadas y espasmos reflejos al frenar la actividad inhibidora de neuromediadores como el ácido γ-aminobutírico. La mortalidad es elevada, sobre todo si el comienzo es precoz (menos de 7 días), el período de invasión es corto y los paroxismos son frecuentes. Las complicaciones son múltiples, en especial respiratorias, cardiovasculares, metabólicas y nutricionales.
Con esta inquietante perspectiva, volví al texto de Schalansky:
Saint Kilda, no estás en esta tierra, tu nombre no es más que el silbido de los pájaros que malviven en los acantilados de esta roca, último confín de Inglaterra, el punto más distante de las Islas Hébridas; sólo se puede llegar hasta aquí cuando el viento noroeste sopla de forma continuada. El único pueblo que permanece de pie está formado por dieciséis casuchas, tres cobertizos y una iglesia; en el cementerio yace el futuro de la isla: todos los niños nacen sanos, pero en su cuarta o quinta noche se niegan a recibir alimentos, sus llantos se escuchan en todo el pueblo. Al sexto día, sus paladares se vuelven rígidos y sus gargantas se atoran, tanto que les resulta imposible ingerir nada. Sus músculos se retuercen y sus mandíbulas cuelgan sin fuerzas; miran al exterior atónicos y no pueden dejar de bostezar, sus labios agrietados dibujan extrañas muecas. Dos tercios de los recién nacidos, especialmente los varones, mueren entre el séptimo y el noveno día; algunos se van antes, otros después: el más joven falleció a los cuatro días y tan sólo uno logra llegar a su vigésimo segundo día. Algunos lo atribuyen a la alimentación, a la carne untuosa de los fulmares y al aroma a almizcle de sus huevos, que da suavidad a la piel de los isleños, pero agria la leche materna. Otros opinan que está en la sangre, debilitada por la endogamia. Y, por último, otros sostienen que los niños se ahogan con el humo de los braseros de turba que calientan las habitaciones, que se intoxican con el cinc de los tejados o quizás por el sebo rosado con el cual se encienden las lámparas de aceite. Los varones de Saint Kilda rezan en susurros y atribuyen las muertes a los designios del Todopoderoso, pero éstas son las palabras de hombres piadosos; las mujeres, sin embargo… Tantos embarazos y tan pocos niños que sobrevivan al octavo día de la enfermedad. El 22 de junio de 1876 una mujer espera en la cubierta de un barco, regresa al hogar después de mucho tiempo; como todas las habitantes de Saint Kilda, su piel es blanca, sus mejillas rojizas, sus ojos intensamente claros y sus dientes blancos como el marfil; acaba de traer un niño al mundo, pero no en esta isla. El viento sopla en dirección noroeste y la mar está en calma; desde hace varias horas desde la costa se puede ver cómo sostiene a su recién nacido en sus brazos, protegiéndolo del aire salado.
Aparentemente, las razones de la evacuación de Saint Kilda no se refieren al tétanos neonatal, sino a la imposibilidad de la población de asegurarse el sustento. Los últimos 36 habitantes la abandonaron el 29 de agosto de 1930. Un año después, según indica el sitio oficial de la isla: “Saint Kilda fue vendida a John Crichton-Stuart, quinto marqués de Bute, un entusiasta ornitólogo, que la convirtió en un santuario de aves. Él la legó a The National Trust for Scotland en 1957”. Durante algún tiempo pensé que eso era todo lo que iba a saber de esa isla, pero en 2016, junto con la poeta argentina Marina Serrano y con los poetas mexicanos Ana García Bergua y Carlos López Beltrán, acompañamos a Richard Gwyn, poeta y traductor galés, para presentar, por varias ciudades de Gran Bretaña, The Other Tiger, su monumental antología de poesía latinoamericana de los últimos cincuenta años. Luego de la embajada argentina en Londres, pasamos por las universidades de Cardiff y de Newcastle. En todas partes leímos nuestros poemas y los de otros poetas de la antología en castellano y Richard hizo lo propio con sus traducciones al inglés. Terminamos en una imponente y otoñal Edimburgo. Allí, después de la lectura, fuimos a cenar con Tom Pow y Brian Johnstone, dos poetas escoceses amigos que vinieron a escucharnos. En un momento dado, les pregunté qué música folklórica escocesa me recomendaban comprar y los dos dijeron sin dudar que tenía que conseguirme una copia de The Lost Songs of St Kilda, disco del que todo el mundo estaba hablando. Quise saber más y me comentaron que se trataba de unas canciones que habían sido recuperadas y que eran lo último que quedaba de la cultura de esa isla. No les dije nada de lo que ya sabía. Pero al día siguiente lo primero que hice fue buscar una disquería. El folleto que acompaña al disco está firmado por Tim Cooper. La historia que cuenta es la siguiente: Trevor Morrison, un jubilado internado en un geriátrico, todos los días tocaba obsesivamente las mismas ocho melodías en el destartalado piano vertical que había en el comedor del establecimiento donde vivía. En un momento dado, manifestó su deseo de aprender computación para grabar esas canciones. El encargado de instruirlo fue un joven informático llamado Stuart McKenzie, quien, a fuerza de verlo para enseñarle a manejar la computadora, se hizo su amigo. Morrison le contó que había aprendido música de niño, durante la segunda guerra, cuando tuvo que ser evacuado de su Glasgow natal a la Isla de Bute. “Muy pequeño —comenta Mackenzie— tomó lecciones de piano con un maestro de música itinerante que era nativo de Saint Kilda […] El maestro de piano captó la atención del muchacho con las historias de esa isla casi mítica, en la que había crecido antes de que toda la población fuera evacuada en 1930.” Lo demás había sido un lento proceso de repetición de esas ocho canciones durante más de sesenta años. Ahora, al final de su vida, Morrison quería grabarlas. Siempre de acuerdo con el relato de Cooper,
Trevor le dijo a Terry Blair, otro visitante, que las canciones nunca habían sido tocadas en el piano, porque en la isla no había ninguno, ya que la Iglesia prohibía la música. El maestro de piano le había contado que las melodías provenían de las canciones que se cantaban los hombres de Saint Kilda para llamarse unos a otros cuando escalaban los acantilados de la isla y sus riscos como columnas en busca de huevos de alcatraces y fulmares, además de otras aves marinas.
El folleto informaba también que Trevor Morrison había muerto en diciembre de 2012, luego de haber grabado esas ocho canciones incluidas en el disco. También decía que Rachel Johnson, la última superviviente de la isla, había muerto en abril de 2016 y, fuera de un puñado de fotos, ya nada quedaba, a excepción de esas grabaciones, para recordar el legado de ese extraño lugar azotado por las olas del Atlántico. Saint Kilda permaneció deshabitada, salvo por un breve período en 1955, en que se convirtió en base misilística británica. Después, hubo varios intentos de convertirla en base militar. Unos pocos prosperaron. En la actualidad, sólo en Hirta, la isla principal, existe una pequeña población de civiles que trabajan en las pocas instalaciones militares que allí existen. Pero no se trata de los descendientes de los antiguos pobladores. No estoy seguro de que ellos sepan que esas canciones se abrieron paso a través del tiempo, gracias al tesón de un viejo que insistió en preservarlas, tocándolas con un aire de profunda melancolía y desolación que acaso sirvió para expresar a esas rocas en medio del mar donde ya no vive nadie. Las canciones incluidas en el disco fueron orquestadas por Rebecca Dale, Craig Armstrong, Christopher Duncan, Francis MacDonald y James MacMillan, todos compositores escoceses que, de esa forma, le rindieron tributo a un pianista aficionado que logró instalar un pedazo del pasado en nuestro presente. Es todo lo que sé de Saint Kilda.