Aprisionamiento y empequeñecimiento consiguiente
Y he aquí ante nosotros —¡no, no puedo creer a mis ojos!— un edificio bastante chato, la escuela, adonde Pimko me arrastra, me empuja, a pesar de mis lloros y protestas. Hemos llegado durante el recreo: en el patio paseaban seres intermedios, de 10 a 20 años, ingiriendo el desayuno: pan con queso o con manteca. En la empalizada que rodeaba el patio había agujeros por donde miraban las madres, nunca bastante saturadas de sus tesoritos. Pimko aspiró voluptuosamente el olor escolar con su instrumento nasal de dos caños.
—Ox, ox, ox —exclamó—, picho, picho, picho…
Mientras tanto, un rengo intelectual, probablemente maestro, se acercó a nosotros con demostraciones de excepcional respeto.
—Profesor —dijo Pimko—, he aquí el pequeño Pepe al cual yo quisiera colocar en segundo año. Pepito, saluda al señor profesor. Hablaré enseguida con el director, y mientras tanto, le dejo a Pepe para que se inicie en la vida colegial.
Quise contestar, pero hice una reverencia, un leve vientecillo sopló, las ramas de los árboles se movieron y con ellas un manojito de cabellos de Pimko.
—Espero que se comportará bien —dijo el viejo pedagogo acariciándome la cabecita.
—Bueno, ¿cómo anda la juventud? —preguntó Pimko en voz baja—. Veo que pasean… muy bien. Pasean, charlan y las madres los observan… muy bien. No hay nada mejor para un muchacho en edad escolar que una madre bien colocada detrás de un muro.
—Sin embargo, todavía no son bastante ingenuos —se quejó amargamente el maestro—. Todavía no podemos sacar de ellos bastante frescura e ingenuidad juvenil. No, no se imagina, colega, cómo son de obstinados y mal dispuestos en ese sentido. No, ¡no quieren ser como la papa nueva! ¡No quieren! ¡No quieren!
—¡Carece usted de virtud pedagógica! —lo reprendió Pimko severamente— ¿Qué? ¿No quieren? ¡Deben querer! En seguida demostraré cómo se estimula la ingenuidad. Apuesto a que dentro de media hora será doble la dosis de ingenuidad ambiente. Mi propósito es el siguiente: empezaré por observar a los alumnos y les daré a entender que los considero como a inocentes e ingenuos. Eso naturalmente los provocará, van a querer demostrar que no son inocentes, y es entonces cuando caerán en la verdadera ingenuidad e inocencia tan sabrosa para nosotros los pedagogos.
Y se ocultó detrás de una gran encina, mientras el maestro, tomándome de la manita me metió entre los alumnos, sin darme tiempo para aclaraciones ni protestas.
Los discípulos paseaban. Unos se propinaban palmaditas o papirotazos… otros devoraban sin cesar sus textos tapándose las orejas… otros se hacían monerías o zancadillas o piruetas y sus miradas atontadas o borreguiles o aguadas se posaban sobre mí sin descubrir mi treintena. Me llegué al más cercano, seguro de que la cínica farsa acabaría en seguida.
—Permítame —dije— ¡como usted ve, mi edad…!
Pero el discípulo exclamó:
—¡Mirad al discípulo Novum companerum! —Me rodearon, alguien profirió—: ¿Deo gratias malevolus caprichus tempora excelentisima persona vuestra con tanta parsimonia ante nuestras mercedes se aparece?
Otro chilló entre risas cretinoides:
—¿Acaso padecía el colegus estimadus de haraganitis linfáticamente crónica, o quizá suspiros hacia alguna doncella han postergado la tan ansiada llegada de vuestra merced?
Al oír aquel lenguaje terrible callé como si alguien me hubiera cosido la boca, pero ellos no cesaban, como si les fuese imposible cesar… y justamente cuanto más disgusto causaban esas palabras tanto más gozaban, hundiéndose en ellas con deleite, con obstinación de maniáticos. Sus movimientos eran vacilantes… sus caras apasteladas y mal amasadas… y el tema principal de los menores era los órganos sexuales, mientras el tema principal de los mayores era las relaciones sexuales, lo que, junto con la arcaización y la latinización, formaba un cóctel de excepcional repugnancia. Parecían mal introducidos en algo, mal colocados y mal ubicados, a cada momento sus miradas volaban hacia el maestro, se agarraban convulsivamente los cuculandritos y la conciencia de que eran observados sin cesar les imposibilitaba la ingestión del desayuno.
Me quedé, pues, atontado y sin lograr ninguna aclaración… frente a una farsa que no mostraba señales de terminar. Mas cuando los escolares percibieron a Pimko, que oculto detrás del árbol los observaba con gran atención y perspicacia, se pusieron en extremo nerviosos; y se esparció la noticia de que el inspector había llegado, que estaba detrás de la encina y miraba.
—¡El inspector! —decían unos, sacando sus libros y acercándose a la encina— ¡El inspector! —decían otros, alejándose de la encina. Pero ni unos ni otros podían desviar la mirada de Pimko, quien escribía algo en su libreta.
—¡Escribe algo! —se murmuraba a izquierda y derecha— ¡Anota sus observaciones!
De repente Pimko les tiró la hoja de modo tan discreto e imperceptible que parecía llevada por el viento. En el papel estaba escrito: Basándome en mis observaciones realizadas en la escuela X durante el gran recreo, he comprobado que la juventud masculina es inocente. ¡Esta es mi convicción más profunda! Lo prueba: el aspecto de los alumnos, sus inocentes charlas y, en fin, sus inocentes y simpáticos culitos. (Firmado) Pimko, 29 de octubre de 193… Varsovia.
Apenas el papelito llegó a conocimiento de los alumnos, ¡se enardeció el hormiguero escolar!
—¡Nosotros inocentes! ¡Nosotros los muchachos! ¡Nosotros que empezamos a vivir ya a los 10 años!
Risas y risitas se acumulaban violentas, aunque secretas, y en todas partes había señales de burlas y bromas. ¡Ah, ah, pobre viejo ingenuo! ¡Qué ingenuidad! ¡Qué ingenuidad! Pero pronto me di cuenta de que la risa duraba demasiado… que, en vez de concluir, aumentaba y se acentuaba y, acentuándose, se obstinaba en sí misma, y, obstinándose, se volvía en extremo artificial y furiosa. ¿Qué pasaba? ¿Por qué la risa no concluía? Ah, solo después comprendí qué clase de veneno les inyectó en ese momento el diabólico y maquiavélico Pimko. Pues la verdad era que esos mocitos, encerrados en la escuela, alejados de la vida misma, eran inocentes. Eran inocentes a pesar de no ser inocentes. ¡Eran inocentes en su afán de no ser inocentes! ¡Inocentes con la mujer en los brazos! ¡Inocentes en la lucha y en la pelea! ¡Inocentes cuando recitaban versos e inocentes cuando jugaban al billar! ¡Inocentes cuando comían y dormían! Inocentes cuando eran inocentes. Siempre amenazados por la santa inocencia hasta cuando derramaban sangre, torturaban, violaban, maldecían, ¡todo para no ser inocentes!
Por eso sus risas, en vez de terminar, crecían… y crecían como en el potro de tormentos. Y poco a poco algunos, despacito al comienzo y después con más celeridad, empezaron a proferir pésimas suciedades y palabras propias de un cochero borracho. Febrilmente, pronto, en voz baja, pronunciaban maldiciones brutales, insultos y otras porquerías; y algunos las dibujaban con tiza sobre el muro; y en el aire puro del otoño se generaban palabras aun más terribles que aquellas con las que me recibieron al llegar. Me parecía que estaba soñando, porque solo en el sueño se nos ocurre caer en situación más tonta que todo lo que se pueda imaginar. Trataba de contenerlos.
—¿Por qué decís c…? —pregunté febrilmente a uno de ellos— ¿Por qué decís eso?
—¡Cállate imbécil! —me contestó el bruto dándome una trompada— ¡Es una palabra magnífica! ¡Dila! —chistó y me pisó el pie— ¡Dila en seguida! (¿No ves que esta es nuestra única defensa contra el culeíto? ¿No ves que el inspector está detrás de la encina y se propone hacernos un cuculeco infantil?) Anda, di en seguida todas las porquerías que sabes o, si no, te doy un coscorrón. ¡Dilas, dilas y nosotros las diremos también! ¡También las diremos! ¡Señores, adelante, porque nos quiere hacer un culeíto!
Después de haber pronunciado esas palabras, el vulgar atorrante (llamado Polilla por los demás) se acercó furtivamente al árbol y grabó allí las cuatro letras de esa gruesa palabra, de tal modo que no podían verlas ni Pimko ni las madres. Una risa baja y llena de satisfacción dejóse oír; oyéndola, las madres detrás del muro y Pimko detrás de la encina también prorrumpieron en una risa bondadosa, y comenzó una risa doble. Porque los jóvenes maliciosamente se reían de su travesura y los adultos se reían viendo la alegría de los jóvenes, y ambas carcajadas competían en el aire otoñal silencioso, entre hojas que caían de los árboles, mientras el viejo portero barría la basura… El césped amarilleaba y el cielo estaba pálido…
Mas Pimko detrás del árbol se volvió de repente tan ingenuo, los atorrantes sacudidos por la risa tan ingenuos, y en general la situación tan asquerosamente ingenua, que comencé a hundirme en tanta ingenuidad, yo y todas mis inexpresadas protestas. Y no sabía a quién socorrer: ¿a mí, a mis camaradas o a Pimko? Me acerqué al árbol y murmuré:
—¡Profesor!
—¿Qué hay? —preguntó Pimko también en voz baja.
—Profesor, salga de ahí: del otro lado del árbol han escrito una palabra. Y se ríen de eso. ¡Salga de ahí, profesor!
Mientras murmuraba aquellas frases cretinas me parecía que era un místico sacerdote de la tontería y me asusté de mi actitud, con la mano junto a la boca, cerca de la encina, murmurando algo a Pimko, que estaba detrás del árbol y en el patio escolar…
—¿Qué? —preguntó el profesor desde atrás del árbol— ¿Qué han escrito?
De lejos se escuchó la bocina de un automóvil.
—¡Una mala palabra! ¡Han escrito una palabrota! ¡Salga de ahí!
—¿Dónde la han escrito?
—¡Sobre la encina; del otro lado! ¡Salga de ahí, profesor! ¡Termine con eso! No se deje engañar. Profesor, quiso usted hacerlos pasar por inocentes e ingenuos, y ellos le han escrito esas cuatro letras… Deje de excitarlos, profesor, basta. No puedo hablar más así en el aire. ¡Enloqueceré! ¡Profesor, salga de ahí! ¡Basta! ¡Basta!
Mientras decía esto el verano se inclinaba perezosamente hacia el otoño y las hojas silenciosas caían.
—¿Qué? ¿Qué? —exclamó Pimko— ¿Yo dudando de la pureza juvenil de la juventud nuestra? ¡Nunca! Soy un viejo ducho en la vida y en la pedagogía.
Salió de detrás del árbol y los alumnos, al ver su figura absoluta, prorrumpieron en un rugido salvaje.
—¡Querida juventud! —dijo Pimko cuando se acallaron un poco— No ignoro que usáis entre vosotros palabrotas indecentes. No os imaginéis que no esté al tanto de esto. Pero no os preocupéis: ningún exceso, por lamentable que sea, logrará quebrantar esta mi profunda convicción de que sois, en el fondo, puros e inocentes. El viejo amigo vuestro siempre os considerará como puros, inocentes y siempre tendrá fe en la decencia, pureza e inocencia vuestra. Y en lo que se refiere a las palabrotas, sé que las repetís sin comprender siquiera, así no más para luciros; seguramente alguno las aprendió de la sirvienta. Bueno, bueno, no hay nada de malo en eso, al contrario, esto es más inocente de lo que creéis.
Pimko estornudó y, muy satisfecho, después de haberse limpiado la nariz, se encaminó a la dirección para conversar con el director Piorkowski de mi asunto. Mientras, las madres y las tías detrás de la empalizada se echaban unas en brazos de otras y exclamaban encantadas:
—¡Qué altos conceptos! ¡Qué fe profunda en la inocencia! […]
Fragmento de: Witold Gombrowicz, Ferdydurke, traducción del autor y de un Comité de traducción, El Cuenco de Plata, Buenos Aires, 2014, pp. 41-46. Se reproduce con el permiso de la editorial.
Imagen de portada: ©Cumi D. Tamayo, My Heart Will Go On, 2022. Cortesía de la artista