LILIANA MUÑOZ
A favor de la novela
Primero, una obviedad necesaria: para comprender las nuevas formas de la novela es indispensable señalar, someramente, algunas de sus definiciones. Ya en 1734, el Diccionario de Autoridades expresaba: “Historia fingida y texida de los casos que comúnmente suceden, o son verisímiles” y ponía como ejemplo la novela corta de Lope de Vega, La desdicha por la honra (1624). Veamos ahora la definición actual del diccionario de la Real Academia Española (rae): “Obra literaria narrativa de cierta extensión”, “Género literario narrativo que, con precedente en la Antigüedad grecolatina, se desarrolla a partir de la Edad Moderna”.
No son ociosas estas líneas preliminares; la novela, como es evidente, escapa a las definiciones. La primera, demasiado amplia, arroja ya algunas pistas: ¿cuáles son los casos que comúnmente suceden? ¿Es la ascensión de Remedios la Bella, en Cien años de soledad, algo que comúnmente sucede? ¿Son verosímiles los muertos que vagan por Comala en Pedro Páramo? La definición que arroja la RAE es aún más ambigua: ¿qué significa una obra literaria de cierta extensión? ¿A partir de cuántos caracteres podría una obra literaria ser considerada una novela?
En el monumental The Novel: A Biography (2014), Michael Schmidt hace una distinción entre el francés roman y el inglés novel: el primero nos remite a la prehistoria del género, en la Edad Media, es decir, a los romances en verso y prosa, mientras que el inglés novel pasó de ser, en el siglo XVI, sinónimo de algo “innovador” a adquirir, en el xvii, el carácter de “novato” o “ingenuo”. El novelista, según Schmidt, era, pues, innovador e inocente. Roman, en alemán, es también “novela”, con el añadido de que la crítica y la academia han incorporado ya a su jerga particular la novela con apellidos, como la Bildungsroman (novela de aprendizaje) o la Künstlerroman (novela del artista). Schmidt aventura otra definición, extensa pero a mi juicio más atinada: “Una novela es una narrativa, por lo general en prosa, ciertamente más larga que un cuento corto, probablemente (aunque no de manera invariable) de más de veinticinco mil palabras de extensión; con frecuencia combina cierto número de relatos e incorpora elementos de ficción, en los que los personajes, individuos o voces se presentan relacionados entre sí y con sus mundos, en un lenguaje apropiado”.
No es mi intención hacer un análisis lexicográfico del término “novela”. La vaguedad e imprecisión de estas definiciones no evidencian un problema semántico: más bien son un mero reflejo, no sólo de la pluralidad del arte mismo de la novela, sino también de su historia, de sus cimientos, de las vicisitudes que ha enfrentado a lo largo de poco más de cuatro siglos. Con Descartes, con Pascal, pero también con Cervantes, dio inicio la Edad Moderna. Es decir, el periodo en que las certezas absolutas que fundaron la Edad Media comenzaron a difuminarse, a ponerse en tela de juicio, a ser cuestionadas, sobre todo, desde la ciencia y la filosofía. Descartes se valió de la llamada “duda metódica” para eliminar toda falsa verdad. En el fondo, el racionalismo cartesiano no era más que un método para intentar acceder al conocimiento de forma sistemática. Partiendo de una serie de reglas, el filósofo y matemático buscaba una verificación por medio de la experiencia: “soy una cosa que piensa”. Para Pascal, en cambio, no existía un método que nos permitiera aprehender el conocimiento del mundo; el universo es complejo e infinito y por lo tanto también lo es el ser humano. Ya en los Pensamientos (1670), afirmaba: “¿Qué quimera es, pues, el hombre? ¡Qué novedad, qué monstruo, qué caos, qué sujeto de contradicción, qué prodigio!”. La llamada “apuesta de Pascal”, resumida en la consabida frase “el corazón tiene razones que la razón desconoce”, está vinculada a la innegable existencia del Creador; si éste no existe y no se cree en él, no sucede nada, pero si existe y no se ha creído en él, ¿en qué fundamenta el individuo su razón de ser? Por eso Pascal, en su particular tentativa de aprisionar verdades que no son absolutas, nos habla de dos tipos de espíritus: el “espíritu de geometría” y el “espíritu de finura”. El primero razona de acuerdo a principios matemáticos y no pretende sino hallar explicaciones lógicas; el segundo, en cambio, juzga en un solo golpe de vista y acepta por fe, por sentimiento o por sentido común aquello que considera una verdad absoluta.
Descartes y Pascal revelan, pues, los principales síntomas de la Edad Moderna: la búsqueda de la verdad, la comprensión, por diversos medios, de la auténtica naturaleza del individuo. Siglos más tarde, Kundera explicaba que esta época representa “degradación y progreso a la vez y, como todo lo humano, contiene el germen del fin en su nacimiento”. Cervantes —de quien Kundera, dicho sea de paso, es heredero espiritual—, valiéndose de la novela, elige otro camino: se propone, no encontrar respuestas, sino explorar los problemas que también se planteará la filosofía. Más de cuatro siglos de novela podrían resumirse en una indagación en los grandes temas de la existencia: la libertad y la búsqueda de sentido, con Cervantes y Flaubert; la moral y la psicología humana, con Dostoyevski; la tensión entre la Historia y el individuo, con Tolstói; la memoria y la naturaleza fragmentaria de la vida, con Sterne; el amor-pasión, con Goethe, Choderlos de Laclos y Emily Brontë; la aventura, con Melville y Stevenson; el paso del tiempo, con Proust, Woolf y Joyce; la alienación, con Kafka; y un largo etcétera. Los novelistas que he señalado comprenden a cabalidad que habitan un mundo de verdades relativas, contradictorias e inciertas. Abandonar esa ambigüedad, esa indagación y, por lo tanto, la duda que fundamenta esa indagación —en términos formales, temáticos o estructurales—, implicaría adentrarnos en una época sombría, ajena a los titubeos, en donde sólo caben las verdades absolutas, las ideologías, los totalitarismos. Dicho de otro modo: si la novela responde a las tribulaciones y enigmas de su tiempo, su muerte representaría entonces la muerte del mundo conocido, es decir, de la forma en que el individuo experimenta y aprehende el mundo. Para Kundera, “el espíritu de la novela es el espíritu de la complejidad. Cada novela le dice al lector: ‘Las cosas son más complicadas de lo que tú crees. Ésa es la verdad eterna de la novela’”.
¿Qué ocurre, entonces, con la llamada novela posmoderna? Las vanguardias dieron como fruto novelas arriesgadas, experimentos formales, desafíos que perseguían la innovación. Pero su búsqueda, aunque dejó algunas obras perdurables, fue en buena medida un fracaso, quizá porque no trataban de comprender la complejidad del presente, sino de anticiparse a la complejidad del futuro, que es siempre imposible de predecir. Y, pese a ello, las vanguardias sembraron dudas sobre el lugar que debería ocupar la novela en nuestros tiempos. En La importancia de la novela (2023), Karl Ove Knausgård recuerda a D. H. Lawrence: “Para Lawrence, la vida era una oleada, ingobernable, imprevisible y en constante cambio. Todo lo que impedía el cambio, es decir, lo acabado, lo definido, lo categorizado, lo absoluto, iba en contra de la vida”. Por tanto, no es de extrañar que la novela —que, por su propia naturaleza, está próxima a la vida— sea el único género capaz de expresarla en toda su magnitud y, a la vez, el que más desafíos entraña, pues está siempre en tensión con la Historia.
A pesar de todo, se escuchan, aquí y allá, voces agoreras que afirman que la novela ha muerto o está languideciendo. Me parece necesario hacer una precisión: es posible que el cisne esté cantando para la novela realista, pero no para el género novelístico. Famosamente, Paul Valéry, en su tentativa de caricaturizar a la novela realista, afirmaba que no se sentía capaz de escribir frases tan vulgares como “La marquesa salió a las cinco”, oración que, no sin agudeza, condensa las señas de identidad de la novela decimonónica. El siglo XIX, pródigo en este género, fue, quizá, el periodo en que éste alcanzó, desde su nacimiento, su mayor grado de popularidad. El empleo de la tercera persona, la búsqueda de la verosimilitud, la crítica social o las descripciones detalladas contribuyeron a enriquecer la novela y nos legaron narradores extraordinarios, como Balzac, Galdós, Flaubert o Tolstói. Pero si, como he mencionado, hay un viaje de ida y vuelta de la novela a la vida, estamos lejos de pensar que una obra como La Regenta (1884), de Leopoldo Alas “Clarín”, sea capaz de reflejar, en el siglo XXI, nuestras preocupaciones actuales y nuestra visión del mundo.
Ya el siglo anterior, plagado de transformaciones sociales y conflictos bélicos, supuso un desafío para los novelistas: Joyce, por ejemplo, prácticamente hace desaparecer el tiempo en el Ulises (1920); Beckett escribe novelas sin argumento; Capote define A sangre fría (1965) como una “novela de no ficción”; Rafael Sánchez Ferlosio hace de El Jarama (1955) una novela sin acción. ¿Y qué decir de Sebald, Piglia, César Aira o Ben Lerner, por ejemplo? En Kassel no invita a la lógica (2014), Enrique Vila-Matas hace una flagrante declaración de principios: “detestábamos al realista y al rústico o al rústico y al realista que consideraban que la tarea del escritor era reproducir, copiar, imitar la realidad, como si en su caótico devenir y en su monstruosa complejidad la realidad pudiera ser atrapada y fuera narrable”. Con Vila-Matas, con Alejandro Zambra, con Annie Ernaux, y un largo etcétera, entramos en un terreno pantanoso: el de la autoficción, el invitado incómodo en una conversación sobre los derroteros de la novela.
Comencemos por admitir que no toda obra literaria de cierta longitud, contenida entre tapa y tapa, puede ser considerada una novela. Y, sin embargo, sus fronteras nos eluden, sus elementos se nos escapan, el género se reinventa al tiempo que intentamos apresarlo. El debate acerca de la autoficción merece sin duda un comentario aparte: el crítico y editor Constantino Bértolo, por mencionar a uno de sus máximos detractores, ha señalado en reiteradas ocasiones que “escribir autoficción es menos complicado que escribir en tercera persona”. La considero una aseveración desafortunada, no porque le falte o le sobre razón, sino porque parece reducir la riqueza de la novela al narrador o al punto de vista. E. M. Forster, en su personalísima y arbitraria manera de aproximarse a la novela, dedicó su ciclo de conferencias en el Trinity College al examen de los elementos que consideraba indispensables en el género, pero al final volvió al punto de partida: “El aspecto fundamental de una novela es que cuenta una historia, pero cada cual manifestará su asentimiento con diferentes matices”.
En el fondo, una novela debe poder conjurar el caos de la vida. El estilo, la estructura, el narrador o el argumento son medios para un fin; se pueden extender o cuestionar sus límites, como se ha hecho repetidamente a lo largo de los siglos, pero el quid de la cuestión es que el lector, tras la lectura de unas cuantas páginas, sea capaz de preguntarse: “y bien, ¿qué ocurre después?”.
En su texto, Guillermo Espinosa Estrada responde a esa pregunta, pero la amplía. Se cuestiona, entre otras cosas, los alcances y los límites de la novela del presente, qué nos depara la novela del futuro y si este género es capaz de reflejar o no nuestras preocupaciones actuales. Si bien su punto de partida me parece poco atinado, en el sentido de que la novela mexicana del XXI —con sus respectivas particularidades— dista de reflejar el estado de salud de la novela como género literario, coincido con él en un aspecto fundamental: no le preocupa únicamente qué se narra, sino cómo. La novela, como he afirmado, debe apuntar a la pluralidad. Por ende, cuando una novela se vuelve “de género” o es una mala novela o es otra cosa: un divertimento, un panfleto, un producto. Mi barómetro personal es el siguiente: si una obra es susceptible de ser etiquetada como “novela del narcotráfico”, “novela del feminicidio”, “novela de la violencia”, “novela del cambio climático”, sin más, es que ha entrado en el terreno del dogma, de lo categórico y de la ideología, y en este sentido, se ha pegado un tiro en el pie. No es tanto el fin de la novela, sino el suicidio de la novela, ya por presiones del Zeitgeist, de los mecanismos de la industria o de la falta de pericia del escritor. Porque, en efecto, hay buenas novelas sobre el narcotráfico —pienso en Trabajos del reino (2004), de Yuri Herrera—, tanto como hay buenas novelas sobre el cambio climático —como Clima (2020), de Jenny Offill, o Solar (2010), de Ian McEwan—, pero lo interesante de ellas es que, a manera de cajas chinas, contienen otros tópicos, igual de significativos y pertinentes. Convengo en que necesitamos continuar explorando las formas de la novela —¿qué es, a estas alturas, lo que entendemos por “novela tradicional”? Las obras de Labatut, con su complejidad histórico-científica, ¿cómo las clasificamos?—, pero, en cuanto a los temas, me parece una falacia lógica pensar, a partir de los ejemplos descritos, que hemos caído en una suerte de crisis o inercia. La novela no es un género herméticamente cerrado: ya desde su germen busca comprender, indagar y apropiarse del presente; tal vez no necesita mirar hacia el futuro, sino hacia adentro.
GUILLERMO ESPINOSA ESTRADA
En contra de la novela (actual)
Mi biografía como lector tiene un momento decisivo: el instante que marca un antes y un después de mi rompimiento con la novela. El género que me hizo adicto a la literatura, el favorito de mi juventud, perdió, casi de un día para otro, todo su embrujo y pertinencia. Si bien esto pudo ser resultado de alguna alteración en mi metabolismo —como cuando se contraen alergias a una edad avanzada—, sospecho que tal vez empezó a fastidiarme más por un problema de la novela que mío. Voy a tratar de argumentar mis reparos en las siguientes líneas.
En su defensa del género, Liliana Muñoz nos recuerda que la novela es producto de la Edad Moderna, un periodo caracterizado por la duda, la crítica, el escepticismo. Nos advierte que la muerte de esta forma literaria implicaría “la muerte del mundo conocido”, para dar paso a otro: “una época sombría, ajena a los titubeos, en donde sólo caben las verdades absolutas, las ideologías, los totalitarismos”. Lo que quisiera exponer a continuación es que ya estamos viviendo, de lleno, en esa época sombría donde la novela no ha encontrado su lugar. Dos acontecimientos —que me cambiaron a mí, al país y al planeta— inauguran este nuevo orden, al menos en mi experiencia: la crisis de seguridad en México, cuyo inicio suele fijarse en 2006, y la crisis climática, que ha pasado de amenaza de un futuro hipotético a realidad irrefutable. No por nada la novela ha fallado en su representación de ambos fenómenos.
La novela frente a la guerra En el tercer capítulo de Los muertos indóciles (2013), Cristina Rivera Garza apunta que es cada vez más común que los escritores estén “dispuestos a incorporar el archivo, materialmente, en la estructura misma de sus textos”. Es decir, aunque todo escritor, para escribir, investiga —y siempre lo ha hecho así—, ahora “no sólo buscan aprovechar la anécdota interesante o anómala, sino sobre todo la estructura porosa, incompleta, lagunar, frágil del archivo en la escritura de sus novelas o poemas”. Esto es lo que ella denomina escritura documental, o ficción documental. No obstante, dice, sigue habiendo autores más tradicionales que, aunque investigan, no muestran ni comparten su archivo en el texto publicado. Piensa, por ejemplo, en “los practicantes de la así llamada novela histórica, aquellos que a menudo ocultan el trabajo de la búsqueda y el hallazgo en el interior de los archivos” que, además, “suelen limar las asperezas propias del documento histórico, normalizándolo a lo largo de narrativas casi siempre lineales”. Si la finalidad última de la escritura documental es, en realidad, dialogar con otras voces y, principalmente, rescatar otras autorías —las que aparecen en los documentos que ahora se exhuman y exhiben—, la novela histórica, inevitablemente, acalla esas otras voces y saca provecho, sin citar ni dar crédito, de esas otras autorías.
La gran mayoría de los títulos sobre violencia que empezaron a amontonarse en las mesas de novedades desde finales del sexenio de Felipe Calderón no pueden considerarse novelas históricas, pero padecen el mismo problema que detecta Rivera Garza. Se trata de discursos ficcionales que abrevan de la historia reciente de nuestro país, pero no comparten su archivo. Es evidente que para representar un mundo nuevo, un mundo ignoto para casi cualquiera, los autores investigan, pero sus documentos —así como las voces y autorías que esos documentos contienen— no se escuchan en sus relatos. Parece que como gremio no nos hemos planteado seriamente cómo representar esta tragedia humanitaria y sólo se nos ha ocurrido abordarla a través del qué, es decir, desde su temática: la novela del narcotráfico, el relato sobre violencia doméstica y feminicidio, el poema migratorio y el drama de los desaparecidos, amén de sus varias y numerosas combinaciones. Y no digo que la única manera de representar críticamente estos conflictos sea por medio de la escritura documental, pero si la finalidad es escuchar al otro a través de textos que lo hagan presente, la ficción tradicional se queda corta en estrategias. Ésta cae en el espejismo de pensar que está amplificando las demandas de las víctimas cuando, en realidad, está suplantando sus voces con la de un autor “gurú” que, a decir de la misma Rivera Garza, cree que “guía visionariamente a los desposeídos”. Dentro de este inmenso corpus textual, la novela resulta, sin duda, el género más imprudente.
Por algún motivo, que podría estar relacionado con el enorme éxito comercial del género, la novela mexicana del siglo XXI no ha logrado articular un lenguaje que pueda representar la violencia de forma crítica. Al contrario, es el género que de manera más inescrupulosa la espectaculariza —estetizando la tortura, la ejecución, la autopsia—, cuando no la banaliza al convertir nuestra tragedia humanitaria en una fábula, materia prima para confeccionar una historia de actualidad, una historia de moda. De hecho, pareciera que, en lugar de comprender las raíces de nuestra crisis, termina por replicar sus mecanismos sin ironía. El novelista, convertido por la industria editorial en un pequeño empresario, se desplaza a espacios marginales de la realidad que no conoce bien, extrae de ahí situaciones de violencia límite —“horrísonas”, diría Adriana Cavarero—, y después de un tratamiento literario, las comercializa en productos manufacturados para su consumo.
Aunque pocas, no todas las poéticas que han surgido tras el inicio de la guerra se han comportado de la misma manera. Hay algunas que, a través del lenguaje, han logrado encontrarse con los otros e, incluso, condolerse con ellos. Y no sólo eso: al hacerlo, estos textos tuvieron que transgredir los límites que, durante siglos, se han dedicado a salvaguardar los valores de la literatura capitalista. Estoy hablando de nociones como las de propiedad intelectual, originalidad y mercado, que incluso logran desdibujar. Pienso en cierto tipo de poesía no creativa, como Anti-Humboldt (2014), de Hugo García Manríquez, o en poesía citacionista, como Antígona González (2012), de Sara Uribe. Se me ocurre cierto tipo de dramaturgia documental, como la practicada por el Teatro Línea de Sombra —Amarillo (2009)— o por Lagartijas Tiradas al Sol —Veracruz, nos estamos deforestando (2016)—. Hablo de algunos ensayos que, habiendo nacido en internet, luego fueron publicados con licencias Creative Commons o copyleft para su libre circulación, como Dolerse (2011), de la misma Rivera Garza, o Escritos para desocupados (2013), de Vivian Abenshushan. Y específicamente me refiero al género de la crónica, donde la voz de las víctimas es la protagonista auténtica, como en Los migrantes que no importan (2010), de Óscar Martínez, y Una historia oral de la infamia (2016), de John Gibler, por mencionar algunos. La novela, apoltronada en su prestigio y popularidad, se ha afanado en fabulaciones costumbristas y pintoresquistas, donde el color local suele ser la sangre del otro, un otro invisible, virtual, fantasmagórico, tanto para el escritor como para su lector. De las muchas que he intentado leer sólo me ha sorprendido gratamente Campos de amapola antes de esto (2013), de Lolita Bosch, una “novela” con notas al pie y bibliografía. En su momento, al reseñarla, insistí en que se trataba de un poema documental que, desde una voz colectiva —un “nosotros”—, nos narraba, nos daba sentido y nos consolaba.
La novela frente a los elementos Ninguna época tiene el monopolio de la desdicha, pero cada generación desciende a un infierno particular. Cuando resurge, lo hace con palabras nuevas, términos acuñados para describir realidades inéditas, así como formas capaces de contar lo que le resulta inenarrable. Al mismo tiempo, a su vuelta, descubre que el glosario de la tradición no siempre resulta provechoso, como tampoco su arsenal de estilos. Nuestro más grande desafío estético ahora es la crisis climática. Se trata de la materialización de lo extraordinario. Es el reino de lo inimaginable, así como de lo sublime. Para hacerle justicia hay que reinventar la literatura, de la misma manera en que habría que reinventar nuestra forma de producirlo todo, si es que queremos sobrevivir. La novela, el género mimado del capitalismo, el que mejor se adecúa a sus distintos mercados —en diferentes idiomas, soportes, formatos, etcétera—, y el que mejor lubrica la maquinaria industrial que por ahora nos tritura, ¿podrá reinventarse para transicionar a un nuevo paradigma?
Por lo que he podido explorar, parece que no. Tengo la impresión de que el abordaje novelístico de la crisis climática es, como en el caso de la crisis de seguridad, puramente anecdótico, es decir, temático. Un defensor del territorio debidamente asesinado, la aparición de una epidemia desconocida o supervivientes que renuevan los pactos de convivencia tras el desastre son rasgos suficientes para incursionar en el subgénero de la cli-fi. En el mejor de los casos logra imaginar futuros alternativos o concibe mundos posteriores al capitalismo, pero —ejercicio estéril— lo hace perpetuando las técnicas y recursos que heredó del siglo XX (cuando no del XIX). Vivian Abenshushan, hace poco, se preguntaba con ironía: “¿No era la novela el género capaz de renovarse inagotablemente? ¿A-canónica? ¿Abierta? ¿Indestructible en su (post) (trans) (hiper) modernidad? ¿Indefinida en su FORMA y por eso infinita en sus posibilidades, todavía por descubrir?”. Parece que las cosas han cambiado; su próxima gran metamorfosis se dilata y no podemos hacer frente al gran desafío de nuestros tiempos con herramientas oxidadas.
Algo parecido sugiere el novelista indio Amitav Ghosh en The Great Derangement: Climate Change and the Unthinkable (2016), y aunque sus observaciones se centran en la novela realista, bien pueden aplicarse a sus otros subgéneros. Recuerda que antes del nacimiento de la novela moderna, “la narrativa se solazaba con lo inaudito y lo improbable. Relatos como los de Las mil y una noches, Viaje al Oeste y el Decamerón proceden saltando despreocupadamente de un evento excepcional a otro”. Pero la novela moderna “nunca se ha visto obligada a enfrentarse directamente con lo improbable”; no sólo eso: “el ocultamiento del andamiaje de esos episodios inusitados continúa siendo esencial para su funcionamiento”. Ghosh nos hace notar que toda novela, en mayor o menor medida, elimina sistemáticamente situaciones que puedan poner en riesgo su verosimilitud, y que funciona mejor cuando omite hechos que, aunque suceden en la vida, nos hacen exclamar: “Si esto pasara en una novela, nadie lo creería”. Si esto es lo que caracteriza a la novela, como él afirma, ¿qué pasará con ella ahora que vivimos en un mundo “donde lo incontrolado se ha convertido en la norma”? “Éstos no son tiempos normales”, concluye, “los acontecimientos que los caracterizan no tienen fácil cabida en el prosaico mundo de la prosa de ficción”, ya que la novela excluye todo aquello que pueda impedir al héroe —y por ende a sus lectores— enfocarse en su vida interior.
El texto que se aboque a representar la crisis climática tendría que vulnerar su lenguaje y a sí mismo. No es un asunto a tratar, es una nueva manera de ver el mundo. Mientras la sigamos concibiendo como un nicho de mercado, tal crisis dejará obsoletos a nuestros géneros literarios tradicionales. En particular a la novela, que —de nuevo, en contubernio con la industria editorial— tiende a perpetuar estructuras cómodas, entretenidas y consumibles. Pero hay algunos textos que, echando mano de la escritura documental, han logrado representar la catástrofe con acierto. Pienso en la crónica coral Voces de Chernóbil (1997), de Svetlana Alexiévich; en esa especie de poema-_performance_ de Juliana Borrero Echeverry, Las extraterrestres (2021), que, si bien no es específicamente sobre el clima, sí es sobre el fin del mundo (o el fin de un mundo); y, entre nosotros, en el experimento formal de La compañía (2019), de Verónica Gerber Bicecci. Dudé al consignar este último título por la cercanía que tengo con su génesis —aparezco en los agradecimientos—, pero no estoy solo al aplaudir su uso de la apropiación y la reescritura; si algo espero de las ecopoéticas es, al menos, una propuesta de reuso y reciclaje.
La novela frente al capitalismo Liliana Muñoz apunta con acierto que la gran hazaña de la Edad Moderna consistió en enfrentarse con el mundo dogmático y de certezas absolutas del Medioevo y que una de sus armas fue la novela. El desafío de nuestra época es vencer un nuevo totalitarismo oscurantista: el capitalismo neoliberal. ¿Podrá la novela ser parte de nuestra ofensiva? ¿Está lista para empezar a transgredir nociones como las de propiedad intelectual, originalidad y mercado? Yo tengo la impresión de que, al menos por ahora, no. Vivimos en una distopía a la que se llegó —no lo olvidemos— a punta de racionalismos, métodos científicos, consignas por la libertad y, sí, también a punta de novelas, a veces complejas y maravillosas, a veces vanas y entretenidas, que exploraron las minucias de la existencia individual durante siglos. Pero lo que un día fue renovador y revolucionario, hoy se percibe como conservador y reaccionario.
Sin embargo, a pesar de todo lo anterior, estoy seguro de que se seguirá escribiendo novela, y se seguirá publicando y vendiendo, y dudo que esta dinámica vaya a modificarse pronto. Estamos inmersos en inercias añejas y nos cuesta trabajo —no queremos— imaginar. No queremos cambiar. Y aunque más de un lector creerá que ataco al género literario porque soy un ensayista que todavía no ha podido “dar el salto a la novela”, o porque soy un crítico literario que, como todo mundo sabe, envidia a los auténticos creadores, más cuando tienen éxito, voy a insistir: vivimos en un valiente mundo nuevo. Uno que requiere la renovación de todas nuestras formas literarias. La renovación de lo que entendemos por “literario”, por “leer” y por “escribir”. Necesitamos replantearlo todo, voltearlo de cabeza, y si la novela continúa en la cúspide de su popularidad, tal vez ha llegado la hora de su destronamiento. Sólo así podría encontrar de nuevo su camino.
Imagen de portada: Stefan Sagmeister, Combatir y morir, 2022. Pintura intervenida de una escena de batalla de la escuela italiana, siglo XVII, © cortesía del artista.