Para un plomero o para un diseñador de aviones, la prueba irrefutable de que lo que está haciendo está mal hecho llega en el momento en que brota un manantial por la coladera del desagüe o se estrella el avión en la primera prueba. Para los que nos dedicamos a la producción de objetos aparentemente superfluos, como son libros, llamados a veces “trabajos del espíritu”, la situación es ambigua y es mucho más difícil llegar a la conclusión de que estamos metiendo la pata. Los efectos de lo que hacemos nunca son catastróficos y muy rara vez apoteósicos. Es raro el caso del escritor apedreado al pasar por una librería, y casi tan raro el de otro que se encuentre un día ante admiradores tan numerosos y tan entusiastas que decidan cargarlo en hombros. Para los que nacieron sintiéndose genios, el oficio está que ni mandado hacer: si la gente compra sus libros es porque, claro, no quedaba más remedio, el pueblo tiene mal gusto, pero cuando se encuentra ante el oro sabe apreciarlo; si la gente no compra sus libros, que es lo que generalmente sucede, queda la satisfacción de decir: Vox populi, vox bruti. Pero para los que despertamos a la medianoche con la pregunta en la boca de: “¿Seré escritor de tercera o genio que está perdiendo el tiempo?”, la cosa es mucho más complicada. Dentro de mí puedo decir: “Soy el escritor que estaba destinado a ser, ni mejor ni peor.” Este razonamiento, que no admite refutación, me da consuelo a veces y a veces llega al extremo de dejarme satisfecho, pero en rigor no resuelve nada porque no está claro qué tan bueno o qué tan malo era el escritor que estaba yo destinado a ser. En busca de una valuación de mi calidad, entro en la penumbra de los comentarios personales, que suelen ser desconcertantes: —Hola, ¿cómo has estado? —le digo a alguien. —Pues, leyéndote —me contesta, y punto. O bien, una mujer me dice: —Me río como loca cuando leo tus artículos. Yo me quedo en las mismas. Cuando explico a alguien que estoy metido en una novela que no progresa ni para atrás ni para adelante, que amenaza ser mi Vietnam, hay quien dice: “Los escritores que tienen tanta dificultad en escribir son los buenos”, lo cual, huelga decir, es mentira, porque si bien es cierto que hay escritores buenos que han pasado la pena negra escribiendo, yo conozco otros que siendo malos, no sólo malos, pésimos, han pasado muchos trabajos para escribir bodrios. Lo peor es recurrir a consejeros profesionales, llamados también críticos. Entre éstos, por lo que a mí respecta, noto dos tendencias. Unos se dan de santos con que en un país tan solemne como éste exista alguien capaz de escribir algo que haga reír a la gente. Los agujeros que tiene este razonamiento están a la vista. En primer lugar, el país no es solemne, sino cínico, los solemnes son los personajes públicos que lo adornan. En segundo lugar, en el supuesto de que sea benéfico que la gente se ría, se puede lograr el mismo efecto con sólo hacerse cosquillas unos a otros, sin que yo tenga que molestarme escribiendo. La otra tendencia de los críticos consiste en decirme que, francamente, les estoy fallando, tanta confianza que habían puesto en mí, tantas esperanzas, y yo, las oportunidades que tengo las estoy desperdiciando. La labor del humorista —eso soy yo, según parece—, me dicen, es como la de la avispa —siendo el público vaca— y consiste en aguijonear al público y provocarle una indignación, hasta que se vea obligado a salir de la pasividad en que vive y exigir sus derechos. La perspectiva de escribir cosas venenosas que sirvan de aguijón para lograr cambios sociales es halagadora, pero presenta serias dificultades. En primer lugar, una cosa es tener ganas de provocar la indignación o cuando menos una polémica, y otra muy distinta es lograrlo. En muchos casos el que quiere provocar indignación, que está él mismo indignado, lo que provoca es risa. Por otra parte, es muy difícil y tiene algo de falso andar provocando indignaciones sobre asuntos que lo dejan a uno frío, y francamente vivir indignado —o polemizante— es desgracia que le viene a la gente más bien por accidente que por conveniencia de oficio. Por último, hay quien afirma, y yo estoy de acuerdo, que el sentido del humor es una concha, una defensa que nos permite percibir ciertas cosas horribles que no podemos remediar, sin necesidad de deformarlas ni de morirnos de rabia impotente. Esta característica del humor como sedante es la ruina del autor como aguijón. Por esto creo que, si no voy a conmover a las masas ni a obrar maravillas, me conviene bajar un escalón y pensar que si no voy a cambiar al mundo, cuando menos puedo demostrar que no todo aquí es drama.
Autopsias rápidas, Vuelta, Ciudad de México, 1989, pp. 123-125.