Un amigo querido se casó hace ya unos años cerca de Puerto Escondido, en Oaxaca. Varios integrantes del grupo de cuates en común fuimos a su boda y nos quedamos vacacionando algunos días por allí. Una mañana, cuando fuimos a nadar y beber cerveza a Zicatela, una playita de las inmediaciones, nos tocó escuchar una alegata bastante peculiar, protagonizada por un señor de unos sesenta y tantos años, canoso y panzón, y que iba en pelotas, con la toalla al hombro y la mochila al otro, y un policía municipal, igual de panzón pero en uniforme, que le explicaba que en Zicatela nadie podía encuerarse así nomás, que los encuerados estaban en Zipolite, a poco más de una hora de distancia, y por eso iba a proceder a detenerlo. Al final no pasó nada, porque el encuerado era alemán y llevaba euros en la mochila y con un billetito traspasado discretamente a la mano del agente por un mediador espontáneo, que se animó a acudir en socorro del turista, se arregló la cosa. Lo que yo no sabía al contemplar aquello (y ver al viejo refunfuñar mientras resguardaba sus verijas en una bermuda de color mostaza antes de largarse a Zipolite) era que acababa de toparme con una de las características más notables de cierto sector del pueblo alemán: la afición por encuerarse a la menor provocación. Aceptemos, de entrada, que el nudismo, como sociedad, nos excluye. Los mexicanos solemos ser pudorosos, en general. El que se encuera en público es porque está borracho perdido o porque le estalló la tacha rarísimo. Estamos marcados por las culpas del catolicismo y cierta moral tradicional que no acaba de esfumarse y se las arregla para reencarnar de generación en generación. Los nudistas son vistos, entre nosotros, como hippies mugrosos o exhibicionistas fuera de lugar. Algunos no los vemos mal en abstracto, claro, pero no nos encueraríamos jamás ante extraños. “Yo no quiero agacharme a dejar mis cosas en el suelo y que un güey, a diez metros, haga el sonido de un beso”, me confiesa, por chat, otro amigo, cuando le pregunto al respecto. Y ni qué decir de las preocupaciones de las mujeres, que en México pueden ir vestidas con cota de malla y capa hasta los pies y no faltará un palurdo que les ande diciendo “chulita” al pasar. Total, que a pesar de nuestro clima privilegiado, que va de lo cálido a lo tibio la mayor parte del año, nos quedamos vestidos (aunque, por otro lado, seamos alborotados, porque los mexicanos sí que nos encueramos en la intimidad y por eso somos más de 130 millones, si incluimos a los que se fueron a vivir al Gringo). Pero en Alemania es otro cantar. Para empezar, buena parte de la población del centro y norte del país es protestante y no tuvo un curita o monja (o tío jodón) que le anduviera diciendo que iba a venir el chamuco en persona a cargársela si no se vestía apropiadamente. Pero eso es sólo el principio. El nudismo se desarrolló en Alemania desde el siglo XIX. Aunque en sus inicios tuvo anclaje en una filosofía que combinaba el liberalismo con el higienismo propio de la época, derivó en igualitarismo izquierdista (en cueros todos somos lo mismo: ésa es la idea). Con el paso del tiempo, el asunto fue quedando en una suerte de hobby pero igual perduró. La “cultura del cuerpo libre” (Freikörperkultur en alemán, representado por las siglas FKK) es practicada por algo así como doce millones de personas en este país. El nudismo, que en su día fue perseguido por los nazis, revivió en la desaparecida Alemania socialista y alcanzó su esplendor luego de la reunificación. Ahora mismo está a medio camino de volverse reliquia, pero aún goza de vitalidad, aunque los jóvenes suelan practicarlo menos. Pero éste es un país con una legión de gente “madura”, así que encuerados no faltan. Halensee, al oeste de Berlín, es el lago nudista de la capital. Para un mexicano promedio, visitarlo deriva en un espectáculo casi sorprendente. Porque no es un parque enrejado, lo que rodea al lago, ni hay ninguna clase de estricto dispositivo de vigilancia. Desde el cruce de un par de avenidas se ve la arboleda lateral. Y si se bajan unos cincuenta metros por el sendero que se abre junto a la banqueta, aparecen los encuerados. La inmensa mayoría son viejos, sí, viejos de pieles requemadas que se curten como equipales al sol del verano, tendidos en la cuesta de hierba con forma de cuchara, antes de caminar al lecho del lago helado y zambullirse a dar unas brazadas perezosas. Nadie se detiene a ver con lupa al vecino. No hay risitas ni murmuraciones. Y los paseantes vestidos, que son muchos, no se segregan de los encuerados. La gente convive y le da más o menos lo mismo lo que hagan los demás. Muchos se instalan a comer en la hierba y se hacen sus sandwichitos sin que se les derrame la bilis porque hay una señora con el derrière al aire a un par de metros a su derecha. Alguna parejita se besa apasionadamente de pronto, sí, pero no es lo común. Los defensores del FKK tratan de desligar la comodidad del encuere del erotismo obligatorio. Los mirones y los acosadores son mal vistos entre ellos y muy perseguidos, porque meterle cualquier presión al desnudo va directamente en contra de sus ideas de libertad. Son tan cívicos, estos encuerados (que además de en Halensee pueden verse en muchos sitios más, como el cercano lago de Krumme Lanke, en el cual tienen una zona especial), que cualquiera que se comporte de modo agresivo es rápidamente detectado e invitado a largarse. Por eso, los incidentes que provocan son mínimos. Cualquier grupo de aficionados al futbol borrachos da más lata. Ellos se limitan a quedarse allí, como estatuas, mientras a su alrededor la gente pasea a sus perros, come, trota, pesca o se duerme la siesta. Viejos, pacíficos y orgullosos, indiferentes al terror que les causan a otros los estragos de la edad (les da lo mismo orear varices, callos, arrugas, pelos, granos, cicatrices o hasta amputaciones). Y en cueros, claro. “Son tan inocentes al mostrar el cuerpo como los demás al mostrar el rostro”, dijo el asombrado explorador portugués Pero Vaz de Caminha sobre los indígenas americanos que se topó en sus viajes. La misma naturalidad que estos encuerados germánicos porfían en restaurar.
Imagen de portada: Eadweard Muybridge, A naked woman walking, 1887. Wellcome Collection CC.