Nació en la ciudad de Nagasaki en 1954 pero ha vivido en Inglaterra desde los cinco años y nunca ha reclamado su ciudadanía japonesa. Anduvo de pelo largo a los veintitantos y hablaba de futbol, de Bob Dylan y de piezas teatrales radiofónicas más que de novelas, aunque ya se preparaba para arrancar una de las carreras literarias más brillantes de su generación con Pálida luz de las colinas (A Pale View of Hills, 1982). En su discurso de recepción del Nobel en 2017, Kazuo Ishiguro habló de esas vivencias, casi con la misma prosa de sus novelas, y abundó con gran generosidad en sus mecanismos creativos y de inspiración: se refirió con optimismo, por ejemplo, a la existencia de las revelaciones: “esos pequeños instantes que descubren a menudo cosas que van en contra de nuestros propios deseos, pero hay que reconocer cuando aparecen para que no se nos escurran entre las manos”. Este 2021 pudimos ver publicada en español Klara y el Sol (Klara and the Sun), su primera novela tras el recibimiento del premio, publicada en español por Anagrama en la traducción de Mauricio Bach. Uno habría imaginado que Klara y el Sol fue concebida y escrita luego de la visita del autor laureado a Estocolmo, pero por entonces Ishiguro ya tenía avanzada la primera versión de esta obra, en la cual ataca un problema de técnica narrativa específico: el del punto de vista. Klara, una androide, es la narradora y protagonista de una historia predistópica donde los adolescentes tienen la opción de recibir la compañía de un Amigo Artificial (AA) cuyo objetivo es cuidar de esos jóvenes de carácter cambiante, hijos de padres absortos en su trabajo, para evitar que sean sustituidos por algún servomecanismo. En el caso de Klara su reto es mayor, pues debe otorgar un cuidado extremo a Josie, una joven enferma. Esta androide exhibe una capacidad de narrar que nos parece privativa de los humanos, pero el artificio empleado por el autor termina funcionando a la perfección e, incluso, refuerza la verosimilitud de la historia. Una vez que Klara llega al hogar donde será la compañía y confidente de Josie, debe resolver situaciones imprevistas por el carácter voluble de la adolescente. Josie es a menudo irritable y a eso se suma el trato seco de la madre. Conforme pasa el tiempo, Klara recibe una fuerte revelación: en caso de que Josie no sobreviva a su rara enfermedad, ella será su continuidad, y podrá imitarla con precisión tras el tiempo compartido con ella. Klara no ignora que otras AA son sobajadas y humilladas por los adolescentes a quienes acompañan: ella misma está a punto de ser sometida por los crueles amigos de Josie a ser lanzada por el aire para indagar si cae de pie como los prototipos de la generación siguiente, los B3. ¿En qué medida esta novela es sólo ciencia ficción? El what if característico del género, ese espejo que nos coloca frente a nuevos escenarios para evaluar la condición humana, es puesto no ya ante nosotros, sino ante la misma conciencia artificial de Klara para develar sus emociones. Con la excepción de las tres leyes de la robótica ideadas por Asimov, ¿quién más había pensado antes con el detalle de Ishiguro en los sentimientos de una inteligencia artificial? A diferencia de Nunca me abandones (Never Let Me Go, 2005), donde el autor trata con gran sensibilidad el tema de los clones como medios para alargar la vida humana —¿cómo se escribiría hoy esa historia, después del hallazgo de las posibilidades de cultivar órganos humanos a partir de células madre?—, Klara y el Sol lleva más allá la misma especulación acomodándonos en un futuro pasmosamente próximo para explorar en el espejo de la ciencia ficción cómo somos ante una conciencia mecánico-algorítmica pero también subjetiva y con un imperante deseo de narrar. La percepción de Klara es sobre todo visual y se da en función de retículas, con las limitantes propias del mecanismo: las AA no tienen olfato, por ejemplo. Dentro de su comprensión lógica, el astro que nos ilumina (el Sol) se resguarda por las noches dentro de un granero en la colina que distingue desde la ventana de su nuevo hogar. Klara percibe el entorno de manera parcial y lo interpreta con la información a su alcance. Hace poco cedí a la tentación de un curso online en el que la instructora explicó por qué la empatía no es útil para una empresa… debido a que —pese a ser un atributo o virtud positiva— nos impide pensar en nuestras necesidades personales y en el cumplimiento de nuestros deseos más genuinos. Eso me lleva a pensar que esta novela es una obra sobre la empatía como un don que ya no existe en este siglo de individualismos y consumo, que no se expone mejor en ninguna otra novela que yo recuerde, dado que en su denotación original conlleva el acto de ponerse en el lugar de alguien que padece o está enfermo. Para Klara, el Sol, su eterno referente y fuente de energía —el benefactor, el salvador—, no solo es la clave de su existencia. Desde una conciencia casi infantil pero demasiado humana, ella se plantea que con los nutrientes solares puede ayudar a Josie a curar su enfermedad. Nada hay menos artificial que la empatía de Klara. Siempre que Josie está de buenas, complace a Klara y mira con ella las puestas de Sol como si compartiera sus inquietudes: ¿Cuál es el origen del astro? ¿Dónde duerme? La entrañable AA logra satisfacer sus dudas cuando convence a Rick, amigo de Josie, para que la lleve a ese granero donde se va a dormir el Sol, y acaba azotada por el enigma de que este se aleja por las noches tras la redondez de la Tierra. Así, Klara participa de nuestro profundo desencanto. Ishiguro confiesa que se ha enfrentado, ya en pleno siglo XXI, al nacimiento de potenciales autoritarismos, y sabe de la salvación que provee el fabular, reconstruir la memoria en la que creía Marcel Proust, su maestro. El autor de Los restos del día (The Remains of the Day, 1989) tiene fe en el arte de recordar finamente cada mínima situación —sin instalarse por ello en el pasado— y renovar los derroteros para contar este presente de seres desilusionados y exhaustos. La novela acerca de esta peculiar y brillante AA habla del Sol, la amistad, la relegación y el olvido. Pero no se queda en ello, sino que ubica a su protagonista ante un reto para el cual, quizá, nosotros estaríamos descartados. En su citado discurso de 2017, Ishiguro dice:
Las ficciones pueden entretener, en ocasiones enseñar o polemizar sobre algún tema. Pero para mí lo esencial es que transmiten sentimientos […] Pero al final, las ficciones versan sobre una persona que le dice a otra: así lo siento yo. ¿Entiendes lo que digo? ¿Tú también lo sientes así?
En ese tenor, y llevando más allá que cualquier maestro de la ciencia ficción a su androide, Ishiguro nos plantea su inquietud acerca de hasta dónde podría penetrar una AA en los sentimientos del alma humana. Desde el inicio de su historia, Klara narra —no describe— torrentes de sentimientos. A propósito de esta cuestión, el padre de Josie le pregunta:
Permíteme que te pregunte otra cosa. Deja que te pregunte esto: ¿crees en el corazón humano? No me refiero al órgano físico, claro está. Me refiero a su sentido poético. El corazón humano ¿Crees que existe tal cosa? ¿Algo que hace que cada uno de nosotros seamos especiales e individuales? Y si damos por supuesto que existe, ¿no crees que para asimilar a Josie tendrías que aprender no sólo sus gestos particulares, sino lo que guarda en su interior profundo? ¿No tendrías que descifrar su corazón?
De manera estoica, firme, Klara responde que si esa es la mejor manera de salvarla, se esforzará al máximo. “Y creo que tengo posibilidades de lograr el objetivo”, añade. ¿Qué tendría que ver la empatía de Klara con nosotros? A lo largo de la novela, y tal como lo expresaría el filósofo Roman Krzanaric, reparamos en que la empatía no solo implica sentir como los demás, sino captar sus puntos de vista. Más aún, en un contexto donde predomina el cortoplacismo, el apresuramiento, la humanidad debería hacerse consciente de que el futuro solo es posible si prima la empatía por lo humano mismo, por aquellos que vendrán. Klara y el Sol se constituye en ese deseo de la novela al que se refería Roland Barthes y la prueba nítida de esa necesidad contundente y eterna de narrarnos a nosotros mismos, no importa si somos una conciencia natural o artificial o si, como Klara, llegamos al padecimiento de ser relegadas, pues seguiremos teniendo la narración, y, si acaso, una certeza más: el Sol. La maestría narrativa de Kazuo Ishiguro, manifiesta en sus ocho novelas (producción moderada para un sexagenario consagrado, sin contar el puñado de relatos publicados por Granta, los cuatro guiones y las letras para canciones de la artista Stacey Kent), nos deja clara la paciencia proustiana con la que se toma el trabajo creativo, incursionando en nuevas cartografías narrativas en tanto planteen metáforas novedosas de los impulsos humanos o de la naturaleza androide. Cuando Klara expresa: “Tengo que revisar mis recuerdos y ponerlos en orden”, deja de cobrar importancia que sea una máquina que apruebe o no el test de Turing o que, dado el caso, hubiese sido abatida por el cazador de Blade Runner, pues el instinto narrativo de la protagonista acaba siendo el instinto esencial humano.
Imagen de portada: Jules Adolphe Breton, The Song of the Lark (detalle), 1884. The Art Institute of Chicago, © Henry Field Memorial Collection