En Mérida mayo es un mes que se cuece aparte, hace tanto sol como en un verso de José Luis Rivas. Caminé en un aire que ardía en los ojos abultados por la desmañanada. Vi algunos mirajes del calor: una mancha de aceite vibró en la calle de mica, una calesa se disolvió en la nube de diesel de un camión. Llegué a una plaza que olía a estiércol y plantas, como una huerta confundida en la ciudad. En la esquina, el Diario de Yucatán hablaba de la peor sequía en quince años. Mayo es el mes de las horas lentas y la lluvia atrasada; el clima no avanza, se perpetúa en su inmovilidad. Un cielo sin nubes, distraído, con el santo en otro cielo. No pasa nada. ¿El trajín de la ciudad? Nada, un paréntesis en lo que el cielo se desploma en forma de agua. A las diez de la mañana la calle estaba llena de guayaberas, rostros redondos y cuerpos compactos de boxeadores mosca. Ignoro si el reglamento de la policía exige que sus miembros midan metro y medio, pero en todo caso es difícil encontrar uno más alto. Hay algo tranquilizador en una ciudad resguardada por gente chica. Vestidos en color canela, los policías no muestran otro interés que atestiguar el paso de los coches. Mérida tiene camiones de antes, narigones, una honesta protuberancia llena de fierros que sueltan humo. También hay minibuses aplanados, con el motor en alguna entraña, pero en el Centro sólo vi vejestorios. Estuve a punto de tomar uno para descontar la última cuadra a la Plaza Grande. La catedral es un prodigio de las piedras claras. A esa hora no hay que buscar relieves ni detalles; la fachada está demasiado ocupada absorbiendo la luz, una hoguera esculpida, un macizo auto de fe. Crucé la calle hacia la sombra de un laurel. De nada me sirvió estar quieto; el sudor me bajaba a chorros por la cara. Seguí caminando para generar la mínima brisa que despejara mis facciones. El cielo siempre es más azul para alguien que viene del D.F. Vi una nube temblona, deshilachada por un viento que no se alcanzaba a sentir allá abajo. Entonces se me acercó un vendedor de hamacas. ¿Quién, si no fuereño, podía ver el cielo como una función inagotable? El calor había convertido el desayuno del avión en algo magníficamente sólido, como si me hubiera tragado un anillo virreinal. Tal vez mi cuerpo indigesto fue el culpable de que la casa de Montejo me pareciera una reunión de trogloditas. La conquista del Adelantado Francisco de Montejo continúa hasta la fecha. Una avenida, un colegio, una cervecería, un local de fiestas y cinco hoteles llevan su nombre. Sin embargo, su casa de la Plaza Grande es una plateresca venganza indígena. El diseño del edificio es español pero la ejecución fue encomendada a artesanos indios que retrataron a los conquistadores como torvos cavernícolas; las cachiporras de piedra y la figura subyugada por el peso de la bárbara conquista, son una burla semejante a los cuadros de Goya donde sus borbónicos patrones aparecen con quijadas prógnatas y miradas de imbecilidad absoluta. Un banco ocupa la antigua mansión del conquistador. Anticipé un delicioso aire acondicionado. Desgraciadamente los bancos tienen nociones muy precisas de la temperatura de negocios y enfrían su aire a nivel lumbago. Casi fue un alivio volver a la canícula de mayo. Entré al Museo de la Ciudad, un hermoso edificio colonial que alberga una colección de siete objetos. Después de dieciséis años de combatir a los mayas para conquistar una tierra sin oro, los españoles bautizaron las calles como si prosiguieran la batalla. El Museo conserva la placa que señalaba la esquina de Imposible y Se Venció. Los viajeros aéreos llegan con tobillos de paracaidista. Ya no sabía adónde conducir mis pasos inseguros. Regresé, sintiéndome progresivamente turista. Había caminado con la prisa de otra ciudad; ningún propósito tropical requería esa desmesura. Pensé esto al ver los pasos económicos de los demás paseantes. ¿Adónde podía conducir mi empapada celeridad? A comprar hamacas. Al menos esto juzgó el tercer vendedor que me salió al paso. En el Café Express bebí tres vasos de agua, ignorando lo que recomiendan los manuales de supervivencia. “Qué ligero bebes —me decía mi abuela—, se conoce que estás mal de los nervios”. Mi consumo de servilletas fue aún más desequilibrado. Unos diez trozos de papel fueron a dar a mi cara y mis antebrazos. ¡Qué estupidez ir a Mérida en mayo!, ¡pero si el calor es algo típico, como la nieve en Rusia! Sostuve este diálogo hasta que la suave corriente que caía de los ventiladores mitigó mis preocupaciones. Pedí un café; el lugar fue ganando mi atención. El Express es un sitio de regular tamaño, pero sus veinte mesas dominan la vida de la ciudad. La gente que pasa por la calle saluda a los parroquianos, algunos entran a dar recados o arreglar un asunto. En ese momento había dos tertulias principales. A mi izquierda, un grupo de comerciantes de guayabera hablaba a voz en cuello sobre créditos y política; a mi derecha predominaba la mezclilla deslavada y se repetían ciertas palabras talismán: “un tucán loquísimo”, “fe-lli-nes-co”, “bien kaf-kiano”. Las conversaciones se cruzaron en mi mesa. “¿Ya saben el nuevo del gobernador? Es el Torpedo: torpe de día, pedo de noche”, gritó un hombre de guayabera y bigote atildado. “Puta, qué surrealista”, dijo una muchacha de playera color betabel. De cuando en cuando, un camión borraba todo con su estruendo de diesel. El café del Express suena como su nombre; es imposible alzar la taza sin oír motores de explosión. Un día antes de salir de la ciudad de México alguien que me conoce demasiado bien me dijo: —Para ti el viaje ideal es irte a aplastar a un café. Y ahí estaba en mi primer día de viaje, aplastado en el Express. Pedí otro café, esta vez en vaso, como el que le acababan de servir a un tipo con gogles de buzo en la frente y pintura de aceite en los dedos. Podría viajar de un café a otro para mirar desconocidos, leer noticias del diario local que no me competen, dejar que las voces ajenas formaran en mi mesa un golfo de palabras sueltas. El gran atardecer, el museo definitivo, el pájaro fabuloso y la boutique exquisita no me interesan tanto como las horas de café, que consisten básicamente en perder el tiempo. El viajero sentimental, al contrario del explorador o del turista, deja que sea la vida la que se ocupe de las sorpresas.
Me reconcilié con mi inmovilidad —la mesa como horizonte feliz, sin consecuencias ni propósitos— pero sólo para recordar que no estaba ahí por gusto. Supongo que el escritor de raza siente un pálpito que lo obliga a sacar la pluma y usar la primera servilleta a su alcance. Yo no sentía la menor urgencia de decir algo. Traté de concentrarme. Algunas personas solitarias sorbían sus cafés de cara al techo. Pensé que el lugar se dividía en dos grupos extremos: el bullicio de las tertulias y los hombres solos. Pero el cronista va demasiado rápido, distingue un arquetipo antes que una gente, sospecha, como Gómez de la Serna, que cada cosa es estuche de otra cosa: el tenedor es la radiografía de una cuchara. Hasta ese momento la gente que me rodeaba no era nadie. Cuando mi abuela decía “no es nadie” se refería a alguien que no tenía una relación precisa con ella. Había vivido rodeada de “nadies” y “unos”. Yo quería lograr el tono opuesto, una voz confianzuda, capaz de que todos los comensales se cruzaran en mi servilleta de papel. Pero el café había caído en un torpor espeso, sin más signos vitales que el ronroneo de los ventiladores o el acento metálico de alguna cucharita. “¡Un suceso para mi pluma!”, reclamaba el viajero del segundo café, a quien ya no le bastaba estar a gusto. De repente fue como si un gallo secreto cantara en el lugar. Todo mundo se espabiló, algunos se frotaron los ojos, el bullicio regresó a las mesas. También llegó un tipo de gruesos mostachos, camisa floreada y brazalete a quien llamaré el Bucanero. Tenía la evidente intención de fondear en la mesa de unas turistas. De las cuatro norteamericanas, dos eran del género roñoso: chinelas con arena, camisetas de basquetbolista (continua demostración de que las navajas no visitaban sus axilas), involuntarias trenzas de rastafari, cajitas de petate para los cigarros y una bolsa de hule para los dólares (bastantes). Las otras dos no parecían tener mayor relación con ellas que ser compatriotas y compartir la mesa del café. Se habían arreglado con el esmero de quienes piensan que todos los países extranjeros están de Halloween: camisas de la India con espejos, negritos de ébano colgando entre los senos, rebozos con la gama entera de los colores guatemaltecos, palitos japoneses cruzados en equis en el pelo, suficientes agujeros en las orejas para soportar plaquitas egipcias y tirabuzones tal vez orientales. Aunque el Bucanero conocía a las cuatro, parecía más interesado en las chicas con fantasía decorativa (que sí usaban brasier y procuraban hablar en español). En eso el tipo con los gogles de buzo se acercó a la mesa y ofreció su mano pintada al óleo. Las de camiseta de basquetbolista lo saludaron displicentes; las del disfraz multinacional con admirada precaución, como si los dedos fueran un Jackson Pollock. ¿Cuántos ligues semejantes estarían ocurriendo en los cafés y los portales del país? Era difícil no ver a esos ultralatinos con ojos de D. H. Lawrence, Malcolm Lowry o Carlos Fuentes: se reían como mexicanos, miraban como mexicanos, ligaban como mexicanos, sus pies ya se mezclaban con las sandalias arenosas y las alpargatas griegas; para seguirlos viendo hubiera sido necesario cambiar de pasaporte; eran tan insoportablemente mexicanos como zapatistas con ates de Morelia en las cananas.
Palmeras de la brisa rápida, Almadía, Oaxaca, 2009, pp. 37-43. Se reproduce con autorización del autor.
Imagen de portada: Sol en Mérida. Fotografía de Hotel MedioMundo, 2011 CC