El mercado más grande del mundo es un monstruo de millones de voces que habla en varias lenguas al mismo tiempo. Construido sobre las chinampas de Iztapalapa, suena a la voz de un diablero que le dice a otro: “Sale, Chayanne”, mientras se enfila en busca de más carga. Suena esa voz del monstruo de 327 hectáreas a una caja de chescos cayendo al tiempo que se sacuden todos los envases y surgen burbujas en su interior; suena al rojo de las longanizas y los chorizos que cuelgan numerosos y a las chuletas y el tocino. Es un cachalote que todos los días traga millones de kilos de comida, entre humanos, legumbres, pescados, flores y desechos. Es una ballena de proporciones desmesuradas que suena al hambre matutina, a los cocteles de fruta y sándwiches que comen los empleados, a su café soluble, a las cáscaras de los pistaches cantando como cascabeles, al cuerpo desnudo de las nueces chocando entre sí, a una pala de metal entrando entre los cuerpos de un chingo de arándanos. Suena a una mujer que le pregunta a su pareja sobre un borrego que mató el profeta Moisés. Más de 2 mil 321 bodegas como fauces que pronuncian lenguas primitivas.
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De entre todas las ofertas que existen para desayunar, una montaña de tacos dorados llama mi atención. Son de birria. Acomodo un banco junto a dos diableros y pido dos tacos. “¿Cuántos, varón?”, pregunta una chica alta de sonrisa simpática. Primero los pido blandos y luego dorados. Me ofrecen consomé. La mayoría de los consomés en la ciudad parecen hechos en anexos de AA. Éste está delicioso, tiene cuerpo, sabor, apapacha los adentros bien bonito. Los tacos blandos son sabrosos, se deshace la carne en la boca, mezclando la maciza y los gorditos. Las salsas son buenas y los chescos están bien fríos. El puesto se llama El Buen Amigo. Hay dos sucursales en el mercado. Los tacos dorados tienen el encanto callejero que se necesita para atraer mucha clientela. El entusiasmo del despachador es algo que yo no poseo; es de esa gente que se empeña en demostrar que disfruta mucho lo que está haciendo, se mueve rápido, grita, es audaz como comerciante.
Suena la voz de este mercado al aceite que le agrega a donde reposan los tacos dorados, que chilla como alma en el purgatorio. “Es para que no se queme el aceite, le pongo más”, me dice como para justificarse. “¿Cuántas cocas?”, le pregunta burlón un proveedor de Pepsi que va apurado haciendo cuentas. “¡Hey!”, le grita a otro hombre que va pasando, enseguida le chifla como si lo conociera, el hombre cae en la trampa y voltea: “¿Cuántos te sirvo?” Ante la negativa del transeúnte, el taquero insiste: “Come en vida, ¿eh? Ya luego pa’ qué. Todo es en vida, todo es vida”. Suena la voz de este monstruo de mercado y se oye el machete cayendo sobre el tronco para partir la carne. Cuando los cargadores que están a mi lado se levantan a pagar, les pregunta: “¿Cuántos para llevar?”, y se ríe.
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Muchos ubican el origen de la Central de Abastos en el mercado de la Merced. Pero yo creo que su creación tiene que ver con el mercado de San Juan Moyotlan, que al parecer duró hasta principios del siglo XIX y estaba ubicado cerca de Salto del Agua. Este sitio era conocido durante una época como el Tianguis de México, para diferenciarlo de otro muy grande y más famoso, el de Tlatelolco. Un mercado que tenía acceso acuático, lo que facilitaba la entrada de la mercancía que llegaba de las chinampas. Estaba cerca de Eje Central, tenía salida al templo de Regina Coeli. El mercado, según Barbara Mundy, medía 230 metros de norte a sur y 300 de este a oeste. Quince por ciento más grande que la plaza del Zócalo.
En la Central (que se inauguró en 1982) se abrió La Nueva Viga, un mercado de productos marinos donde se encuentran bolsas de camarones rosados, de camarones cristal, de almejas, de pescados de un espléndido tono plata, pulpos, tentáculos de calamar, jaibas vivas, robalos, papelillos.
También hay una parte dedicada a las flores. Sobre todo a las rosas, somos una ciudad muy cursi.
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La Central de Abastos, su ronco canto, suena a mis tíos. A Manolo y a Severo. Manolo es hermano de mi madre y Severo es parte de mi familia paterna. Ellos fueron amigos y jugaron futbol juntos en los Pumas Ramos Millán. Hay una foto de ambos con el uniforme de su equipo y un trofeo en medio. Son muy distintos. Manolo es güero, chaparrito, de ojos verdes; jugaba de mediocampista. Severo es grande, moreno, casi negro; era defensa central.
Con Manolo iba a la Central los fines de semana. Sólo él y yo. A mí no me gustaba. Manolo era poco menos que neurótico encima de su auto, un X-11. No quería que tus zapatos dejaran restos de tierra en sus tapetes, te gritaba si azotabas la puerta o si no la cerrabas correctamente. Debías ir sentado recto, como soldado, si no también te jodía. Le gritaba a los otros automovilistas y quería ir rápido, veloz, preciso. A mí siempre me ha gustado caminar lento. Disfrutar el paisaje y arrastrar los pies. Con Manolo íbamos los domingos, como a las ocho de la mañana, comprábamos naranjas para el jugo de la semana, zanahorias, otras cosas y pistaches.
La voz de esta bestia, llamada Central de Abastos, sonó durante años al microbús de mi tío Severo. Un Casavan grande, el modelo más cómodo que había. Un tiempo viví en su casa. A veces lo encontraba en la base, afuera del metro Aeropuerto, y me iba sentado en el cofre del motor, como un falso cacharpo. Si le tocaba la ruta de la Central, no había día que no pasáramos por una caja de empanadas; nos comíamos una y una y llegábamos a compartir el resto con la banda. Comíamos esa salsa habanera que trae un poema de Carlos Pellicer en la etiqueta.
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Jorge Robles arranca su moto a las diez de la mañana y reparte volantes en la zona de bodegas con el menú del día. Trabaja en una fonda en la colonia Ramos Millán, la cocina Cande. Por las tardes comienza a repartir comidas. Es padre de dos niñas de 12 y 9 años, Maya y Ximena. Diario gana 250 pesos, más lo que llega a sacar de propinas, cincuenta, cien, hasta doscientos pesos extras. Al día llega a hacer hasta diez viajes a las tripas del mercado más grande. “Pues hay que aguantar la risa ahorita, ya vendrá la nuestra”, dice convencido, hablando de lo duro de la situación durante el COVID-19. No le gusta la basura que se acumula alrededor de las naves. Ni tampoco la cantidad de comida que se desperdicia día con día. La coordinadora general de la Central de Abastos de la Ciudad de México, Marcela Villegas, declaró en septiembre de 2020 que diario se desperdician 561 toneladas de alimento.
Jorge prefiere trabajar en las periferias de la Central. “Sí tengo clientes adentro, pero allá también está la loquera todo el día”. Se refiere a las redes de prostitución, drogas, asaltos, extorsiones. El año pasado la policía encontró cuatro túneles fabricados para distribuir droga entre varios puestos.
Jorge se ha vuelto un rostro familiar para algunos de los locatarios, cargadores, vienevienes, vigilantes y bodegueros. Hace unos años trabajaba con un naranjero que le platicó que en las noches se pone duro, se mueven más cosas. Hay bodegas que se transforman en bares para los cargueros, los diableros, llegan drogas, prostitutas, y se arman reventones pesados. Le sorprende la cantidad de personas que husmean en la basura en busca de algo comestible, y el amor que muchos bodegueros sienten por sus gatos. “Acá sí hubo varias bajas”, dice para referirse a los contagios y muertes provocados por la pandemia global que vivimos. Su madre murió en julio, y en su casa hubo varios enfermos. Jorge la ha librado.
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Suena esta voz inmensa al esfuerzo que hacen unos zapatos por seguir cargando varias bolsas grandes de hojas de maíz para tamal. Suena al tintineo de las monedas de un hombre que va corriendo. Suena este gólem a pájaros que vuelan y cantan. Éste es el mercado de las grandes cantidades, de la abundancia sin fin. Y se oyen chiflidos que cruzan en busca de alguien. Suena a la lumbre que cuece la carne al pastor. Suena al diurex que sirve para envolver, suena a cinta canela; suena a la voz de un vendedor que ofrece dos libros “Para aprender y mejorar la letra”, repite una y otra vez hasta apagarse por la distancia. Mijo blanco, rojo, avena, nabo. Un hombre va de puesto en puesto ofreciendo unos peluches y su voz es la del mercado. Suena también a naranjas apachurradas que sueltan todo el jugo. Suena a la voz interna de un hombre que fuma mirando al vacío y bebe una cocacola. Suena a cuatro policías que ríen entusiastas mientras sus radios siguen sonando y uno de ellos se recarga en una moto. Suena al trapo que una mujer pasa por una vitrina para dejarla impoluta. Unas llaves en la mano de un hombre se agitan con cierta malicia, y a eso suena el aire. Suena constantemente a bolsas de plástico que se arrancan de un rollo, al esfuerzo que hacen las cuerdas para apretar bien los costales. Suena a las ruedas desgastadas de un carro que frena, suena a la sonrisa de un hombre que estuvo a punto de chocar contra otro diablero, a pollo que se fríe para meterse en un pan. Suena a una mujer que azota las palmas sobre sus propios muslos para gastarse un poco de ansiedad. Suena todo el mercado a lo blanco de los huevos sobre los cartones morados. Suena a dos rosas rojas que una mujer sostiene sentada en un diablo junto a su esposo y su hija. Suena a la voz de Lavoe diciendo: “Donde quiera te espera lo peor”. Maíz Sinaloa, pozolero, Chalco, azul. Suena este mercado a los orines y la basura, suena al jadeo de dos perros calientes que quieren coger frente a todos.
Imagen de portada: Central de Abastos, 2016. Fotografía de Hernán García Crespo