Todos somos masoquistas. A todos nos gusta el dolor, pero en diferentes medidas y de maneras distintas. La primera aclaración necesaria para entender esto es que el dolor es una forma de sufrimiento, pero no cualquier sufrimiento implica sentir dolor. Cuando tenemos náuseas, por ejemplo, nos sentimos mal, pero no pensamos que algo nos está doliendo. Lo mismo pasa con la comezón, el hambre, la sed. Pueden ser formas de sufrimiento, pero no de dolor. Cuando el dolor nos da gusto, somos masoquistas. Pero también hay formas de masoquismo con sufrimiento y sin dolor. La literatura filosófica y psiquiátrica ha explorado diversas estructuras masoquistas. Sin embargo, éste es un asunto cotidiano. Nos gusta sufrir en todo tipo de circunstancias. A todos nos gusta pasarla mal, pero cada caso depende del momento, la forma, la razón y la finalidad del asunto. Algo fascinante del masoquismo es que demuestra que no siempre evitamos sufrir. Si sufrir es de lo peor que hay, parece raro que a veces incluso lo busquemos. Desde la medicina, por ejemplo, se piensa que el dolor es una experiencia sensorial que típicamente nos informa que algo anda mal, que algún tejido está dañado; que algo indeseable, malo, está ocurriendo en nuestro cuerpo. Habríamos de evitarlo. Pero nuestra relación con el dolor es mucho más complicada. No siempre lo evitamos; a veces, lo buscamos. Supongamos que el placer, lo bueno, lo deseable, es la cúspide de una montaña y hay varias maneras de atravesar el camino doloroso para llegar hasta ahí. Iluminemos dichos senderos.
¿Qué no es el masoquismo? Un error común de las clasificaciones demasiado amplias es que, aunque parecen abarcar mucho, al final no permiten hacer una buena taxonomía de la realidad. Si realmente todo es feo, bello, malo o bueno, la misma clasificación se disuelve en aquello que queremos delimitar. Un acto masoquista es aquel en el que alguien lleva a cabo acciones con la intención de tener una experiencia desagradable. Pero hay otras veces en las que estamos dispuestos a soportar algún dolor, sin que lo disfrutemos por sí mismo, ni porque obtengamos algo agradable a través de y gracias al sufrimiento. Muchas veces el dolor no es el medio para un fin. Puede parecer que sí a simple vista, pero hay que observar con microscopio. Imagina que tienes frío. Vas a la cocina y te preparas una buena taza de té. Está tan caliente que, cuando lo tomas, te quemas un poco la lengua. El agua caliente te ayuda a sentir calor, pero la quemada no. Lo mismo pasa cuando vamos al dentista. No vamos porque nos va a hacer daño, vamos a pesar de ello. Vale la pena ir porque, cuando ponemos las cosas en la balanza, el dolor no es tan grave como es bueno tener una dentadura sana. La sonrisa perfecta compensa el dolor que sentimos al ir a ajustarnos los fierros en los dientes. Pero si hubiera un método indoloro, lo preferiríamos. Es como el dolor de una inyección. Nos alivia el líquido que nos entra al cuerpo, el dolor del pinchazo es daño colateral. No cualquier dolor implica placer. No toda interacción con el sufrimiento es masoquista. A veces soportamos un malestar por un bien mayor. Pero no es un acto masoquista porque si pudiéramos evitarlo, con gusto nos los ahorraríamos. Es como cuando se sube a una montaña para esquiar. Podríamos subir andando si no hubiera otra opción, podemos estar dispuestos a ello. Pero si hay un bonito teleférico que nos puede llevar hasta la cima, lo preferimos.
Hay otras veces en las que el valor de pararse en la cima sí está mediado por la dificultad de la subida. Esa misma complejidad está entretejida en el valor de llegar hasta arriba. Por ejemplo, cuando alguien practica escalada en roca, podría alcanzar el punto más alto de una gran piedra por un camino más sencillo. Sin esfuerzo no hay mérito. Ésta es la forma más común de dar cuenta de por qué alguien actúa para sentir dolor: porque es el medio para un fin valioso. Krafft-Ebbing introdujo la noción de masoquismo a la literatura psiquiátrica, inspirado en el escritor Leopold von Sacher-Masoch, hacia finales del siglo XIX. En particular, se basó en el personaje de Severin, de la novela La Venus de las pieles, quien mostraba un tipo psicológico que caracterizaba particularmente bien el comportamiento de algunos de sus pacientes. Severin le pide a Wanda, su principal interlocutora, que, a través del castigo físico, lo haga sentirse su esclavo. Lo que él busca es el sentimiento de sumisión. El dolor y el maltrato son el medio para ese fin. Las definiciones psiquiátricas contemporáneas plantean algo similar. De acuerdo con el Manual diagnóstico y estadístico de trastornos mentales de la American Psychiatric Association (DSM-5) y a la Clasificación Estadística Internacional de Enfermedades y Problemas Relacionados con la Salud (CIE-10), los masoquistas usan el dolor y otras prácticas desagradables —ser golpeados, atados, asfixiados o humillados— como medios para la gratificación sexual. Krafft-Ebbing no creía que esta clase de prácticas de bondage sexual fueran masoquistas; para el psiquiatra, el masoquismo existía solamente en relación al deseo de sentirse sometido a la voluntad de alguien más. En todo caso, nadie entra en los detalles sobre cómo puede ser que esas prácticas de hecho conduzcan al placer, aunque algún estudio ha intentado mostrar que producen ansiedad y que ésta es, a su vez, una condición que facilita el gozo sexual. No es muy claro exactamente cuál es el mecanismo fisiológico que nos hace transitar del dolor al placer. No sabemos cómo, a nivel anatómico, la bola de billar blanca le pega a la negra y la mete en la buchaca. Lo que sí sabemos es que utilizar algunas experiencias desagradables como medio para facilitar otras agradables es una práctica común. Sin embargo, usar al sufrimiento como medio no es siempre algo tan calculado. Cuando el personaje de Lise en Los hermanos Karamazov de Dostoievski pone la mano en la ranura de la puerta y se aplasta los dedos para castigarse por algo que no hizo, esto también es una forma de masoquismo. Pero aquí hay algo distinto: su acto es irracional. Tenemos buenas razones si es deseable o incluso requerido que llevemos a cabo una acción. Si tengo sed, es racional que me tome una buena limonada bien fría, pero es irracional que me tome un vaso de aceite de oliva. Si quiero que alguien me perdone, es racional ofrecer una disculpa sincera, aun si esto puede ser muy difícil e incómodo. Pero es irracional darle un puñetazo en la cara para obtener su perdón: no es deseable, no es recomendable como medio para ese fin. Existen formas de masoquismo racional e irracional. Hay veces en las que es sensato exponerse a experiencias desagradables, pues obtenemos algo bueno a cambio. Sin embargo, hay otras en las que no es buena idea sufrir con tal de conseguirlo, pues aquello que obtendremos no compensa el malestar. Romperse los huesos de las manos como castigo por algo que ni siquiera hicimos no parece para nada deseable ni requerido. A esto apuntan las definiciones psiquiátricas de masoquismo. No se trata simplemente de que las personas utilicen prácticas desagradables para ensalzar su vida íntima, sino que dichas actividades realmente son problemáticas dado su entorno social y privado. En ocasiones merece la pena sufrir un poco por la recompensa que obtendremos, otras no tanto. Lo difícil es distinguir de las demás en cuáles nos conviene exponernos. Cuando nos subimos a una montaña rusa la pasamos mal, pero la euforia que obtenemos puede ser extremadamente satisfactoria.
Es extraño querer experimentar algo desagradable por sí mismo. Aun así, lo hacemos todo el tiempo. El propósito mismo de nuestras acciones es sufrir. Sin embargo, es importante entender que aquello que deseamos no es llanamente desagradable. Es más complejo. Existen dos maneras en las que queremos tener una experiencia desagradable por sí misma: por un lado, cuando lo malo es una parte de un todo bueno, de una experiencia más rica, y por el otro, cuando una experiencia desagradable es, a su vez, agradable. No es lo mismo ser “un medio para un fin” que ser “la parte de un todo”. Si queremos que un auto se mueva, si ése es nuestro objetivo, el medio para que esto ocurra no es simplemente ponerle llantas. Las llantas por sí solas no causan que se mueva, si bien son esenciales para su movimiento. Para que el coche avance hay que prender el motor, meter primera, acelerar o bien, empujarlo. De igual forma, lo desagradable, el dolor, puede ser una parte constitutiva de un todo valioso. Esto ocurre, por ejemplo, cuando alguien quiere tener la experiencia de correr un maratón. No es que desee correrlo a pesar de que en el kilómetro 35 le dé un calambre en el muslo izquierdo. De cierta manera, este dolor, este mal rato, es una parte constitutiva del objetivo total, que implica hallar y vencer nuestros propios límites. Parte del valor del recorrido es su dificultad. Ese dolor es exactamente una de las vicisitudes que queremos superar para obtener la experiencia completa, maratónica. Lo mismo puede pasar cuando comemos algo picante: un buen mole no es bueno a pesar de que pica, sino porque pica y porque, aunado a esto, nos ataca con una explosión de sabores y texturas que nos gustan. Esta clase de episodios vivenciales incluyen fundamentalmente una pizca de sufrimiento. Esa espolvoreada de malestar no es deseable de forma completamente aislada. No queremos sentir un calambre, ni tampoco que nuestra lengua arda en llamas de forma aislada. Pero sí queremos estas experiencias cuando están bajo control y forman parte de un todo complejo, deseable, rico.
Hay una estructura más del masoquismo: cuando tenemos una experiencia desagradable y, a su vez, agradable. Por ejemplo, cuando estamos jugando con la cera de una vela, pero sin realmente quemarnos, o cuando tenemos un diente flojo y lo movemos con la lengua para hallar ese instante antes de que caiga; cuando al tatuarnos sentimos un dolor agudo, pero que también implica un momento transformador, importante, o cuando estamos estirando o recibiendo un masaje vigoroso y llegamos al límite de nuestra tolerancia, pero aún bajo control. En estas situaciones lo desagradable no es ni un medio para un fin, ni tampoco sólo una parte de un todo. Se trata de experiencias de varios niveles en las que lo desagradable mismo nos da gusto. Esto no ocurre sólo en relación a sensaciones corporales, sino también emocionales. Como cuando nos regocijamos en la nostalgia, al pensar en alguien que ya no está, al ver fotos de buenos tiempos pasados o cuando hallamos un gozo sutil en estar enojados o celosos. Nosotros mismos nos ponemos en situaciones, de forma más o menos consciente, en las que nos regocijamos del sufrimiento mismo. Pero esto es porque la situación no se nos escapa de las manos. Estamos por llegar al final de una colina. Sofocados, el aire no basta, pero esa exasperación casi insoportable nos hace sentir bien porque nos ayuda a darnos cuenta de que estamos vivos, de que lo logramos. Vencimos. Se siente simultáneamente bien porque se siente mal. Es una experiencia de dos niveles: lo amargo se vuelve dulce.
Detrás de todas las formas de masoquismo hay un vaivén entre los sentimientos de descontrol y control. Se trata de sentir que somos agentes, entes que pueden cumplir sus deseos. Esto ocurre a nivel biológico. Nuestro cuerpo tiene que estar en estado homeostático, en balance, para poder llevar a cabo sus funciones vitales. Esto también pasa a nivel psicológico, pues tenemos muchas ideas, planes, deseos, etcétera, que queremos satisfacer. El masoquismo es la apuesta por perder un poco de control, de agencia, de balance, para recuperarlos. En ocasiones, es un medio para un fin: se trata de un camino descontrolado que nos lleva a un lugar de control. Lo interesante de subir el Everest es la complejidad que tiene convertirse en una de esas pocas personas que han dominado la cima. Sólo se puede conseguir ese mérito si cuesta trabajo. En otras situaciones, el descontrol es una parte esencial del todo, pero no lo queremos de forma aislada. El picante absorbe nuestra atención; no se puede hacer cálculos matemáticos masticando un montón de habaneros. Sin embargo, un poco de descontrol en un todo constituido de muchas más cosas deseables, lo ensalza. Finalmente, podemos sufrir y gozar a la vez. Nuestras capacidades mentales, psicológicas, simbólicas y lingüísticas nos permiten una sofisticación hedónica muy particular. Nos podemos sentir bien porque nos sentimos mal. Podemos sufrir y gozar sobre la misma cosa y al mismo tiempo, aunque, eso sí, no exactamente en el mismo sentido, no bajo precisamente la misma descripción. Sentir placer y dolor es fundamental en nuestra vida. Kundera, en referencia a Descartes, lo dice claramente:
“Pienso, luego existo” es la declaración de un intelectual que subestima los dolores de muelas. Yo siento, por lo tanto, soy una verdad mucho más universalmente válida y que se aplica a todo lo vivo.
El sufrimiento y el placer nos unen como, antes que nada, seres que sienten. Algo muy peculiar de los seres humanos es que podemos tantear, experimentar, jugar —y a veces sobrepasarnos— con las diversas posibilidades de sufrir y de gozar. Somos capaces de experimentar con nuestro sentimiento de estar en control sobre una situación, de sentir que nos diluimos en ella, o de perder completamente el control. El masoquismo es el péndulo entre el dolor y placer. Somos animales complejos. Complejos, pero animales. Animales, pero complejos.
Imagen de portada: Pain Gain, 2016. Fotografía de Reiner Girsch [CC]