Uno de los hechos más importantes de la Guerra Fría fue la competencia entre Estados Unidos y la Unión Soviética por llegar al espacio, y el acontecimiento más célebre de esa rivalidad consistió en que en julio de 1969 Neil Armstrong pisó la Luna. Ese año, que cerraría con broche de oro una década caracterizada por hechos históricos y cambios sociales que van de la píldora anticonceptiva a la consolidación del rock, pasando por varios movimientos estudiantiles y otros pacifistas, también está marcado en la historia de la cosmología por un hecho fortuito que ocurrió en el norte de un país que no se había sumado aún a la carrera espacial: México. El 8 de febrero de 1969, a la una de la mañana, surcó el cielo de la sierra de Chihuahua un objeto volador no identificado que fue a estrellarse en el pueblo de Allende, en un valle cercano a Hidalgo del Parral, el municipio donde murió Pancho Villa. La escena es fácil de imaginar: un pueblito tranquilo, todos sus habitantes dormidos, cuando súbitamente el cielo se alumbra por un bólido blanco y azul: “De repente se iluminó todo el campo, como si fuera de día. ¡La luz del meteoro aluzaba todo! Enseguida se escuchó un tronido, ¡como cuando se descarrila un tren!”1 La gente de Allende se llevó un buen susto. El señor Juan Chávez, por ejemplo, creyó que se trataba de su vecino soldador, aunque se le hizo raro que estuviera trabajando hasta tan tarde. Se dice que el estruendo de la caída fue tal que hasta en el municipio cercano se llegaron a romper algunos vidrios. El periódico El Correo de Parral dio la noticia ese mismo día por la tarde. Y en los periódicos de Estados Unidos, en especial los de Texas, Nuevo México y Arizona, se pudo leer que un bólido de color azul-blanco, con dirección suroeste a noreste, había explotado sobre el cielo al sur del país. Por fortuna, el pueblo de Allende aún era pequeño y los habitantes se salvaron de impactos de rocas o de los efectos de la onda de choque, a diferencia de lo que pasó en 2013 en Cheliábinsk, Rusia, donde la onda de choque fue tan fuerte que no sólo rompió vidrios sino que tiró bardas y casi dos mil personas resultaron heridas. Estados Unidos estaba atento a todo lo que sucedía cerca de sus fronteras. El Center for Short-Lived Phenomena (Centro para Fenómenos Fugaces) envió a México un avión B-57 para recolectar material y comprobar si la causa de la explosión era, por ejemplo, la detonación de un misil o la fragmentación de un asteroide. El B-57 recogió el polvo atmosférico residual, y el laboratorio del Servicio Geológico determinó que se trataba de material rocoso y que no era producto de una explosión nuclear (qué alivio habrá sido en plena Guerra Fría). El 10 de febrero el investigador Elbert King de la NASA viajó a Allende para investigar el material recolectado y volvió a su oficina en Texas con 100 kilogramos de éste. Como acababan de acondicionar varios laboratorios para estudiar las primeras rocas lunares que traería el Apolo XI, las muestras de esa meteorita (así se llaman las rocas de origen extraterrestre que hallamos sobre la superficie de un planeta) fueron analizadas a detalle con la tecnología más avanzada de la época.
El 12 de febrero los doctores Roy Clarke y Brian Harold Mason, del Museo Smithsoniano de Massachusetts, fueron comisionados para visitar y explorar a detalle el área de Allende, con la venia de Diego Córdoba, director del Instituto de Geología de la UNAM. Cuando llegaron a Parral se presentaron en la oficina del periódico, donde descansaban las muestras. Las rocas que habían caído en el caserío del pueblo eran de color gris oscuro, estaban cubiertas por una corteza de fusión (una costra delgadísima de color negro con un brillo vítreo) y se distinguían granos —algunos de forma esférica— de color verde, varios de hasta un milímetro de tamaño; esas esferas se llaman cóndrulos o condros y le dan nombre a la roca: condrita. El objeto era una meteorita que ahora se conoce con el nombre de Allende. En el Smithsoniano existen varias colecciones de estándares, es decir, materiales que sirven como base para compararlos con otros y que ayudan a los científicos a calibrar los instrumentos de análisis y a monitorear sus mediciones. Clarke y Mason tomaron cuatro kilogramos de Allende, los hicieron polvo, los mezclaron bien y para encontrar su composición química precisa distribuyeron muestras a 24 laboratorios de 13 países. Determinaron que en este cuerpo había 74 elementos químicos, y gracias a esa investigación el material que formaba parte de la meteorita chihuahuense se volvió también un estándar. Así, Allende se convirtió en una referencia para los laboratorios donde se estudiaron las muestras lunares que trajeron las misiones Apolo XI, XII, XV, XVII y Luna 16; más tarde se detectó que también contenía material orgánico (no de marcianos, por supuesto; se trata de compuestos de carbono que no tienen que ver con actividad biológica). Pero el descubrimiento más interesante que se ha hecho sobre la meteorita Allende es que traía consigo noticias de un pasado remoto: huellas del nacimiento del sistema solar. ¿Cómo puede una sola roca, más pequeña que un viejo Volkswagen, revelar algo sobre un evento de enorme escala que ocurrió hace 4 568 millones de años? Gracias a su composición química. Cuando empezaron a estudiar a Allende, los científicos notaron que mostraba, como otras condritas, una mezcla muy variada de componentes, algunos formados a temperaturas tan altas como para fundir rocas y otros a temperaturas lo bastante bajas como para que no se destruyera el material orgánico, es decir, una diferencia de mil grados Celsius. Algunos materiales eran más antiguos que la Tierra pero más jóvenes que el Sol, y otros aún más antiguos que nuestra estrella. Hoy sabemos que una estrella se forma a partir de una gran nube de materiales, como polvo de roca, compuestos de carbono y agua —que puede estar en forma de gas o de hielo que cubre el polvo—. Esa nube se contrae para formar un disco; en ese proceso algunos de los materiales de la nube permanecen intactos y otros se transforman. De esa mezcla de unos y otros está hecha la matriz o “relleno” de Allende. Para terminar, sabemos que los condros se formaron hace 4 564 millones de años por la fusión de pequeños granos de roca a temperaturas de entre 1 000 y 1 400 grados Celsius, pero no conocemos exactamente qué proceso los produjo: hay más de diez hipótesis, aunque ninguna arroja suficiente luz sobre todas sus características. En la búsqueda de una explicación se hacen simulaciones numéricas y algunos experimentos. Por ejemplo, un equipo mexicano del que formamos parte dos de las autoras (Karina Cervantes y Antígona Segura) diseñó y construyó un equipo que permite fundir pedacitos de roca con disparos muy potentes y breves de láser que los calientan a temperaturas de más de 1 200 grados Celsius. Estos disparos producen muestras similares a los condros, que pueden usarse para comprobar las hipótesis sobre su formación. Otro problema es que hasta hace muy poco no se conocía ningún mecanismo capaz de mezclar todos estos materiales y aglutinarlos en un solo objeto: se creía que el disco de polvo y gases que formará una estrella y sus planetas no tenía turbulencias o inestabilidades capaces de mezclar materiales de distintas zonas y edades, de modo que Allende presentaba una interrogante. La respuesta llegó en 2013 desde América del Sur gracias al telescopio milimétrico ALMA en Atacama, Chile, que reveló estructuras que sólo pueden surgir gracias a estos procesos. Astrónomas y astrónomos desarrollaron modelos numéricos más detallados que contemplan la forma en la que se comportan el polvo y el gas en los discos, y así se pueden reproducir y predecir mezclas de componentes como las que vemos en Allende. Naturalmente aún hay preguntas abiertas sobre la formación de los planetas y de los condros, pero tal vez podamos ir encontrando respuestas gracias a Allende y otras meteoritas similares, puertas al pasado de nuestro sistema solar en las que se encuentran las ciencias planetarias, la astrofísica y la geología, y ¡que pueden caer cerca de nosotros en cualquier momento! (Si ocurre, por favor llame a los especialistas. La ciencia se lo agradecerá.)
Trabajo realizado gracias al Programa UNAM-PAPIIT-IN117619.
Imagen de portada: Meteorita de Allende. Colección del Museo de Geología de la unam. Fotografía de Ana Emilia Pérez Rodríguez y Martha Méndez Garay, 2017. Cortesía de las autoras
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Anécdota que recogió Gerardo Sánchez Rubio, vulcanólogo del Instituto de Geología de la UNAM y coautor del catálogo Las meteoritas de México, UNAM, Ciudad de México, 2001. ↩