Hace tres años y medio la ciudad de Cincinnati fue declarada, por sus propios habitantes, la cuna del blues. Sucedió el 15 de noviembre de 2018, día en que el escritor John Jeremiah Sullivan reveló a los asistentes de un modesto evento en la Biblioteca Mercantil la recién hallada acta de nacimiento de Mamie Smith. Demostraba así que la primera persona en haber grabado un hit de blues en Estados Unidos había nacido en esta pequeña urbe del suroeste de Ohio; para ser más exacta, en el centro de la ciudad, en la calle Perry, a un costado de lo que ahora son las oficinas de una compañía de electricidad. En ese momento, siendo sincera, lo que sucedía en el Midwest no me preocupaba mucho. Sin embargo, un par de años más tarde ahí estaba yo: en la ciudad “de las siete colinas”, norteada como siempre (incluso y a pesar del Google Maps), buscando rastros del blues. Para llegar al centro de Cincinnati desde la zona universitaria se necesita tomar el camión de la ruta 17, que pasa cada media hora. El recorrido no es precisamente turístico. Después de bajar por la avenida Clifton, una desciende por Vine, calle bordeada de edificios semiabandonados, con puertas y ventanas pintadas en las paredes en un intento no muy eficaz por alegrar el paisaje. Ahí viven las víctimas de la epidemia de opio y heroína que empezó en los años noventa, cuando recetar opioides se volvió cosa de todos los días. No es difícil relacionar el problema con el proceso de gentrificación y desindustrialización que vivió, y sigue viviendo, la ciudad: a fin de cuentas, los países latinoamericanos conocemos el otro lado de la historia, el de las industrias que llegaron a buscar mano de obra más barata. Después de cruzar una avenida ancha, el paisaje cambia radicalmente, y empiezan a verse bares y tiendas de ropa. Al bajar del camión, pensé en tomar la East 13th Street y caminar hasta el amplio estacionamiento tapizado de murales, donde se encuentra un hermosísimo homenaje a “la primera dama del blues”. Escondida tras un edificio que exhibe la frase “It’s your thing, do what you wanna do” (un verso del grupo de funk The Isley Brothers retomado por las raperas Salt-N-Pepa) aparece de pronto el rostro de Mamie Smith en el marco de un espejo dorado. Tiene el pelo corto, al estilo de los años veinte, y lleva un collar de perlas. El resto del mural es una reproducción de la partitura de “Crazy Blues”, el single que llevó a la fama a la cantante. A partir de este hit empezaron a surgir sellos discográficos específicamente para afroamericanos.1 Hasta que llegó la Gran Depresión y la industria de los race records colapsó.
Pero ese día no tenía tiempo de visitar el mural de Mamie. Tampoco tenía planeado ir a ver la cuadra donde alguna vez estuvo su casa, ocupada ahora por un conjunto habitacional nada sugerente. Ni siquiera iba a darme una vuelta por el National Underground Railroad Freedom Center donde, por una módica suma de quince dólares, puede una conocer con lujo de detalles las penurias de las personas esclavizadas que huían del sur para cruzar el río Ohio antes y durante la Guerra Civil estadounidense. Del otro lado del río, que se puede ver desde la ventana del museo, ya eran legalmente libres. A pesar de esta supuesta garantía muchos seguían su trayecto hasta Canadá, donde tenían más posibilidades de sobrevivir, como es posible constatar en un “juego interactivo” de la exposición (gracias al cual comprobé que mis capacidades de supervivencia son nulas). Pero no, aquel día mis planes eran distintos. Me bajé en la parada de McMillan y tomé un segundo camión con dirección a la Cincinnati Blues Society. Me tomó varios meses enterarme de que tal cosa existía, al menos en la virtualidad. Coloqué mis quarters en el tragamonedas del camión y sentí un extraño hormigueo en el estómago. No habían contestado mis correos ni llamadas telefónicas; sin embargo, un precario sitio web y una página de Facebook actualizada de tanto en tanto mostraban que aquella organización era real. El camión se fue alejando de las rutas conocidas. Pasé por inmensos terrenos deshabitados, siniestros bajo-puentes y malls a medio construir. Se veían algunas construcciones de ladrillo que, supuse, alguna vez fueron fábricas. Finalmente llegué: 1623 Dalton Avenue. Me encontré frente a un edificio art déco en estado lamentable, con un letrero en letras metálicas que decía “United States Post Office”. El mismo que había visto en el street view. Adentro, nadie sabía nada acerca de una supuesta oficina del blues. En la esquina de la calle, una mujer atendía un puesto de hamburguesas. Varios trabajadores hacían fila, manteniendo cierta distancia unos de otros. Me acerqué y, sintiéndome un poco ridícula, le pregunté a la vendedora: “Do you know where the Blues Society is?”. El resultado fue más bien pintoresco. Me encontré rodeada de personas dándome toda clase de consejos e instrucciones: “It must be around there”, dijeron un par de mujeres con aretes grandes, apuntando hacia algo que parecía un terreno baldío; “The Blues Society?”, preguntó un hombre alto con el ceño fruncido; “Let me see the address”, inquirió un joven más bien regordete. Yo me preguntaba si aquellos trabajadores comerían hamburguesas a diario, y qué tan lejos vivirían de aquel viejo edificio art déco. Mientras esperaba en camión de regreso, parada en medio de la nada, tuve la impresión de entender un poco mejor el blues.
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Entro a la tienda Shake It Records, en el barrio de Northside. Dos pisos rebosantes de discos, vinilos, casetes, fanzines, y algunos posters y camisetas. La sección de libros es modesta pero bien surtida. Se divide en: ciencia ficción, novela gráfica, historia del rock, y por supuesto… historia del blues. “¡Mira!”, dice una amiga, “¡este te puede gustar!”. Con el gesto de quien comparte una droga difícil de conseguir, me alcanza un libro de LeRoi Jones, mejor conocido como Amiri Baraka. El ejemplar es pequeño, y tiene el lomo ligeramente cuarteado. En la portada, con grandes letras azules, está escrito: Blues People. Después de hojearlo, me dirijo entusiasmada al mostrador. “I think it’s broken”, le digo al hombre que atiende la caja. “It’s ok”, responde sonriente, mientras le coloca un trozo de diúrex. Luego añade, “You can take it”.
Lo tomo como una señal. Paso las semanas siguientes leyendo a LeRoi en mis pocos ratos libres: antes de empezar una clase, o en las noches, postergando el sueño bajo una lamparita de segunda mano. Así conozco los detalles de una historia que no tiene uno, sino varios nacimientos, tantos, me parece, como las ramificaciones de la melancolía. El periodo del llamado Classic Blues empezó a obsesionarme: es la época de las primeras grabaciones comerciales, casi siempre interpretadas, y muchas veces compuestas, por mujeres. Basta con ver cualquiera de las películas recientes sobre las divas del blues2 para darse una idea de las vicisitudes por las que pasaron estas artistas, enfrentándose a linchamientos que boicoteaban sus tours, encarando a los productores, o simplemente durmiendo en un camión porque el hotel donde se alojaban los músicos no les permitía la entrada.
En 1998 Angela Davis publicó Blues Legacies and Black Feminism, donde analiza el alto nivel de denuncia en las letras e interpretaciones de estas mujeres blueseras. Esto lo supe después, husmeando en la sección sobre la Harlem Renaissance en la biblioteca de la universidad. Davis me ayudó a entender que la palabra “blues” es una clave, un código secreto para hablar de un conjunto de experiencias y de padecimientos imposibles de nombrar. Traer el blues significa andar de ánimo azul (a veces índigo), pero también significa sentirse encadenado a un sistema de engranes invisibles. Y también puede ser la metáfora de cualquier otra cosa. ¿Cuál habrá sido el primer significado de esta palabra?, ¿quién habrá hablado por primera vez sobre el blues? Buscar el origen de una conversación es igual de complicado que buscar la raíz de un género musical: siempre se encuentran ecos de aquello que se dijo en charlas, en ritmos anteriores.3 Eso no quita que, cada vez que visito el mural de Mamie Smith en alguna caminata, pienso en mi propio origen, en el lazo que me ata a la música, y en los extraños sucesos que me llevaron a vivir en esta ciudad.
Posdata: Un par de días después de mi aventura en Dalton Avenue recibí una llamada de la Cincinnati Blues Society. No solo existe, sino que organiza todo tipo de eventos y festivales. Entre ellos está el Cincy Blues Fest, donde el renombrado “Sonny” Moorman grabó en 2006 la canción “Cincinnati Shuffle”, como me explicó la mujer del otro lado del auricular. Si bien es cierto que hoy en día la presencia del blues en Cincinnati no es tan fuerte como en Chicago, y que los músicos jóvenes ya no se interesan mucho en este género (aunque sí en algunas de sus ramificaciones, como el rhythm & blues, el soul o el hip-hop), todavía ciertos bares dedican días específicos de la semana a las doce barras, entre ellos el pequeñísimo Schwartz’s Point o el famoso Greenwich (que lamentablemente lleva cerrado desde el comienzo de la pandemia). Ese mismo fin de semana, inspirada por la extraordinaria amabilidad de la Blues Society, me decidí a presenciar un round de conciertos en el River City Blues Festival. Eso sí, no tienen oficinas.
Imagen de portada: Dreaming Blues, mural de Julia Bottoms en honor a Mamie Smith, Cincinnati. Fotografía de James Faircloth. Flickr
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La mayoría estaban situados en Nueva York. En Cincinnati se fundaron también algunos, pero mucho después, en los años cuarenta y cincuenta. Los más importantes son King Records, donde grabaron Nina Simone y James Brown; Jewel Records; y Fraternity Records, que sigue en pie actualmente. ↩
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Mi favorita es Ma Rainey’s Black Bottom (George C. Wolfe, 2020), aunque también recomiendo el documental Billie (James Erskine, 2020) y el cortometraje T’Ain’t Nobody’s Business: Queer Blues Divas of the 1920s (Robert Philipson, 2011). ↩
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Para un recuento histórico de la historia del blues en Cincinnati, puede usted visitar esta bellísima página, cortesía de la Universidad de Cincinnati. ↩