Split está enclavada en el litoral croata del Adriático. Es una ciudad pequeña y hermosa. Tiene como telón de fondo las colinas peladas de una cordillera, que la aísla (o protege, según el caso) del continente. Sus aguas son de un azul homérico estelado de blanco por las embarcaciones, y la arquitectura de su casco antiguo, romana, medieval, renacentista y mediterránea a la vez, resulta notable. En su centro se alzan las ruinas del Palacio de Diocleciano, el emperador romano que nació cerca de allí, en la desaparecida Salona, y que en aquella residencia, más parecida a un fuerte militar que a una casa de reposo, se retiró de la vida pública años antes de su muerte. Estaba yo de pie en Split, hace unos días, ante la “Puerta dorada”, una de las entradas al Palacio. En el interior del conjunto asomaban las callejuelas torcidas y empedradas de cualquier villa medieval, pero enmarcadas por murallas y arcos imperiales (algunos originales y otros reconstruidos siglos después de la caída de Roma, para que sirvieran de fortaleza contra los bárbaros). Un tipo, a mi lado, dio un largo suspiro. Se irguió junto a la puerta y le hizo señas a su mujer para que le tomara una foto allí. Puso las manos en la cintura, sonrió para la cámara (un teléfono, en realidad) y de los labios le brotó la frase que lo identificó, sin remedio, como un paisano: “Está bien bonito esto. Es igual a Zacatecas”. A mí se me heló la sangre. Lo siguiente que pidió el paisano fue tomarse otras fotos, ahora con algunos de los lugareños disfrazados de legionarios que pululaban por ahí. “Ya me siento el emperador de las galletas”, se entusiasmó. Claro: se le amoló la sonrisa cuando le informaron que retratarse con los “romanos” salía a un euro el clic y ya llevaba diez… Días después, en Zagreb, la capital de Croacia, un sitio espléndido que tiene algo de austrohúngaro, algo de italiano y algo aún de socialista y yugoslavo, me topé al alma gemela del paisano de Split. Este segundo hombre estaba en el parque de Zrinjevac, en el corazón de la ciudad. Iba en chancletas y se cubría el torso con una playera del América. Miraba el kiosco, los árboles centenarios, los edificios de gobierno de los alrededores y las jardineras llenas de flores, todo con un aire escéptico y perdonavidas. “Le copiaron a San Luis Potosí”, dictaminó. Ya sé que el señor psicólogo social que siempre me manda mensajes para hacerme precisiones sobre lo que pongo aquí dirá que es lógico que los viajeros traten de encontrar similitudes entre lo que ven y lo que conocen. “Es su forma de aprehender lo nuevo”, me asegurará. Yo sólo sé que al señor con playera del América me lo volví a encontrar a las dos horas y tuve que guiarlo de vuelta al parque, porque se le habían perdido los hijos y la señora y no le entendía al mapa de internet de su teléfono. “Ando bien norteado, mano”, me confesó. Al final descubrió que estaba a cincuenta metros de distancia del punto en el que su familia lo esperaba, en un café, y mirándolo dar vueltas como zángano. Tampoco se crea usted, curioso lector, que somos los únicos atarantados en el mundo y que en cada croata vive un doctor en asuntos mexicanos. “Yo sólo sé del Chapo y del Chicharito”, me dijo un periodista de Zagreb que estaba por entrevistarme, antes de comenzar nuestra charla. Y la mayoría de los croatas, desde luego, están más o menos así de informados. Muchos no tienen noticia de nuestra tierra más allá de la imagen que presentan las películas de sicarios (generalmente gringas) que circulan y los seriales sobre narco de los servicios de streaming. Aunque al menos son sensatos: les parece muy normal lo poco que sabemos sobre ellos, dado que son un país pequeño, que logró su independencia apenas en 1991 (en medio de la terrible guerra en los Balcanes) y están muy lejos de nuestra visión. Porque, sí, hay que decir que nuestro conocimiento sobre Croacia suele limitarse a los nombres de algunos de sus deportistas. Sabemos tan poco que la aparición de la presidenta croata, Kolinda Grabar-Kitarović, en la final del Mundial de futbol y los cálidos abrazos que les dio a los jugadores de las escuadras que habían disputado la copa la convirtieron en un ídolo de las redes mexicanas durante unas horas (hubo quien dijo que había sido el personaje de la final y la consideró un nuevo icono del empoderamiento de la mujer), hasta que personas mejor informadas les hicieron ver a los entusiastas que la presidenta les parecería muy simpática pero que era una conservadora de tomo y lomo… Y vino la decepción. Total, que los croatas saben un poco del Chapo y el Chicharito, y nosotros de Modric, Rakitic y Vrsaljko. Pero, como nosotros, ellos tienen una historia y un arte que vale la pena tener en cuenta. Si no quiere usted echarse un clavado a la amplia bibliografía sobre la Guerra de los Balcanes o directamente a la rebanada de actualidad política de la que hablan los diarios y las agencias, le propongo dos cosas para conocer un poco de Croacia: primero, está disponible en México una muy buena antología de la narrativa croata contemporánea, seleccionada por el gran poeta y novelista Roman Simic, y titulada A todos nos falta algo. La publicó en México el sello Cal y Arena en 2014 y es perfectamente accesible. La integran diez cuentos que permiten asomarse un poco a la vida vertiginosa de este país. La otra recomendación es una serie de Netflix (sí, caray, qué le voy a hacer), pero que, pese a ello, es interesante. Se llama El periódico (Novine, en croata), y aborda los forcejeos entre políticos y criminales de la ciudad costera de Rijeka en torno al último diario independiente del lugar. Un verdadero delicatessen que ayuda a entrever que, pese a que vivamos en lugares tan lejanos y tengamos historias tan diferentes, hay cosas que nos acercan a croatas y mexicanos. Por ejemplo, lo parecidos que somos para nortearnos. “Yo estuve en Cancún y se me hizo igual a Split”, me dijo la última noche de mi viaje, por amable, un señor que se paró a la presentación de mi libro para darme el suyo (escrito en croata, claro, lengua de la que nada sé). Y luego se soltó a decir que las pirámides mayas eran como ruinas romanas. Y a mí se me heló la sangre, de nuevo, pero preferí decirle que sí, que como gotas de agua, y que en México había muchos lugares igualitos a Split, como por ejemplo uno llamado Zacatecas… Se quedó muy contento, el pobre.
Imagen de portada: Fotografía de Gerard Stańczak, en Wikimedia Commons. Ciudad de Split, 2015.