Habrá una escritura de lo no escrito. Algún día llegará. Una escritura breve, sin gramática, una escritura hecha sólo de palabras. Palabras sin gramática de apoyo. Perdidas. Allá, escritas. Y enseguida abandonadas.
Marguerite Duras escribe Esto es todo a finales de 1994, cuando ya presiente el final, el que escucha y transcribe a su lado es Yann. A mediados de la década de 1970, Yann Lemée era un joven estudiante de filosofía en Caen, había fracasado en varios de sus intentos académicos, hasta que, en un coup de foudre, descubre la obra de Marguerite Duras leyendo: Los caballitos de Tarquinia. A partir de ese momento dejó a Kant, Hegel, Spinoza, Stendhal, Marcuse, dejó toda la literatura por LA literatura. “Yo soy un lector absoluto —dijo— para mí Duras deviene la escritura misma”. Como los religiosos, como los místicos, una sola biblioteca, con un solo y gran libro que lo abarque todo. No Shakespeare, no los griegos, la Biblia, la Torá. Una fascinación abismática. Aschenbach sometido a Tadzio. Durante la proyección de la película India Song en 1975 en el cine Lux de Caen, la sala está colmada de admiradores y Yann está sentado en la primera fila. Quiso comprarle un ramo de flores a Marguerite pero no se animó. Llevaba Destruir, dice en el bolsillo, le pide que le firme una dedicatoria, Marguerite firma, Yann pronuncia: “quisiera escribirle”. Al día siguiente le envía la primera carta y no se detiene, le escribe sin obtener respuesta durante cinco años. Duras le envía sus nuevas publicaciones hasta el verano de 1980, cuando le pide que vaya a verla a la ciudad marítima de Trouville. Duras tenía 66 años, él 28. Esa noche le muestra las luces de la ciudad, la bahía frente al Atlántico, las rocas negras, están juntos en ese departamento suspendido sobre el mar. Yann la escucha hablar, se queda a dormir y no se separan hasta la muerte de M. D., dieciséis años después.
Duras le da el seudónimo literario: Yann Andréa Steiner. Le quita el apellido del padre, mantiene el nombre de pila, Yann, y agrega el nombre de su madre: Andréa. Duras le dice: “Con este nombre, podés estar tranquilo, todos lo recordarán.” Yann no puede tutearla ni emitir su nombre. Dice que se debe a que primero conoció el nombre escrito, ese nombre de autor y tal encantamiento no podía ser del orden de lo decible. Duras también le da la biografía, entrar en su prosa. Duras decide lo que él come, él está ahí, a la espera de la palabra. Yann se escapa a veces a seducir a camareros de hoteles o bares, a acostarse con ellos, pero siempre cerca para que lo encuentre. Yann será su servidor, su traductor, su enfermero, el que le sirve las copas de vino, el que se emborracha a la par. Era la época de la atracción fatal de la izquierda burguesa por los dictadores comunistas: Stalin, Lenin, Castro. Yann y Duras vivían en el universo de Saint-Germain-des-Prés, barrio de la pequeña inteligentzia parisina de izquierda, cerca de los cafés de moda donde escribían Beauvoir y Sartre, donde decidían editores y críticos qué libros serán los elegidos, los canónicos, pero Yann y Duras estaban por fuera del radar de la época. Ellos vivían en la frontera entre el alcohol y la muerte, que llega en 1996. En un popular programa de televisión francés, Yann es invitado a presentar su libro reeditado en 2001, Cet amour-là (Pauvert, 1999). Los invitados lo juzgan, es el discurso de la mentalidad de otro tiempo, el discurso que predica que el amor debe ser antitotalitario, igualitario y dar felicidad. Yann niega todos esos parámetros: “cooptación, dominación, vampirización”. “¿Fueron felices?”, le preguntan. “No, vivimos”, responde.
Ella está muerta, hay imbéciles a los que les gustaría que “llorara” o “hiciera el duelo”, como si fuera posible estar de luto por uno mismo, sin morir. Soy gay, como dicen, y tenemos 38 años de diferencia: quién puede entender el vínculo que nos unía, ese amor. Carnal, espiritual y, sobre todo, en la escritura. No hago nada con mis días, estoy aquí y ella me dicta. Debo estar atento, ella tacha, dibuja con lápiz, intenta la escritura oral. Al final, vuelve a leer, reescribe todo en la lectura y aparece el texto. El amante, con toda modestia, y luego El amante de la China del Norte (1991), y también otras obras maestras, no las hubiera escrito sin mí. También estoy allí para cuidarla cuando está loca, borracha o enferma. Y hasta el final, hasta la última hora.
¿Qué es el destino de un hombre? Yann copista, intérprete, traductor del estilo Duras, enigma de Duras, fantasma de su hermano muerto, hombre funcional a la escritura de otra, obediente a las reglas de la escritura durasiana fabrica su destino, arma el relato póstumo de su biografía en esa ausencia de destino literario. O en ese contrabando, en esa ecuación malsana del escritor que no escribe. Del escritor con biografía y sin obra. Del escritor con estilo prestado. Yann, actor en las películas de Duras, tiene todo de personaje minúsculo en el margen de la cámara, salvo que se convierte en testigo clave del siglo XX. El día que murió Duras, Yann dijo: “Tengo vergüenza de sobrevivirla”. La sobrevivió 18 años. Poco después del entierro de M. D., Yann bajó los tres pisos del departamento del núm. 5 de la rue Saint-Benoît, donde vivía con ella, y caminó unos metros hasta el núm. 23 para instalarse en el cuartito que le dejó de usufructo. Un cuartito de estudiante, como volver a los 27, a la época en la que le mandaba cartas. Un claustro, también. Apenas lo justo para sobrevivir: una cama, un escritorio y una máquina de escribir. ¿Escribir qué? Escribirle a ella, escribir con ella, sobre ella, siempre. ¿Quién era Yann Andréa en ese momento? En la necrología que le dedicó el escritor Philippe Lançon, lo describe como un fantasma sensible y delicado, un elegante samurái de Saint-Germain-des-Prés. Durante un tiempo, se volvió un habitué del Café de Flore, del Select, del Dôme y de La Coupole de Montparnasse. Un escritor asiduo al Select cuenta que Yann llegaba en la tarde, solemne con su cuaderno y con su pluma de homme de lettres decimonónico, y después de unos cuantos tragos de whisky se ponía “húmedo”. Húmeda es la sensación que se tiene al leer sus últimos libros, siete en total después de la muerte de Duras. Una nostalgia difusa, esponjosa, que por momentos empalaga. Será el estilo pasticheur, esa pizca de kitsch a lo Yann, de camp, diría Sontag. Y es que Yann, el imitador, tenía unos ademanes bien suyos. Su porte de duque desclasado, encantador y decadente era parte del folklore literario parisino. Aun así, la esfera intelectual lo esnobeaba. Después de haber sido durante años, con Duras, el que no escribe, se volvió a los 44 años el que no escribió. Un escritor raté, entregado a su fracaso con abnegación, con idolatría. La singular relación de Yann Andréa con las palabras se remonta a la adolescencia. Su gran amigo de juventud, Thierry Soulard, compañero de clase y primer amor, escribió un libro para desentrañar el misterio Yann. En su relato, Soulard recuerda el gusto precoz de Yann por cierto refinamiento del lenguaje, el tono de aristócrata trasnochado con el que hablaba ya desde los dieciséis, como un juego, un chiste exquisito. Sin duda sus palabras debían tener cierto encanto para que Marguerite Duras lo eligiera como interlocutor privilegiado, como gemelo o extensión de sí misma. Su capacidad de mimetismo es apabullante, es casi un arte en sí, una destreza camaleónica. Se reconoce que es un caso único en la historia de la literatura francesa y sin embargo su escritura no llega a ser literatura de verdad. Los libros de Yann Andréa suenan como a eco de ultratumba: Dios empieza cada mañana (Bayard, 2001) es la repetición incesante del milagro de escribir desde Duras, de fundirse en su palabra viva, naciente. Un parto cotidiano, con Yann ahí, haciendo el papel de parturienta. Era el preferido, el que supo captar el sentido de la escritura para Duras. La escritura es un invento que se renueva cada día, esa invención tiene que ver con la verdad, dice Yann. Una verdad inagotable. Fatal. Un peligro de muerte, irresistible. Él no resistió, entregó su pellejo, la vida y la muerte por Duras. La eternidad, también. Todo. Ese título de preferido, el hijo de Marguerite y de Dionys Mascolo, Jean Mascolo, no se lo perdonaría. En 1999 surge un conflicto entre los dos que los lleva a juicio, cuando el hijo intentó publicar La Cuisine de Marguerite, una colección de recetas de cocina de su madre. El libro fue prohibido a petición de Yann, áspero defensor de la obra de su ama. Años después, Jean Mascolo lo acusa de haber falsificado el testamento de Duras. Yann no se dejó demoler ni por esas acusaciones ni por el desprecio que le manifestaba el círculo intelectual. Su ruptura con el mundo fue voluntaria. Le fue cerrando la puerta a las personas que intentaron ayudarlo, comprenderlo, a los que lo amaron. La escritora y editora francoalemana Maren Sell, a cargo de la publicación del segundo libro de Yann, Cet amour-là, se enamoró de él hasta el punto de ser su esclava consciente, consumida por él como una adolescente en una pasión conjunta, necrófila, por Duras. Pero Yann, el dominado dominante, tenía un único deseo, el de volver a Duras. Finalmente lo consiguió, al término de una clochardisation progresiva. Dejó de bañarse, de sacar la basura, de salir. Comía delivery del chino y dejaba que los restos se amontonaran en su cuartito. De vez en cuando aparecía en el Flore como un dandy espectral y se pedía un “Pimp’s Champagne” con una rodaja de pepino. Tal vez ése haya sido su último trago. El 10 de julio de 2014 lo encontraron muerto en su celdita durasiana. Ahora sí está con ella, en la propia tumba de Duras, en el cementerio de Montparnasse, los dos nombres grabados en la misma lápida. El de Yann, curiosamente, está un poco borrado. En una entrevista que le hizo Philippe Lançon para Libération en 1999, le pregunta si no teme ser para siempre el viudo de Duras. “No. No soy el viudo —le responde Yann—. Es más bien ella mi viuda”.
Imagen de portada: Fotograma de Josée Dayan, Cet amour-là, 2001