En la región donde vivo existe un árbol tan poderoso que, se cuenta, con sólo recargar tu espalda en su tronco es posible recibir parte de su fortaleza. Se trata del cedro rojo occidental (Thuja plicata) y quienes entendieron —y recibieron— su fuerza son los pueblos originarios de la costa del Pacífico noroeste (ubicados en los estados de Oregon, Washington y Alaska en Estados Unidos, y en la provincia de Columbia Británica en Canadá). Este gigante se convirtió en piedra angular de los grupos nativos de la región y la versatilidad de sus usos impregnó cada aspecto del desarrollo de las culturas de la costa noroeste. No resulta difícil entender la enorme importancia espiritual de estos árboles. Un mito de los pueblos de la costa Salish nos cuenta que el Gran Espíritu creó este árbol en honor a un hombre que siempre ayudaba a los demás. El cedro rojo, por tanto, ayudaría eternamente a las comunidades. Existen múltiples ejemplos sobre las relaciones entre el cedro y los pueblos nativos. Por ejemplo, se sabe que las mujeres recolectaban la corteza de los cedros en una actividad que reunía a distintas generaciones (abuela, madre e hija) y, una vez que encontraban el árbol que sería aprovechado, se paraban frente al gigante para orar antes de arrancar su corteza, la cual tendría los más diversos usos (cobijas, sombreros, ropa térmica, forros de cunas y almohadillas menstruales, entre otros). Fue esta relación tan estrecha de interlocución y cuidado mutuo la que caracterizó el aprovechamiento y conservación del cedro rojo por parte de los grupos indígenas en el Pacífico noroeste. Fue también en este rincón del planeta donde, en 2016, tuvo lugar una reunión de investigadores para entender la manera en que los descubrimientos sobre comunicación entre plantas (o comunicación vegetal) podrían moldear la innovación agrícola en el mundo con criterios de sustentabilidad. La doctora Suzanne Simard, investigadora y profesora de ecología forestal de la Universidad de Columbia Británica, era parte de ese grupo. Sus estudios en los bosques del Pacífico noroeste (que han involucrado ejemplares del cedro rojo occidental) advierten que la comunicación entre árboles existe como un hecho científicamente demostrable. Ha divulgado sus resultados en distintos medios, y su plática TED “Cómo los árboles conversan entre ellos” (How Trees Talk to Each Other) se ha viralizado gracias a su difusión en YouTube.
Pero veamos qué hay detrás de la supuesta comunicación entre plantas. Albert Bernhard Frank en el siglo XIX acuñó el término micorriza, que literalmente significa raíz-hongo, para describir una de las adaptaciones más notables de la vida en la Tierra: la unión de dos organismos distintos (el hongo y la raíz de la planta) en un solo órgano morfológico. Se sabe que las micorrizas, asociaciones simbióticas entre las raíces de plantas y los hongos, se establecen como un mutualismo: las hifas del hongo que coloniza la raíz de la planta incrementan la superficie para absorción de agua y nutrientes, maximizando el acceso de la planta a estos componentes esenciales; el hongo, a cambio, recibe carbohidratos producidos por la planta. Pero el estudio de las micorrizas no se limita al intercambio de bienes entre hongo y planta. La red de conexiones entre plantas facilitada por las micorrizas resulta ser tan vasta y compleja que se le describe como la Wood Wide Web en alusión a la red informática mundial o World Wide Web (WWW). Las micorrizas interconectan subterráneamente a plantas de la misma o distinta especie, permitiendo la transferencia entre plantas de carbono y otros nutrientes, agua, señales de defensa y aleloquímicos. La red de micorrizas permite a Simard explicar, a partir de una serie de metáforas, la complejidad de interconexiones que regulan un bosque, la infinidad de vectores en el subsuelo que se establecen entre árboles y que les permiten comunicarse. Desde su postura, existe un lenguaje conversacional entre árboles, un diálogo encriptado en la red fúngica que les permite compartir información vital para su supervivencia y, en última instancia, para el funcionamiento de los ecosistemas. Por ejemplo, Simard da cuenta de la existencia de árboles madre, los más antiguos y con amplias conexiones de micorrizas, los cuales parecen favorecer a las plántulas de su especie sobre las de otros árboles: a través de la red de micorrizas les envían más carbono para asegurar su crecimiento y señales de defensa, incrementando la resistencia de las plántulas ante futuros eventos de estrés. Sus estudios también demuestran la interdependencia entre distintas especies de árboles que, a través de una red de comunicación subterránea, interactúan para transferir carbono, nitrógeno, fósforo y otros nutrientes al árbol que los necesite. “A partir de conversaciones que van y vienen, [los árboles] incrementan la resiliencia de toda la comunidad”, dice Simard para hacernos entender a los árboles como agentes a favor de la cooperación, y no sólo como competidores, en la complejidad de los ecosistemas forestales. “¡Los árboles conversan!”, exclama antes de ser aplaudida en su famosa plática TED. Simard y el resto de investigadores que arguyen a favor de la comunicación vegetal enfrentan críticas dirigidas hacia el antropomorfismo que supone un lenguaje conversacional entre plantas. Sus críticos enfatizan que los árboles carecen de intención y que nos basta la selección natural para explicar el mundo vegetal. Más allá de las críticas que se desprenden de identificar en los árboles características relacionadas con el diálogo, el cuidado, la cooperación y la preferencia, y que incluso sugieren una intención en el mundo vegetal, uno de los objetivos de Simard es claro: busca cambiar nuestro modo de entender los árboles y bosques (la parte y el todo) para verlos como sistemas complejos e interdependientes. Sistemas regulados por un lenguaje subterráneo que asegura su resiliencia y funcionamiento, pero que también es necesario fortalecer para enfrentar el cambio climático y otras amenazas a partir de estrategias diferenciadas para el manejo de los recursos forestales y, de este modo, asegurar su uso sustentable y conservación. Si las discusiones sobre la comunicación entre árboles y la complejidad de los ecosistemas forestales buscan promover su conservación, me parece crucial resaltar ejemplos sobre otro lenguaje presente en muchos de estos ecosistemas en el planeta. Se trata de ejemplos contundentes sobre la estrecha relación, el entendimiento y el liderazgo que las comunidades locales, en su gran mayoría grupos indígenas y los más marginados de todo el mundo, han desarrollado sobre los bosques que habitan y defienden en diversas latitudes. En 2017, en el contexto de la Cumbre Global de Acción Climática en San Francisco, diversos pueblos indígenas y miembros de comunidades locales de la Amazonía, Mesoamérica, Indonesia y Brasil lanzaron la declaración de los Guardianes del Bosque. Su mensaje da cuenta de un lenguaje construido a partir de la defensa del territorio y compartido por comunidades que buscan conservar sus medios de vida, asegurar la protección de los bosques y selvas y hacer frente al cambio climático. La declaración se enmarca en un contexto en el que, a nivel mundial, prevalece la acentuada brecha entre la extensión de tierras en manos de grupos indígenas y comunidades locales y el poco reconocimiento legal de los derechos territoriales de estos grupos. En el caso de los ecosistemas de bosques a nivel mundial, la mayor parte se encuentra en manos de grupos indígenas y comunidades locales, quienes históricamente han desempeñado un papel esencial en el manejo y protección de sus servicios ambientales. Sin embargo, estos grupos sólo poseen legalmente 15 por ciento de los bosques.1
Asegurar el reconocimiento legal de los derechos territoriales de las comunidades que habitan y dependen de los ecosistemas forestales es fundamental no sólo para conservar los bosques que respaldan la vida en el planeta y hacer frente al cambio climático, sino para asegurar los medios de vida de estos grupos, aminorar la pobreza y avanzar en la equidad, reducir los conflictos y fortalecer la seguridad alimentaria, entre otros beneficios. Existe evidencia de que el reconocimiento de los derechos comunitarios sobre los bosques está asociado con menores tasas de deforestación y degradación de suelos, y con mayores tasas de captura de carbono y permanencia de la cobertura forestal.2 Es por ello que es necesario cultivar este otro lenguaje construido a partir de los procesos comunitarios de defensa del territorio, de aprovechamiento sustentable y conservación en manos de comunidades y que, al igual que las redes de micorrizas, resulta vital para garantizar la resiliencia de los ecosistemas forestales.
Imagen de portada: Agustín Ibarrola, Bosque de Oma, 1985. Fotografía de Javier Enjuto. Creative commons BY-NC
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Rights and Resources Initiative (RRI), At a Crossroads. Consequential Trends in Recognition of Community-based Forest Tenure from 2002-2017, RRI, Washington, DC, 2018. ↩
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RRI, Securing Community Land Rights. Priorities and Opportunities to Advance Climate and Sustainable Development Goals, RRI, Washington, DC, 2017. ↩