I. Después de cinco años, el amor
“Hace un mes y medio salió en internet un perfil falso de Felipe en Facebook. Un perfil que supuestamente lo había hecho él, en Tijuana. Pero no había más información. Sólo la foto, la foto que yo uso para las mantas y su nombre completo.”
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Conocí a Tanya hace un año y medio en Monterrey. Fue un jueves por la tarde. Ella había llevado a sus hijos al grupo de terapia infantil de Ciudadanos en Apoyo a los Derechos Humanos A.C. (CADHAC). La primera vez que la vi llevaba el pelo recogido en un chongo y traía a los niños, de cuatro y seis años, agarrados de la mano, todavía silenciosos. Me interesaban las sesiones de terapia de CADHAC, una asociación que pelea por los derechos de las víctimas en Nuevo León. Los jueves después de comer, una psicóloga se juntaba con un grupo de niños de cuatro a doce años en la sede de la asociación, una casa en la colonia Vista Hermosa, no muy lejos del centro. Todos tenían algo en común: la ausencia de un ser querido. Un papá desaparecido, una mamá, un hermano. En las sesiones con la psicóloga trataban de explorar su dolor, sus dudas, la falta de respuestas. Dibujaban, pintaban, gritaban, veían películas. Una vez, la psicóloga le dio una hoja a cada uno y les pidió que dibujaran tres cosas, algo que los hiciera enojar, algo que los hiciera llorar y algo que los pusiera felices. Uno de los hijos de Tanya, el más pequeño, dibujó un fantasma en el apartado de cosas felices. Cuando la psicóloga le preguntó por qué, él contestó: “Es que mi papá se murió”. ¿Por qué me interesaban? Quería saber cómo afecta psicológicamente a un niño la desaparición de un ser querido. No la muerte, su ausencia. Explorar desde un punto de vista teórico el concepto de duelo incompleto, la pérdida ambigua, el trauma permanente. La tarde en que nos conocimos, Tanya me invitó a compartir su camino de vuelta, hora y media en el tráfico de Monterrey y el área metropolitana. En la tarde, ella había participado en una junta con personal de la asociación y los niños habían estado en terapia. Le pregunté por el fantasma que su hijo pequeño había pintado un par de semanas atrás. Le dije que el fantasma parecía enojado. La psicóloga, añadí, dijo que representarlo como un fantasma tal vez le daba un poco de certeza sobre la desaparición de su padre. En el carro, Tanya narró las circunstancias de la desaparición de Felipe, su esposo. Trabajaba instalando antenas en ciudades fronterizas de Tamaulipas, dijo. Una mañana de marzo de 2013 salió rumbo a Reynosa. Hablaron varias veces por teléfono ese día. Pero a partir de las tres de la tarde ya no contestó. Tanya piensa que algo le pasó de regreso. Cuando esto ocurrió, el hijo mayor de Tanya tenía dos años y el pequeño, meses. Un año después, el mayor empezó a preguntar. Así me lo explicaba ella: “Cuando él entró al kínder, empiezan los eventos a los que citan a papá. El día del padre, así. Entonces me preguntaba, ‘¿y mi papá?, ¿por qué no viene?’ Entonces yo le decía, ‘está trabajando, tiene mucho trabajo, no puede hablar. Pero él te quiere, donde quiera que él esté, él te quiere’. Pero, ‘¿por qué no viene?’, decía. ‘Si de los demás niños vienen sus papás, ¿por qué el mío no?’ Eso me decía. ‘Yo no tengo papá’. Y yo le contestaba, ‘no, todos los niños del mundo tienen mamá y papá, pero a veces, por alguna circunstancia, no viven juntos. Tú sí lo tienes y él está trabajando y al rato vuelve’”. Le costó un rato a Tanya darle otra explicación, pero finalmente, un día, lo hizo: “No sé dónde está, pero lo estamos buscando”. Él replicó, “¿por qué?, ¿se perdió?”. Y ella dijo que no. Luego añadió que había desaparecido y, poco a poco, terapia mediante, realidad mediante, el pequeño entendió —quizás exista un verbo más adecuado, ¿intuyó?, ¿asumió?— que estaba desaparecido. Le marqué a Tanya hace unos días para saber cómo le había ido en estos meses. Me preguntaba si conforme crecían, los niños se hacían más preguntas sobre su padre, sobre todo el mayor. Al final, había crecido al amparo de esta perniciosa narrativa que convierte a las víctimas en criminales. Un discurso que permea desde las fiscalías y los gabinetes de comunicación social hasta los medios y de ahí a cualquier lado, incluso a los patios de las escuelas. “Si lo desaparecieron, es que en algo andaría”. ¿Pensaría eso de su papá? Tanya me dijo: “Ya va asumiendo que hay una gran maldad en el mundo. Lo ha ido asumiendo por pláticas mías, CADHAC, la televisión. Hace una semana desapareció Anita y luego la encontraron muerta”, refiriéndose a la niña de ocho años secuestrada y asesinada en Monterrey este mes de julio. “Ellos lo vieron por televisión, estuvo circulando mucho. Lo que yo dije fue: ‘Miren, la gente a veces es mala. Hay gente buena y mala. Y hay que cuidarnos y estar al pendiente. Esas personas malas a veces hacen daño’. Y el mayor sabe que esas personas malas pudieron hacerle algo a su papá. Preguntaba: ‘mami, ¿ya se sabe quién la mató?’ Y yo le dije sí. Y fue todo. Y ya van entendiendo.” No sé qué tan común sea en otros países que un niño de ocho años le pregunte cosas así a su mamá. En mi caso, una de las primeras veces que sentí de cerca la violencia homicida fue a los 11 años. En julio de 1997, ETA secuestró a un concejal del Partido Popular en el País Vasco. Se llamaba Miguel Ángel Blanco. Los terroristas amenazaban con matarlo si el gobierno no accedía a sus peticiones. Recuerdo que fueron dos o tres días de vértigo informativo, todos pendientes en casa, la radio encendida todo el día, la tele. Mi madre se acostaba con el auricular del transistor en la oreja, hasta que una madrugada, finalmente, llegó la noticia. Habían encontrado su cuerpo moribundo en un bosque. Aunque trataron de salvarle la vida, Blanco moriría poco después. Recuerdo todo aquello con una insólita sensación de angustia y también el alivio de vivir lejos de aquel bosque. Recuerdo también pensar que a mí no me harían nada, porque yo no les había hecho nada a ellos. Tanya decía hace unos días que no sabe nada nuevo del caso de Felipe, una expresión a todas luces redundante: para saber algo nuevo, antes debería haber sabido algo. Y ni siquiera. Por supuesto, su caso no ha aparecido en ninguna portada en estos años y por tanto las autoridades de Nuevo León y Tamaulipas no han sentido la necesidad de actuar. No se sabe dónde desapareció Felipe o qué hicieron con él. La fiscalía no ha dado con ninguna pista, si es que alguna vez se preocuparon por buscarla. En marzo se cumplieron cinco años de la desaparición de Felipe. Dos meses más tarde, Tanya descubrió el perfil falso de Facebook. Dice que lo abrieron en 2016 en Tijuana. “Me desniveló mucho pensar que igual podría haber sido él. Me inquietó mucho pensar que a lo mejor alguien estaba lucrando, pero con qué intención…” Después de un rato al teléfono, Tanya me cuenta que este año, finalmente, ha empezado a salir con alguien. Lo dice con un rastro de pena en la voz, como si apenas descubriera que no hay nada malo en ello. Trabaja con su papá en la empresa. De hecho, fue su padre quien le dio su número. Incapaz de usar los celulares inteligentes, quería que su hija recibiera unas fotos por él. Y de ahí empezaron los mensajes de buenos días. Y de ahí… “Él ya tiene planes de boda, de casarse. Y yo, pues sí, me gustaría. Una ya piensa distinto. Y por eso me dicen que qué aventada soy. Pues sí. Si por mí fuera, traería a Felipe de vuelta, qué más quisiera yo, pero no es así”.
II. Esconder una obviedad
Every Twelve Seconds es un ensayo sobre los mataderos industriales de vacas y las políticas de ocultamiento del sector ganadero en Estados Unidos. Su autor, el académico Timothy Pachirat, trabajó medio año en un matadero en Omaha, Nebraska, para escribir su libro. Pachirat elige una anécdota para empezar. Dice que en 2004 seis vacas escaparon de un matadero en Omaha, para refugiarse en el estacionamiento de la iglesia de San Francisco de Asís, justo al lado. Las autoridades capturaron allí a cuatro. La quinta se zafó y trotó bulevar abajo hasta las vías del tren. La sexta marchó con la quinta, pero a medio camino eligió la vía de entrada a otro matadero. Algunos trabajadores en descanso vieron la escena. Policías armados intentaron meter a esta última en un tráiler, pero fracasaron. Los agentes entonces dispararon varias veces contra el animal, que se tambaleó antes de caer. Pachirat cuenta que una de las trabajadoras que atestiguó lo ocurrido se mostró muy molesta: “‘Le han disparado como diez veces’, dijo la empleada del matadero. Tenía el rostro lívido y una mueca de indignación y sus palabras provocaron una tensa conversación de sobremesa acerca de la injusticia del tiroteo y la ineptitud de la policía”. Alrededor de 2,400 vacas mueren cada día en los mataderos de Estados Unidos. Los trabajadores indignados por la forma en que los policías mataron a la vaca participan habitualmente en este proceso. La diferencia aquel día fue que la vaca estaba fuera del matadero. Que la mataron a tiros. Que lo vieron de cerca. Pachirat explica que la existencia de la industria cárnica se basa en dos pilares: la distancia y el ocultamiento. A los consumidores de carne de res no les importa la matazón diaria de vacas con tal de no verla. Con tal de que se haga lejos. Nunca en el restaurante, ni en la carnicería. A medida que leía el libro pensaba en las similitudes entre el esquema que maneja Pachirat y la situación en México. En el contexto de la guerra contra las drogas, el gobierno ha empleado la dialéctica, el discurso, la narrativa como muro simbólico entre la sociedad y las víctimas, por ejemplo en el caso de las familias de los desaparecidos. ¿Cómo? Primero con el discurso de los daños colaterales del presidente Felipe Calderón; luego con la clásica de “andaban en malos pasos”; y tercero, dándole normalidad burocrática al horror. Así, México es un país con decenas de miles de desaparecidos, donde el presidente o el secretario de gobernación se pueden ir tranquilamente a la cama, sabiendo que las agencias de investigación son, en el mejor de los casos, incapaces. Y en el peor, corruptas y deshonestas. El discurso funciona de muro. Encubre, oculta y distancia, igual que las bardas de la industria cárnica, con sus plumas y sus vigilantes, ocultan una verdad incómoda: para atender la demanda del mercado de la carne existen mataderos capaces de matar una vaca cada 12 segundos. Y no sólo entre la sociedad y las familias de los desaparecidos, sino entre la sociedad y la violencia misma. ¿Cómo? A partir también del discurso: andaban en malos pasos, una bala perdida, el lugar equivocado en el momento equivocado. O evitando siquiera una justificación, simplemente murieron, cosa poco notable en un país con decenas de miles de asesinatos cada año.
III. La grieta en el tejado
“Yo a veces salgo a trabajar, a lavar ropa. Una vez compré ropa usada para vender, pero no se vende bien. A veces, se vende una de 20 pesos, de 50 pesos, a veces nada. Esta noche vamos a cenar. A veces cenamos, a veces no. Frijol y queso fresco. Está muy cara la vida ahorita.”
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A mediados de diciembre de 2015 visité a la señora Zenaida Candia en su casa. Pocos días antes de Navidad publiqué la crónica de mi visita en El País. Empezaba así:
En el pueblo de Iguala, en el estado mexicano de Guerrero, a tres horas de la capital, detrás del mercado de abastos, en el barrio de la Insurgente, tras un portón negro, junto a un almendro y dos árboles de papaya, en dos cuartos deslucidos con goteras en el techo, allí, vive el dolor.
Escribí “el dolor” porque aquella tarde, en Iguala, apareció ante mí una mujer chaparrita, morena, enferma de los pulmones, quejosa de la cadera; una mujer que había perdido dos hijos en tres años, uno desaparecido y el otro asesinado. Y verla allí, en aquella casa que ni era casa ni era nada, agarrándose el costado por el dolor, llorando quién sabe si —también— de dolor o de impotencia, o de frustración, o de rabia o de todo, verla allí, digo, era terrible. Porque sabía que yo me iría dos horas después y ella se quedaría allí, con sus pulmones, sin sus dos hijos, con sus lágrimas. Y a nadie de los que debería importarle le importaría en lo más mínimo. Zenaida tenía entonces 52 años. El 3 de septiembre de 2012, uno de sus hijos, que vivía a la vuelta de su casa con su esposa, salió y ya no volvió. La mujer relató entonces una endiablada sucesión de acontecimientos iniciada aquella tarde, un recorrido por el pueblo, llamadas a sus amigos, conversaciones con su nuera. Pero el muchacho no aparecía. Fueron a la policía. Luego llegó la denuncia. Luego, la nada. Dos años de nada. La suerte para ella es que en 2014 pasó lo de los 43. El gran escándalo del sexenio de Enrique Peña Nieto dejó al descubierto la podredumbre bajo la alfombra de Iguala. Por años, decenas de vecinos del municipio habían desaparecido sin dejar rastro, como el hijo de la señora Zenaida. Sus familias aprovecharon los focos de la prensa, la atención de medios de todo el mundo y se echaron al monte a buscarlos. Crearon su propio colectivo, Los Otros Desaparecidos de Iguala. Los otros. Los que no habían sido importantes. Entre finales de 2014 y principios de 2015, Los Otros peinaron los cerros cercanos a Iguala. Zenaida entre ellos. En mayo ya habían encontrado más de medio centenar de cuerpos. Para finales del año pasado, eran más de 150. Mientras tanto Zenaida perdió a otro hijo, acribillado en Iguala en octubre de 2015, cuando acompañaba a su novia al médico. Zenaida me dijo que ni siquiera lo había denunciado. Por miedo. Entonces parecía sencillo asumir que el asesinato de su hijo era parte de una campaña de amenazas contra Los Otros, por estar removiendo el avispero. Quién sabe. Hablé con Zenaida hace unos días por teléfono. Sigue viviendo en la misma casa, sólo que ahora su cuarto tiene una grieta en el techo, obsequio del terremoto del pasado septiembre. Lo malo de la grieta es que si llueve, se moja. Lo bueno es que este año no ha llovido mucho. Lo malo es que, sin lluvia, el calor en Iguala es espantoso. Zenaida vive ahora con su tercer hijo, que volvió de Estados Unidos para estar con ella. Subsisten como pueden. Su hijo se dañó la espalda trabajando y ella, con sus achaques, no está para muchos trotes. A veces no tienen ni para comer. Conocedoras de su caso, la ONU y la CIDH exigieron al gobierno en 2015 que protegiera a Zenaida, más aún después del asesinato de su hijo. Le pregunté por ello. Me dijo: “No sé nada”.
IV. Máquinas de guerra
En The War Machines, el antropólogo Danny Hoffman escribe sobre milicias y ejércitos irregulares que guerrean en la frontera entre Liberia y Sierra Leona desde principios de la década de 1990. Primero, durante la guerra, que duró poco más de diez años. Y luego en una extraña posguerra, no muy distinta del periodo anterior. Hoffman recoge un término, sobel, que se hizo habitual en la jerga local desde los primeros años del conflicto. Sobel, de soldier y rebel. Llegó un punto, no muy avanzada la guerra, en que los habitantes de Sierra Leona les decían así a los combatientes con que se cruzaban: era difícil diferenciar al ejército de las milicias. Escribe el autor: “El contrabando ilícito de diamantes, los impuestos de guerra ilegales exigidos a la población civil y el saqueo constante borraban las diferencias entre integrantes de las fuerzas de seguridad del Estado y los rebeldes a quienes supuestamente combatían […] Ya en esta etapa inicial del conflicto, estaba claro que ésta no era una guerra entre facciones rebeldes reconocibles y las fuerzas estatales”. La analogía con el caso Iguala es evidente —en realidad, con decenas de casos de ejecuciones, torturas y desapariciones forzadas perpetradas por funcionarios públicos—. ¿Quiénes son los buenos en Iguala, en Tierra Blanca, en Tlatlaya, en Tanhuato? Imagino a la señora Zenaida sentada en la oficina del Ministerio Público en Iguala. Esperando. Imagino las miradas aburridas de los agentes. El vuelo de una mosca las distrae. “¿Y son éstos los que tienen que ayudarme?”, imagino que piensa. Es octubre de 2015. Para entonces ya se sabe que los Guerreros Unidos trabajaron mano a mano con las policías de varios municipios en la desaparición de los 43. La Federal ya ha detenido al ex subdirector de la policía de Iguala por el caso. Su hijo, el desaparecido, sigue sin aparecer. Nadie le dice nada. Imagino que piensa: “¿No hay buenos aquí? ¿Son todos malandros?”
Imagen de portada: Alejandra España, “Moscas y…”, 2005.