La violencia nos rodea. Para sobrevivir, aprendemos a volverla parte de nuestra cotidianidad. Todo mexicano es un portador inagotable de historias terroríficas que emergen ante el menor detonante. No podemos parar de digerir, de decir, de consumir violencia. Se vuelve anécdota. Hemos desarrollado una poética particular para materializar el horror: el que hace chistes sobre descabezados, el que cuenta con lujo de detalles una balacera cual película de acción, el que con cara de congoja narra el secuestro del primo del vecino del amigo. Paralelamente, el arco iris tonal de la literatura reciente es anonadante de tan amplio. De entre este enorme espectro, tomo tres novelas: No voy a pedirle a nadie que me crea, de Juan Pablo Villalobos, lleva al absurdo las posibilidades del individuo que, sin deberla ni temerla, es puesto en medio de un torbellino del que no puede salir; Perro de ataque, de Darío Zalapa, presenta un panorama más explícito desde el género policiaco; finalmente, Temporada de huracanes, de Fernanda Melchor, pasa revista al ramaje de sutilezas que constituyen la violencia en una situación de precariedad y machismo. La anécdota de No voy a pedirle a nadie que me crea: un hombre, próximo a iniciar su doctorado en letras en Barcelona, es obligado a entrar a una organización criminal con el objetivo de acercarse a otra estudiante de esa universidad, cuyo padre es un político barcelonés. La narrativa se vale de recursos metaficcionales como la novela dentro de la novela para contarnos una fábula que abunda en absurdos: mafiosos caricaturizados, diálogos forzadamente orales, un protagonista que más parece un títere y personajes secundarios que, de tan enervantes, son graciosos. El humor negro se hace explícito mediante alusiones a Ibargüengoitia y diálogos que reflexionan sobre las posibilidades de la risa en la literatura y en la vida, incluidos, casi siempre, en momentos de riesgo extremo del protagonista. Como el título señala, nadie pretende que el lector vea esta situación como algo posible, aun tomando en cuenta que el protagonista es homónimo del autor. Es una farsa que se desapega de toda pretensión de verismo. La presencia de una oralidad forzada (incluir la muletilla “este” y las frases entrecortadas en los diálogos) se combina con la evocación de situaciones absurdas e inverosímiles. ¿Qué es realista y qué es farsa? ¿De qué nos podemos reír y qué amerita un grito desesperado? Un libro lleno de contrastes que juega entre lo que parece real y lo que no.
Un caso opuesto es Perro de ataque: el del realismo más transparente, un policiaco en toda regla, una fábula de vendetta y una reflexión sobre las relaciones entre poder y prensa. El perro no escatima en reportar los detalles más morbosos. Empieza y termina con la muerte, pero no una que pasa por cifra oficial o por nombre perdido en el cuerpo del texto de un reportaje sino la descrita en todos sus detalles, en todos sus antecedentes. Roque, el protagonista, es puesto (al igual que el Juan Pablo Villalobos ficticio) en las manos del crimen por una situación azarosa: un vecino. Pronto vemos, en las líneas más escalofriantes del libro, fragmentos tortuosos que parecen no terminar, cómo es violado con un arma por un sicario cualquiera que lo deja a él, un tipo cualquiera, tan grave que lo empuja al otro lado: de víctima a perro rabioso. El inicio de la violencia, un nuevo ciclo inaugurado que acompaña el ya existente a su alrededor.
Temporada de huracanes parte de una anécdota que, como ha sido señalado antes, podría ser una nota roja: una bruja de pueblo es encontrada flotando en un río, asesinada. De inmediato sabemos que el autor de este crimen es un chico apodado el Luismi, quien, coludido con su amigo el Brando, le cortó el cuello. Un cortejo de voces, una por capítulo, cuenta una pieza de la historia “extendida”. No vemos sólo la escena en primer plano sino las figuras que se mueven detrás, que viven sus vidas en cruces perpendiculares al asesinato.
Los párrafos claustrofóbicos reflejan la situación de los protagonistas. La cultura del pueblo es una cárcel, la pobreza es una cárcel, las reglas de la masculinidad y la feminidad son una cárcel. Atrapados en una realidad que parece incuestionable, los personajes sólo encuentran dos salidas: el asesinato o la propia muerte. Los hombres optan por matar al otro; las mujeres, por matarse a sí mismas. Culpar al otro del deseo personal versus culparse por el deseo ajeno. La vergonzosa intimidad que mueve las acciones más atroces se ve reflejada en el concatenado de imágenes presentes y recuerdos, con un narrador que más bien es una especie de hilo que las hilvana en un bordado gigantesco y abigarrado. Aglutina y muestra, nada más: no juzga, no justifica, no interviene activamente. El lector es libre de viajar en la ambigüedad que la literatura permite, que el malo sea el bueno, o mejor, que nadie sea bueno, que nadie sea tan malo, ni siquiera el que mata, ni el que abusa, ni el que bota a una mujer completamente ebria en la carretera. Como en Perro de ataque, no hay más salida al sufrimiento que traer más sufrimiento: el violentador de mujeres sufre en su intimidad, la prostituta abusada abusa de sus propios hijos y, como le enseñaron, odia a su misma progenie femenina. El sistema es el semen que sólo da hijos tullidos.
Dialogan la acción y el pensamiento, la escena presente y el recuerdo. Al contrario que en las otras dos obras, lo que pasa ahora no es lo que importa, sino por qué. Ése es el punto definitorio que las separa. Lo que sucede en presente es sólo el vómito del pasado. Nadando entre recuerdos, todo parece haber sido predeterminado. Sí, Luismi, Brandon, todos cometen actos que parecen fortuitos; sí, tienen la posibilidad de elegir; sí, las cosas podrían ser de otra manera, pero cuando vemos lo apretado que es el tejido social, el tejido de las historias, de los razonamientos, la violencia se vuelve algo inevitable. De entre las tres novelas, son los personajes los que aparentan tener mayor posibilidad de decidir cómo actuar, y al mismo tiempo los que no pueden hacerlo.
Melchor nos lleva un paso atrás, al origen primigenio de esa violencia. No se requiere una acción radical, como el asesinato y violación de “Perro” o el primo que compromete al Villalobos ojiazul, para dar inicio a la furia. Se requiere, en primer lugar, un sustrato de violencia estructural, amueblado por roles de género heteropatriarcales. Los mismos motivos de Luismi y Brandon son los que podrían mover a cualquier otro: la miseria, el abandono emocional, reafirmar la propia masculinidad mediante la estrategia machista de subyugar al otro. La necesidad de dejar de ser impotentes. Todos sin padre, con figuras maternales que lidian a la vez con criar a un hijo y con el propio abandono. En Temporada de huracanes, vemos sin un ápice de frialdad una crítica implícita al sistema patriarcal y a un capitalismo salvaje que estanca en la miseria y los roles de género más violentos a las personas. En Perro de ataque, la crítica se da con menos contundencia, se siente distante, en gran medida por las muchas intromisiones del narrador para aclarar que él no es quien piensa eso, sino los protagonistas. El narrador decide focalizar una y otra vez las imágenes violentas y los estereotipos de género, y deja poco a la interpretación.
En las tres obras, la inacción de la víctima conduce a la claustrofobia. Puestos en un lugar que no debían, por un vecino, por un primo, por un contexto, los personajes viven dentro de una marejada. Un tipo anodino que trabaja en una oficina, un cerebrito que vive encerrado en sus libros, un adolescente que nació en un pueblo pobre. En un país tundido por las balas, la casualidad morbosa es una ruleta. Acaso así sea con todos nosotros y nuestras pequeñas y grandes violencias cotidianas.
Imagen de portada: Huracán Irma, Florida, 2017.