Ante el deseo de expresar sólo formas sensibles a través de la geometría, Kazimir Malévich comparó el momento de su propia epifanía con las posibilidades que brindaba hallarse en medio de un desierto. Tras milenios de representación figurativa, Malévich vislumbró una especie de grado cero que necesariamente lo remontó a imaginar el momento en el que, en los inicios de la historia humana, no había nada representado, mas sí mucho por representar. Con todo y la ayuda de esta analogía, resulta difícil dilucidar el momento en el que, como el suprematista ruso, el hombre tuvo un deseo incontenible de producir arte, y se antoja además preguntarse acerca de las relaciones que ello guardaba con su mundo inmediato. Probablemente las herramientas que el Neandertal elaboró hace más de cuarenta mil años sean importantes en un sentido antropológico, pero me pregunto acerca del sentido que tenían en esa misma época las cuentas de barro engarzadas que yacían al lado de los restos funerarios, o el de las formas anilladas trazadas en las estalagmitas hace más de cien mil años, o de los símbolos en forma de escalera pintados en rojo en una cueva de España hace 64 mil años. En su texto titulado “Contra el arte”, John Zerzan supone que el rápido desarrollo del ritual en las primeras civilizaciones fue paralelo al nacimiento del arte. Zerzan confiere, de ese modo, la contribución del arte a la cohesión social en el alba de la cultura: los rituales socializadores requerían arte; las obras de arte se originaban al servicio del ritual; la producción ritual de arte y la producción artística de ritual fueron lo mismo. En una sociedad originaria, la supuesta obra de arte servía a ésta en un sentido directo, como instrumento de las necesidades de la nueva colectividad. Si bien todas las hipótesis alrededor del mundo prehistórico no son más que meras conjeturas aproximadas, miramos los menhires gigantes en cuya superficie a veces aparecen lascas que simulan ser alguna suerte de recuento, sin saber a ciencia cierta cuál era su uso. Es probable que, alineados, constituyeran límites espaciales que aludían a terrenos de cierto carácter sagrado o, incluso, el trazo de una frontera pionera. Tanto este conjunto de primeras estructuras arquitectónicas como las Venus prehistóricas o las pinturas rupestres han encontrado su mejor glosa en las teorías mágico-animistas. Los poderes ultraterrenales se manifestaban antaño de la misma forma en que ahora se invocan a través de una seudoconciencia New Age que considera el planeta Tierra cercano a la diosa Gaia en la Grecia antigua donde era una personificación viva. Zerzan dilucida que hoy en día, el terreno de acción del arte es otro, bajo el disfraz de “enriquecer la calidad de la experiencia humana”. Según este filósofo, en la actualidad aceptamos descripciones simbólicas e intermediadas acerca de cómo deberíamos sentirnos, adiestrados para necesitar las imágenes que se hacen públicas de lo que hoy supone ser un arte impostado por una serie de instituciones, agentes y fenómenos que van desde los políticos y económicos hasta los sociales y culturales. Sin embargo y pese al cúmulo de milenios que nos separan de nuestras primeras progenies, encuentro fructífero someterse a la gran pregunta aunque en parte sea obvia: además de siglos y siglos de producción sofisticada —y por producción no me refiero exclusivamente a la de índole estética sino toda aquella que versa alrededor de un carácter más productivo en el sentido historicista—, ¿qué nos separa realmente de ellas? ¿Las formas en que producimos arte y cohesionamos socialmente difieren mucho de las originales? ¿Qué tan atinada es la reflexión de Zerzan al respecto? La gran pregunta que se hacen los estudiosos de la prehistoria es a partir de cuándo aquel objeto en cuestión comenzó a ser “artístico” tanto para su creador como para quienes lo rodeaban. Sabemos de artistas que rubricaron sus obras desde la Grecia arcaica, como es el caso de la pareja de kuroi Cleobis y Bitón, firmada por Polímedes de Argos. Conocemos las historias de Parrasio y Zeuxis, famosos por contender para demostrar la superioridad de sus talentos artísticos ante su cohorte de fans, sin mencionar la precuela de las civilizaciones mesopotámica y egipcia, sus palacios y monumentos, la sofisticada organización social que proveía de oficio a artesanos y escribas para producir ornamentos y llevar registros de todo orden. Pero antes, en los orígenes y las fronteras del arte, prehistoriadores como el francés Jean Clottes afirman que, para entonces, arte era la proyección sobre el mundo que rodeaba al hombre de una imagen mental fuerte, la cual coloreaba la realidad antes de tomar forma, transfigurarla y recrearla. Clottes también señala que, si bien lo sagrado es consecuencia de la espiritualidad en tanto ésta precede a las religiones y las filosofías, indica un despertar de la conciencia colectiva en ciernes, como ya lo había mencionado Zerzan, ante las realidades y las complejidades del mundo en todas sus formas. Este primer hombre es susceptible de desprenderse de sí mismo lo suficiente como para tratar de interpretar el mundo a su manera. En “El nacimiento del sentido artístico”, Clottes sostiene que toda vez que el hombre no se limita ya a vivir al día, evitar el peligro, alimentarse, reproducirse, afirmar una superioridad social o tratar de tenerla, expresar un dolor físico, dar prueba a sus semejantes de empatía, amistad u hostilidad —todos los anteriores, comportamientos manifestados por muchas especies animales—, se prefigura un momento en el que el ser humano es capaz de plantearse preguntas sobre el mundo que lo rodea, sobre sus semejantes y sobre sí mismo. Es así como Clottes prefiere hablar de un Homo spiritualis que de un Homo sapiens para apuntar el surgimiento del arte como noción humana.
Durante la era de bronce el Homo spiritualis fue capaz de trasladar las famosas piedras azules desde el valle de Preseli a Stonehenge, situado a 135 millas de su origen. Miles de años antes, una serie de generaciones a lo largo del paleolítico pintaron alrededor de seis mil figuras distintas en el interior de la cueva de Lascaux. De ellas, novecientas son animales reconocibles; uno de los toros ahí representados mide 5.2 metros de largo. Las preguntas más obvias que se nos ocurren, más allá de la dificultad de pintar en medio de la oscuridad con ayuda de una tea encendida, también van dirigidas a imaginar qué clase de aditamentos utilizaban para alcanzar semejantes alturas: ¿Cómo eran sus escaleras? ¿Qué tipo de preparación previa guardaban para someterse a lo que suponía una faena titánica? ¿Qué clase de organización precedía esos eventos? Se cree que una práctica de carácter chamánico anteponía ese orden de ritualidad, en el que es muy probable que el consumo de sustancias psicotrópicas y alucinógenas obtenidas de las plantas provistas por los curanderos contribuyera a permitirles estar en el interior de las cuevas por largos periodos y con niveles bajos de oxígeno para poder realizar semejantes tareas. Y aquí no debemos dejar pasar de largo aquellas manifestaciones artísticas que, con todo y que pertenecen a otra índole matérica, de seguro acompañaban un proceso tan integral como complejo: me refiero a las propias de la danza, el trance y la catarsis que sucedían al ritmo de las primeras sílabas vueltas un mantra y de instrumentos musicales inmemoriales que eran percutidos, rasgados o soplados. Algunos de esos primeros procesos rituales devenidos arte se heredaron a las generaciones siguientes por medio de la tradición oral y la imitación de los movimientos del cuerpo, al tiempo que se transformaron para derivar en unos tal vez más complicados o más simples. Otros más desaparecieron, partieron al mundo de las cosas, los aprendizajes y los objetos perdidos, como los tratados quemados de la Biblioteca de Alejandría, el pedazo faltante del tapiz de Bayeux, los rollos de las primeras películas cinematográficas velados y desvanecidos por las dos guerras mundiales. De todos ellos, nada sabremos jamás. Quizá lo anterior sea la razón primordial por la que el arte dependa casi inequívocamente de una imagen, por muy mental que ésta sea, como aquella que Malévich esperaba encontrar en su desierto vacío de referentes. La imagen, así sea una mera grafía, permanece congelada en un instante de eternidad. Es también en los orígenes del concepto artístico que el orden de las categorías elevó las disciplinas que se valían de soportes y materiales que mantenían la obra de forma casi incorrupta por encima de las que no tenían entonces otro medio de registro. Bien señalaba John Berger cuando decía: “La memoria entraña un acto de redención. Lo que se recuerda ha sido salvado de la nada. Lo que se olvida ha quedado abandonado”. Si remontáramos a hacer una genealogía de las imágenes, verificaríamos que, en la Antigüedad, las imágenes le prestaban servicio a la muerte. Obedeciendo a su etimología, el imago es sustitución viva de aquello que yace muerto. Un ejemplo más cercano a nosotros serían los retratos romano-egipcios de El Fayum, pero no podemos sustraernos de un hecho esencial ante la pintura rupestre, presente también en esos rostros; algo de lo que Werner Herzog se percata al filmar las representaciones pictóricas más antiguas hasta ahora descubiertas al interior de la gruta de Chauvet en La cueva de los sueños olvidados. Tales imágenes producen en nosotros una sensación equiparable a cuando miramos la sección interactiva del sitio web oficial de Lascaux, cuyo recorrido finaliza dramáticamente con dos de las primeras representaciones humanas. Al fondo, luego de atravesar el salón de los toros, la cámara de los felinos, la nave y el ábside, contemplamos en un hueco los dos últimos paneles en los que aparecen un hombre herido del que escurre sangre y otro, de representación mínima y filiforme, al lado de un ave que también semeja un bastón de mando. En todos los casos mencionados —el retrato funerario, el documental y el interactivo— avistamos esa suerte de señuelo, una intención deliberadamente mágica por querer conservar el orden de las cosas. A la vez, constatamos que nuestros antecesores milenarios jugaban con el ideal de que aquello se mantendría inamovible y perenne por siglos. Tal y como Herzog reflexiona en su documental: “Estamos encerrados en la historia; ellos [los pintores de Chauvet] no lo estaban”. La jerarquía de los sentidos en la historia ha sido prácticamente fiel a la imagen visual desde las antiguas civilizaciones. A lo largo del tiempo la percepción moderna permutó de forma gradual a partir del ojo. Una vez que terminó la Edad Media, la fenestra aperta italiana y renacentista que marcaba un universo contenido en las fronteras de un marco no hizo más que trasladarse a la imagen visual y fue transmutada con el arribo de las nuevas tecnologías, primero en la fotografía y el cine, luego en las pantallas de nuestros gadgets. Dentro de la jerarquía de los sentidos acuñada por Donald M. Lowe, el oído fue el sentido más importante en la cultura oral en cuanto a que sus contenidos eran inseparables del hablante que los transmitía. La categorización sensorial moderna ha tenido al ojo en primer o segundo lugar, acompañando al oído o a la mano que verifica, que comprueba pero también protege. Nicholas Chare pergeña un orden de los sentidos aún más primigenio, el cual no olvida la capacidad perceptiva que evolucionó del cuadrúpedo al bípedo, del primate al hombre. Éste sostiene que la mayor sensibilidad de un hombre prehistórico radicaba en sus pies desnudos. “El contacto de sus pies con el suelo habría notado el cambio de la tierra inclinada a la plana.” La lisura y la aspereza de las piedras, los agujeros, las protuberancias, los picos y otras irregularidades transmitían un mensaje táctil que para la mano moderna carece de atractivo. Sin embargo, para el hombre prehistórico estos sutiles cambios las hacían más interesantes al tacto. De ahí que la disposición de ciertos menhires jugara un papel central en su ritmo de colocación: un espacio dentro de un círculo que es plano, pero que hacia el interior es más rugoso, a veces rodeado de líquenes. “El círculo de piedra ha adquirido entonces una piel viviente, una corteza que puede verse y manipularse.” A menudo me hago una pregunta: ¿Qué tan separados están estos primeros monumentos o grupos escultóricos de las primeras obras de Land Art? ¿De las desorientaciones provocadas por Michael Heizer y Mary Miss? ¿De las líneas esbozadas en el paisaje, dispuestas a ser retransitadas por Richard Long, Carl Andre y quienes quisieran continuarlas? ¿Del espectáculo de rayos montado por Walter De Maria?
Las leyendas comunicadas de forma oral aluden, como bien sabemos, a la relación que tenían los druidas y otros agentes medievales con esta clase de monumentos prehistóricos. Aun ahora circulan mitos que en esta roca ven reyes, caballeros y brujas. Una creencia que se tenía sobre las piedras era que los pedazos que se desprendieran de ellas traerían buena suerte. También existía la conexión opuesta al existir peligro en moverlas y dañarlas. Estas creencias aluden igualmente a la maldición del traslado del Tláloc de Coatlinchán al Museo Nacional de Antropología, realizado en la década de los sesenta, en el que un diluvio casi bíblico inundó las calles de la Ciudad de México como no se había visto en mucho tiempo. Asimismo, refieren también al origen etimológico del fetiche que, para efectos sensuales, freudianos o marxistas adquiere distintas connotaciones: el feitiço o sortilegio del cual hablaban los exploradores portugueses del siglo XV. La serie de cultos africanos que emigró de África —el continente del origen del mundo— a América por vía de la esclavitud, cuyo sincretismo permeó los actuales territorios de Cuba y Brasil, sostenía que las fuerzas se asientan sobre piedras denominadas otás, consideradas sagradas porque en ellas se encuentra el medio de conexión en forma de fundamento donde las energías se depositan volviéndose receptoras de la fuerza viva o latente. Como señala Roberto Echavarren,
no todas las piedras son otás, sino aquellas que irradian una energía especial, que algunos pueden sentir acercándoles la palma de la mano. Detrás del fetiche sagrado se oculta lo que le otorga una imantación, una irradiación. Lo que se oculta le da poder, aunque el fetiche se expone en principio él solo, como si alumbrara un aura propia.
Un enfoque multisensorial parece ser el más adecuado para Chare, pues es factible que Rollright, al igual que otros centros ceremoniales que algún día constituyeron en sus distintas etapas sitios como Lascaux o Stonehenge, se haya construido para cumplir una función ceremonial, ya que en las bases de la estructura circular se han encontrado huesos de cerdos interpretados como “los restos de los festines”, que recuerdan las comilonas que Gordon Matta-Clark hacía debajo del puente de Brooklyn como elemento de cohesión social entre indigentes y vecinos. Sumado a la danza, la música, la escultura, la arquitectura y la pintura, el sitio podría haber estado conectado con la importancia del sabor de la carne cocinada para el hombre neolítico. Este sabor habría también formado parte integral de la experiencia del monumento. Al Homo ludens, descrito por Francesco Careri en su libro Walkscapes como ese ser trashumante que recorrió las alineaciones megalíticas por mero gozo, opuesto al sedentario Homo economicus, se suma el Homo spiritualis de Clottes. Otra acepción, aún más sofisticada, a la que este último finalmente añadirá Homo spiritualis artifex en sustitución del sapiens. El artista que vio la posibilidad en una roca, en una cueva. Luego, más tarde, en un desierto por rehabilitar.
Imagen de portada: Walter De Maria, Lightning Field, 1977