dossier Vidas al margen ABR.2018

Mil años de vida en los márgenes

La diáspora del pueblo gitano

César Carrillo Trueba

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Y sin saber por qué, llegó el destierro… José Heredia Maya


La diáspora del pueblo gitano1 inicia en el otoño de 1018. En el norte de la India, la ciudad de Kannauj es tomada por asalto, pillada y quemada por el sultán afgano Mahmoud, quien ordena deportar a casi toda la población a Gazni, la capital de su creciente imperio, que llegó a abarcar lo que hoy es Pakistán, el este de Irán y Afganistán: “53 000 hombres, mujeres y niños, pobres y ricos, claros y oscuros de piel, familias enteras”.2 Desterrados. Mal integrados en la nueva ciudad, los kannaujitas son vendidos a nobles del norte del sultanato, quienes los enrolan en sus ejércitos, obligándolos a librar batallas en la región, avanzar hacia Bagdad y ocupar el este de Turquía, en donde terminan por instalarse, con excepción de un grupo que siguió hasta Jerusalén, peleando contra los cruzados para luego hallar refugio en Oriente Medio. Los primeros quedan bajo el sultanato de Roum, en donde reciben el nombre de atsiganis, que derivará en tsiganes y zigeuner, entre otros, mientras que los segundos, por pensarse que venían de Egipto, serán llamados egiptianos dando origen a “gitanos” y “gypsies”. El fortalecimiento del imperio otomano provoca el éxodo de los atsiganis a Europa, donde se desperdigan en gran medida por los Balcanes y Europa central. El rey de Hungría y Bohemia les brinda un salvoconducto para proseguir hacia el oeste, de ahí que se les conozca como bohemianos en varios países. Ellos se autodenominaban roms y hablaban romani, “una lengua con cerca de novecientas raíces hindúes, doscientas veinte griegas, treinta armenias y sesenta persas (integradas en Asia menor) y enriquecida posteriormente con nuevas palabras eslavas, rumanas y húngaras, generalmente para designar realidades locales”, a decir de Marcel Courthiade.3 La permeabilidad al contexto en que se desenvuelven es una particularidad del pueblo gitano. Aquellos que permanecieron varios siglos en territorio de habla alemana, llamados sinti o manouches, terminaron con una lengua de muy difícil comprensión para el resto de los rom, cuando los que llegaron hasta la península ibérica, obligados por la autoridad a dejar de hablar su lengua, conformaron el llamado kaló que, dando la impresión de ser castellano, les permitía mantener comunicación entre ellos sin ser entendidos por los demás. No obstante, a tal diversidad subyace una unidad cultural, la persistencia de rasgos que permiten remontar a un origen común. Son muchos los estudios que han abordado esta historia que parece más bien un rompecabezas; destaca en los últimos años la obra de Courthiade, la cual reúne investigaciones lingüísticas, glotocronológicas, históricas y antropológicas, además de su profundo conocimiento de la cultura por ser parte de ella. Sostiene la hipótesis aquí esbozada:

la asombrosa unidad en todo el habla de los rom indica, sin duda alguna, un espacio de origen restringido. La persistencia de esta lengua durante cerca de mil años de exilio denota un nivel alto de cultura desde el inicio (la palabra rom “1. miembro de la etnia rom; 2. marido, esposo”, viene de hecho del sánscrito romba “percusionista, músico, bayadera, artista”). Además, los arcaísmos compartidos por el romaní con las lenguas de la India y las innovaciones que la distinguen hacen remontar la separación alrededor del año 1000. La deportación masiva de 1018 es el único evento conocido capaz de dar cuenta de esos tres rasgos.

Rechazo y marginalidad en suelo europeo

Si bien hay noticias de la llegada a Europa de grupos de gitanos en el siglo XIV e incluso de asentamientos de cierta envergadura en Rumanía, fue en el siglo XV cuando la presencia rom comienza a ser manifiesta, y se torna constante en el XVI. Europa vivía una época peculiar de cambios que sellaban el final del Renacimiento. Por una parte, las ciudades emergían impulsadas por las nuevas clases sociales (artesanos, comerciantes, navegantes, etcétera) que entraban en pugna con los estamentos medievales, y la propiedad privada se extendía engullendo áreas tradicionalmente de uso común, como los bosques; por otra parte, el cisma en la Iglesia produjo una nueva oleada de cacería de brujas y cultos paganos, ligada a un mayor control de las clases sometidas y empobrecidas. Todos estos factores favorecían muy poco al pueblo foráneo, desconocido, con un modo de vida y creencias diferentes; rápidamente será caracterizado con la mayoría de los atributos propios de los grupos marginados: paganos, ociosos, ladrones, practicantes de brujería y hechicería, sin domicilio fijo ni propiedad alguna, extranjeros, lujuriosos, sucios y pobres. Las descripciones y representaciones de la época dan abundantemente cuenta de ello:

los hombres eran muy negros y de pelo crespo. Las mujeres eran de lo más feo que podía verse. Todas tenían llagas en la cara y los cabellos negros como la cola de un caballo. Iban vestidas de flaussaie (tela burda) muy vieja, atada a los hombros con una tira gruesa de tela o de cuerda; su única lencería consistía en un viejo roquet (blusa) o alguna camisa vieja; en resumen, eran las criaturas más pobres que se recordaba haber visto llegar a Francia. A pesar de su pobreza, en su compañía iban brujas que, mirando las manos de la gente, descubrían el pasado y predecían el porvenir.4

Los dibujos de Jacques Callot, elaborados a finales del siglo XVI, concuerdan con tal mirada. El color oscuro de su piel es una constante: “tan negros como los tártaros”, escribió un monje en 1417; son muchos los pintores que enfatizan este rasgo que les valió ser considerados con desprecio, como sucios e incluso roba niños cuando les nacía alguno con tez y ojos claros —normal por la mezcla que han tenido en su largo peregrinar— y ser llamados caracos, sarracenos o moros. La falta de religión y la facilidad con que adoptaban la del territorio en donde residían o itineraban les valió la desconfianza del clero, tanto cristiano y protestante como ortodoxo y musulmán, cuando no la exclusión o segregación: los ortodoxos no los dejaban participar en su liturgia y castigaban a quienes los ayudaban, los musulmanes los enviaban al fondo de la mezquita y los cristianos se negaban a bautizar a sus hijos y enterrar a sus muertos en los cementerios. Por establecer sus campamentos en los bosques los asociaban con los rituales de brujas, hadas y otras hechicerías condenadas por la Iglesia, y se les acusaba de robo por su costumbre de recolectar frutas, bayas, nueces y plantas, incluidas las medicinales, por cazar y cortar leña, por tomar a su paso algo de un huerto. Su precario atuendo fue visto como simple pobreza, descuido, falta de higiene, al igual que lo exiguo de sus campamentos, considerados incluso como focos de enfermedades y epidemias. Por su modo de vida nómada se les asoció con los llamados vagos o vagabundos, que en ese entonces eran legión, tanto que en varios países se hicieron leyes para controlarlos y se les perseguía encarnizadamente. En donde todavía no se añadía a los gitanos a la lista negra, había bandoleros que se hacían pasar como tales para confundir, afectando de paso a los recién llegados. La presencia de un campamento en los alrededores de un poblado comenzó a volverse motivo de desasosiego y gran excusa para cargarles la culpa de cualquier entuerto: un robo, la desaparición de un niño, de un caballo, la propagación de alguna enfermedad, etcétera. Los equívocos, abusos e injusticias son incontables. Los oficios que tradicionalmente han ejercido los gitanos, y en los que se destacaban, no ayudaron para que fueran mejor recibidos. Hábiles forjadores de metal, eran rechazados en muchos lugares por los gremios establecidos o limitados por reglamentos que sólo permitían su ejercicio bajo ciertas modalidades; diestros en el cuidado de caballos, la mala fama de embusteros causaba recelo cuando se dedicaban al comercio de éstos. Su saber era reconocido a la vez que temido. Así ocurría también con el arte de decir la buena fortuna que desempeñaban las mujeres en la plaza pública, el cual provocaba recelo y desconfianza, pues se decía que al acercarse aprovechaban para robar a quienes les tendían su mano; pero al mismo tiempo fascinaba y en ello ayudaron las teorías enarboladas por personalidades como Paracelso y Agrippa, que en sus escritos consignaban la quiromancia como veraz y útil. El clero era el único tajantemente opuesto porque las gitanas eran una competencia para ellos. Todos estos eran entonces oficios ejercidos en los límites de creencias y empatías, de poderes y contrapoderes, a veces de manera oculta, siempre en los márgenes de lo socialmente permitido. Quizá sólo la danza y la música se salvaban, al igual que los espectáculos que presentaban de un poblado a otro con animales adiestrados, como osos y cabras, lo que les abrió las puertas de innumerables nobles que terminaron por adoptar la música gitana como parte de sus festejos (un rey podía promulgar en la mañana un edicto que obligaba a todos los gitanos a abandonar el territorio y en la noche tener una orquesta gitana en su castillo por alguna celebración), brindándoles así cierta protección al margen de la ley. Aun así, de este oficio derivaron muchos de los fantasmas de lujuria y sexualidad desenfrenada que se les atribuía y que se tornaron clichés en siglos posteriores. A las dificultades que acarreaba a los diferentes grupos de gitanos en territorio europeo la imagen que de ellos se iba formando, se añadieron las historias que el clero se encargó de enraizar hondamente en el imaginario popular: su participación en el martirio de Cristo al forjar los clavos con que se le crucificó, en especial el que le dio muerte, insertado en el tórax; o bien el robo de la ropa del niño Jesús cuando lo fuera a visitar un gitano al pesebre, y otras tantas historias que se han mantenido hasta nuestros días. Hubo, finalmente, medidas para su expulsión, para cambiar su modo de vida, para su erradicación. De inicios del siglo XV a finales del XVIII se podría decir que no existió año en que no se publicara algún edicto o ley contra los gitanos. Tan sólo en Alemania se cuentan casi ciento cincuenta en ese lapso. Un edicto de 1550 en Inglaterra castigaba con la muerte el hecho de ser gitano y años antes Francia expulsaba a todo gitano de su suelo; leyes similares fueron acuñadas en España, Portugal, Holanda, Suecia, Noruega, Dinamarca… en toda Europa. Los castigos que éstas estipulaban —hacen el recuento Donald Kenrick y Grattan Puxon— iban desde marcar su cuerpo para identificarlos, hasta azotes y la muerte en la horca:

el catálogo de represiones se torna fastidioso, pues no varían más que en detalles. En Moravia se cortaba la oreja izquierda a los gitanos; en Bohemia era la derecha. El archiduque de Austria prefería marcarlos con hierro candente, y así […] Tales medidas, ampliamente difundidas y mantenidas a lo largo de los siglos en toda Europa, constituyeron un genocidio lento pero flagrante. Miles de gitanos fueron asesinados, mutilados o expulsados. La mayoría de ellos mantenía una existencia precaria únicamente gracias a la lentitud de los medios de comunicación, lo inaccesible de ciertas regiones y, ocasionalmente, al abrigo y la protección brindados por nobles que contaban con medios.5

Los Cárpatos, los Pirineos, el Macizo Central francés y la Cordillera balcánica fueron, entre otros, sitios de refugio para los gitanos; estrategias como el desplazarse siguiendo los límites de las fronteras con el fin de poder huir en dirección contraria a la de la policía que los siguiera, aunque no sólo era de las autoridades que corrían pues cualquiera podía hacerles daño sin ser castigado, o bien convertirse en salteadores de caminos, al fin que la mala fama ya la tenían… Algunos se hicieron sedentarios, otros cambiaron de nombre y de apariencia, y hubo quienes se embarcaron en pos del nuevo continente antes de ser deportados por gobiernos como el de Portugal, España o Francia, que enviaron miles por la fuerza a sus colonias, o de terminar vendidos como esclavos en Hungría, Bulgaria y Rumanía —situación intolerable que, bajo la apariencia de un régimen de servidumbre, duró hasta mediados del siglo XIX, casi a la par de la esclavitud en los Estados Unidos—.

Caravaggio, Cervantes y la naturalización de clichés

Los prejuicios tienen la piel dura, surgen en momentos de conjunción de acontecimientos sociales, perviven en la cultura y el imaginario popular, sirven para exorcizar miedos, sobre todo a lo diferente, y estallan en momentos de crisis. Se reconfiguran una y otra vez. Persisten taimadamente, pocas veces explícitos. El caso de la obra de Caravaggio expuesta en este momento en el Museo Nacional de Arte en el centro de Ciudad de México es ilustrativo. Se trata de unas de las pinturas tempranas del creador del claroscuro, Zingara che predice la ventura está escrito en el marco, y en ella vemos a una gitana que lee la mano a un joven al tiempo que le sustrae el anillo. Una escena de la calle se explica en el texto de sala; “realista”, como se ha dicho tanto del carácter de la pintura del maestro italiano. Mas uno se puede preguntar: ¿de verdad es una escena real, tomada de la calle?

Caravaggio, La buenaventura, 1595

La respuesta la proporciona el historiador del arte John F. Moffitt, quien ahonda en la manera como Caravaggio contribuyó a construir y perpetuar los prejuicios existentes acerca de los gitanos.6 La buenaventura, como se le conoce, forma parte de un par de óleos que representan gitanos haciendo trampa; en el segundo vemos tres personajes, dos jóvenes jugando cartas, uno absorto mirando su juego y el otro con una mano detrás a punto de tomar una carta marcada que lleva oculta; a un costado del primero, ligeramente atrás, un hombre mira sus cartas y hace una seña al segundo: es un gitano.

Caravaggio, Jugadores de cartas, 1595

Caravaggio forma parte del movimiento impulsado por los nuevos científicos —como Galileo—, por artistas y filósofos que buscaban mirar y relacionarse directamente con la naturaleza sin la mediación de textos teológicos o cánones establecidos. Como Caravaggio era un ávido lector, en su obra resuenan los textos clásicos y los debates que en ese entonces se libraban en torno a la representación de la realidad. Según Moffitt, los gitanos tramposos y rateros, el atuendo que llevan, la expresión, el color de la piel, los gestos, son clichés difundidos en la época. Al presentar tales prejuicios como lo natural, lo real, Caravaggio no sólo alimenta su permanencia —su pintura tuvo influencia por siglos—, sino que encauza en la naciente visión del mundo un viejo prejuicio, lo reconfigura como algo dado por la naturaleza, un atributo natural de un grupo humano —después agrupado como raza—. En la medida que las obras poseían también un carácter aleccionador, moralizante, se les puede leer como advertencias a quienes frecuentaban o trataban a gitanos, intrínsecamente nocivos. Muy similar es el caso de “La gitanilla” de Miguel de Cervantes, que forma parte de las Novelas ejemplares, escritas casi al mismo tiempo que Caravaggio pintó sus obras y también con fines moralizantes. Trata de una joven gitana llamada Preciosa, bella como pocas, de gran bondad y honradez, inteligente y magnífica bailadora, que en realidad no es gitana sino fue robada por un grupo de éstos.

Parece que los gitanos y gitanas solamente nacieron en el mundo para ser ladrones; nacen de padres ladrones, críanse con ladrones, estudian para ladrones, y, finalmente salen con ser ladrones corriente y molientes a todo ruedo, y la gana de hurtar y el hurtar son en ellos como accidentes inseparables que no se quitan sino con la muerte.

Preciosa termina por encontrar a sus padres, ricos y notables, casándose felizmente con un joven de igual condición. La idea de una naturaleza distinta que separa a gitanos de cristianos fue confrontada en el siglo XVIII donde se coloca lo social como el elemento que moldea al individuo. En Götz von Berlichingen, de Goethe, aparece un campamento gitano, cuyos miembros se comportan de manera opuesta a como se les presentaba generalmente con los clichés prevalecientes. La imagen idealizada del gitano libre y festivo será plasmada por numerosos pintores a lo largo del siglo XIX bajo la influencia del Orientalismo y el Romanticismo. No obstante, dicha imagen quedó como el reverso de aquella que la ciencia fue construyendo con base en el concepto de raza. Terminó por imponerse sobre la otra puesto que enarbolaba bases científicas y filosóficas a la sombra del determinismo biológico, cuya consecuencia mayor fue la terrible masacre perpetrada por el régimen nazi para eliminar a las llamadas razas inferiores y evitar la degeneración de la humanidad. Los gitanos figuraron como uno más de los pueblos inferiores, una lacra social por su naturaleza intrínseca que, al no tener remedio, era necesario erradicar. Fue con esto en mente que los nazis, en colaboración con los gobiernos de otros países europeos, asesinaron a casi medio millón de gitanos, un genocidio del que prácticamente no se habla. Aun tras este funesto episodio, el pueblo gitano poco vio mejorar su condición, obligado a volverse sedentario en los países comunistas y en algunos otros, sin llegar a ser aceptado por completo en el resto de Europa y el mundo; como siempre. Actualmente hay más de doce millones de personas que se reconocen como parte de alguno de los grupos que conforman el pueblo gitano, de los cuales cerca de millón y medio viven en América Latina, y de éstos 16,000 en México. Una nación sin territorio como lo ha reconocido la ONU. La interrogante que viene de inmediato es ¿cómo han podido sobrevivir ante tanto hostigamiento y persecución? Basta con mirar las noticias de los últimos años o décadas para constatar que no se trata de una exageración.

Lorenzo Armendáriz, Jóvenes ludar, Buenos Aires, Argentina

Dada la gran diversidad de condiciones en que viven las distintas comunidades es difícil generalizar, pero se despejan ciertas constantes. La cohesión comunitaria, de grupo, de familia, es quizás el primer rasgo de supervivencia al margen. Un gitano no se concibe solo, fuera de la comunidad; el colectivo es vital y en su interior se han preservado sus costumbres, tradiciones, su modo de vida, oficios, leyes y autoridades propias. La capacidad de adaptarse al contexto local, abrazando religión y nacionalidad, lengua y música incluso, siempre apegados a una cierta identidad gitana (sea rom, manouche, sinti, etcétera) sería el segundo. La multiplicidad de oficios y actividades económicas que a cada miembro de la comunidad le es dado a ejercer podría ser un tercero, como lo explica Alain Reyniers, quien ha estudiado su sistema económico, ya que ello les permite obtener los recursos para seguir con su modo de vida y cohesión.7 Muchos de esos oficios y actividades implican desplazarse, viajar, recreando así continuamente sus redes regionales, nacionales y transfronterizas, siempre útiles en caso de que sea indispensable migrar. Finalmente, a diferencia de otras comunidades que pelean por ello, los gitanos tienen una fuerte reticencia a tornarse visibles, un rasgo que, sean sedentarios o nómadas, ha delineado su vida en los márgenes de lo social. Su manera de estar en el mundo.

Imagen de portada: Lorenzo Armendáriz, Rom ludar, La Barca, Jalisco, México.

  1. Empleo gitano como término genérico que incluye a los distintos grupos que se han formado a lo largo de la diáspora (rom, sinti, etcétera), por tanto, carece de precisión. 

  2. Marcel Courthiade, “Histoire de Rroms: une mise à jour”, en Maison d’Europe et d’Orient, www.sildav.org. 

  3. Marcel Courthiade, op. cit

  4. Jean-Paul Clébert, Los gitanos, Orbis, Barcelona, 1985. 

  5. Donald Kenrick y Grattan Puxon, Destins gitans, Gallimard, París, 1972. 

  6. John F. Moffitt, Caravaggio in context. Learned Naturalism and Renaissance Humanism, MacFarland & Co., North Carolina, 2004. 

  7. Alain Reyniers, “Quelques jalons pour comprendre l’économie tsigane”, en Études Tsiganes, vol. VI, núm. 2, 1998.