Decía Karl Marx que el capital no tiene nacionalidad: su capacidad de moverse libremente sin considerar fronteras es ilimitada. Tampoco los seres humanos deberíamos tenerla, no al menos en términos de posesión de pasaportes, de restricciones de movilidad y posibilidades de realización de los proyectos de vida y con ello, de acceso a la mayor felicidad posible para todos. Hasta ahora, la mayoría de los enfoques respecto a la migración han sido construidos considerando las “medidas de protección tradicionales”, casi todas ellas cifradas en tratados e instrumentos del derecho internacional. Sin embargo, las dramáticas condiciones de desigualdad y pobreza que se viven en el mundo, así como los cada vez más severos efectos del cambio climático nos han llevado a circunstancias límite que obligan a modificar los enfoques dominantes y a pensar desde otras perspectivas la magnitud y las consecuencias de los procesos migratorios que se están generando en todo el planeta. Los signos de la migración contemporánea son ominosos. Los nombres del sirio Aylan Kurdi y la salvadoreña Valeria Martínez nos confrontan con la más profunda severidad, pues sus muertes no debieron ser; por ello se debe elevar la voz y cambiar los términos con que se habla de estos temas. Ya no basta con decir que se trata de “condiciones inseguras”, sino de que se están cometiendo homicidios imprudenciales de niñas y niños a escala masiva, y esto es por hambre, por enfermedades curables o por eventos trágicos —que no accidentes, como ocurrió con los casos señalados de Kurdi y Martínez—.
Desde esta perspectiva, poner el acento sólo en los procesos de tránsito constituye un error, tanto teórico como práctico, si se busca diseñar un nuevo curso de desarrollo. Porque se trata, sí, de que cada país tenga mayor capacidad de crecer económicamente con equidad, pero también de redefinir “las reglas del juego” a escala planetaria en torno a quién gana qué, tomando en cuenta el carácter inmoral del hecho de que haya miles de millones de personas empobrecidas, en situación de hambre o en condiciones de indigencia. En 2018, el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) documentó que en el año previo (2017) fueron “repatriados” de los Estados Unidos de América nueve mil niñas y niños, quienes en su mayoría viajaban sin la compañía de un adulto. Por su parte, en México las autoridades migratorias identificaron a 18,300 niñas y niños en situación migratoria irregular, de los cuales fueron regresados a sus países de origen 16,162. Al igual que las niñas y niños mexicanos, los que venían del llamado “Triángulo del Norte de Centroamérica” (Guatemala, Honduras y El Salvador) viajaban en total desamparo y soledad. Sobre estas niñas y niños pende la hoz de la muerte, la amenaza del abuso o la violación, la tenebrosa posibilidad del enganche en redes de explotación sexual comercial o de reclutamiento forzado para ser incorporados a las actividades del crimen organizado; la siempre peligrosa posibilidad de contraer enfermedades y no tener atención médica, y otra larga serie de calamidades que son probables, y que se presentan, muchas de ellas, también de manera sádica, en contra de ellas y ellos. Por estas razones, los diagnósticos estadísticos —cada vez más completos— deben ser reinterpretados para avanzar en una nueva comprensión respecto de lo que tenemos enfrente: una crisis humanitaria de carácter salvaje, en la cual la dignidad de la vida, el derecho a crecer protegidos de cualquier forma de abuso, maltrato o violencia, y el derecho al libre desarrollo de la personalidad están siendo sistemáticamente violados para cientos de miles de niñas y niños en todo el mundo; en el caso de México y Centroamérica el número asciende a varias decenas de miles en los últimos años. Debe señalarse, además, que es tal la magnitud de la crisis que enfrentamos, que se están invisibilizando problemas de migración interna que no han dejado de ocurrir: en México perdura la migración de niñas y niños “jornaleros agrícolas”, quienes continúan padeciendo las más severas condiciones de explotación en condiciones peligrosas de trabajo y transporte. Junto a ello, permanecen, quizá con mayor magnitud y complejidad, otros fenómenos como el de la infancia en situación de calle: ¿cuántos de ellos y cuántas de ellas son originarios realmente de las localidades donde se encuentran? ¿Cuántos viven de manera itinerante? ¿Cuántos serán raptados o enganchados y vendidos como esclavos en los próximos días, meses y años? Los procesos migratorios, tal como se están desarrollando en nuestros días, no son ya siquiera una consecuencia sino, ante todo, constituyen un síntoma de la crisis del modelo de desarrollo que se ha impuesto en prácticamente todos lados: porque en América Latina esto ocurre teniendo un mercado de lujo, que, en las estimaciones que Bernardo Kliksberg ha hecho para el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), alcanza al menos 50 mil millones de dólares al año. Si la migración es el síntoma, la patología se encuentra en la incapacidad de los Estados para garantizar los derechos humanos de sus poblaciones; pero también para construir una lógica internacional de solidaridad, libre tránsito de sus habitantes y procesos de integración colaborativa que eviten que las niñas y los niños padezcan y sean víctimas del terror que debe significar dejar sus hogares para viajar miles de kilómetros e intentar llegar bien con sus familias biológicas o de acogida. El síntoma se hace aún más evidente si se piensa en el fenómeno del embarazo adolescente: niñas que se convierten en madres y que son, literalmente, niñas cuidando a otros niños; niñas y niños desplazándose, cargando a sus hijos y ahogándose en ríos; muriendo o sufriendo mutilaciones por caerse de la Bestia.1
Para ellos no hay tregua; no hay servicios de asistencia social y de acompañamiento; de hecho, para ellos no hay un Estado que haga valer lo que en nuestro país es un mandato constitucional: la garantía del principio del interés superior de la niñez, el cual no puede estar jamás limitado por la nacionalidad ni por la situación migratoria. Cuando el poeta León Felipe pensó en la barbarie de Auschwitz, tuvo en consideración a la niñez. Y aunque lo monstruoso que vivimos ahora no es equiparable en términos de una voluntad asesina y exterminadora, sí lo es en términos del espanto al que están sometidos miles de niñas y niños. Sostengo líneas arriba que debemos comenzar a hablar en otros términos de la migración, y nada mejor que la poesía para hacerlo; de ahí la pertinencia de rescatar estos versos de León Felipe, porque dan cuenta de la dimensión del terror institucional y social de que son víctimas los migrantes en soledad, y que cargan con ella a cuestas desde su origen hasta su destino, cuando no encuentran la muerte en su travesía:
Ya sé que Dante toca muy bien el violín… ¡Oh, el gran virtuoso! Pero que no pretenda ahora con sus tercetos maravillosos y sus endecasílabos perfectos asustar a este niño judío que está ahí, desgajado de sus padres… Y solo. ¡Solo! Aguardando su turno en los hornos crematorios de Auschwitz. Dante…, tú bajaste a los infiernos con Virgilio de la mano (Virgilio, “gran cicerone”) y aquello vuestro de la Divina Comedia fue una aventura divertida de música y turismo. Esto es otra cosa… otra cosa… ¿Cómo te explicaré? ¡Si no tienes imaginación! Tú… no tienes imaginación. Acuérdate que en tu “Infierno” no hay un niño siquiera… Y ése que ves ahí… está solo, ¡Solo! Sin cicerone… Esperando que se abran las puertas de un infierno que tú, ¡pobre florentino!, no pudiste siquiera imaginar […].2
Si una tarea y un objetivo de nobleza podemos enarbolar en nuestra generación es evitar que esas “puertas del infierno” se abran. Y eso podrá lograrse sólo en la medida en que los Estados y sus gobiernos sean capaces de dar la espalda al modelo de desarrollo salvaje y depredador en que vivimos: generador de desigualdades, pero también de enfermedades y muertes que por ningún motivo deben ocurrir.
Nuestro mandato ineludible no puede ser otro sino el de cuidar de los vulnerables, y en éste y otros temas la niñez es precisamente la que requiere de mayores cuidados, protección, cariño y a todo el sistema institucional de respaldo para garantizar que en México y en nuestra región en general se pueda acceder a otros futuros posibles, en los cuales la dignidad humana esté al centro de todas las decisiones políticas y de la política pública.
Mientras esto ocurre, para el gobierno mexicano la responsabilidad inmediata e ineludible es atender la crisis con inteligencia y con un profundo sentido de compromiso con los derechos humanos, desde la perspectiva de la protección integral de las niñas y los niños.
Entre las medidas inmediatas más visibles se encuentran:
-
Garantizar que las niñas, niños y adolescentes migrantes, mexicanos o extranjeros estén protegidos contra toda forma de maltrato, abuso y violencia. Ello requiere de protocolos de revisión, atención en albergues y estaciones migratorias, así como acompañamiento en tránsito de parte de todas las instituciones de seguridad del Estado.
-
Intensificar las tareas de supervisión del trabajo infantil, particularmente en campos agrícolas, donde hay una mayor cantidad de niñas y niños migrantes, internos y en ruta hacia los Estados Unidos, en condiciones de alta vulnerabilidad social.
-
Crear una red de atención y cuidado de la salud mental. El sufrimiento y el miedo a los que están sometidos exigen un acompañamiento especial que evite su caída en cuadros severos de estrés, depresión e incluso desórdenes mayores de la personalidad.
-
Crear una cartilla de salud para población migrante, que permita la identificación de enfermedades transmisibles, que permita la vacunación de quienes no han tenido acceso a ella y, en general, que garantice el acceso a la atención de la salud.
Todo ello, como se observa, no es posible con el Estado que hoy tenemos. Porque el “síntoma migratorio” lo que nos ha revelado es la fractura de los sistemas de protección social, tanto en México como en Centroamérica, ante lo cual la única solución de fondo es contar con nuevos modelos de Estado Social de Derecho, capaces de regular el mercado y de poner en marcha un nuevo curso de desarrollo.
Imagen de portada: Francis Alÿs, Don’t Cross, 2008. Fotografía de Roberto Rubalcava