Para Ethel Odriozola, mi Ítaca en muchas vidas
Escena 1
Son los años noventa. En el aula todos escuchamos la imagen que la profe nos propone. Pertenecemos a otra generación, pero las escenas que evoca para entender la undécima de las Tesis sobre Feuerbach nos conmueven a todos. Ella es argenmex y cuenta que alguna vez optó por la vía armada. Explica a Marx desde su propia praxis. Sus narraciones buscan que entendamos que el conocimiento científico debe preguntarse siempre, y en colectivo, sobre la utilidad social del saber que produce. Sus palabras son, diría Foucault, una inscripción corporal que adquiere vida aún hoy en mis textos o mis clases. Quienes escuchamos venimos de una huelga larga, la del 99 en la UNAM, una parada más de una fiesta larga, el zapatismo.
Escena 2
2008 es ya el México de la violencia neoliberalizada. Viajo en autobús nocturno de regreso de la costa oaxaqueña. Nos detenemos en plena oscuridad. El chofer nos pide que bajemos todos. Tres agentes nos alumbran, vemos que son del Instituto Nacional de Migración. Nos preguntan por los nombres de los jugadores de la selección nacional de futbol. Yo no me los sé pero tengo mi pasaporte; con mi acento de chilanga de cepa le pregunto a los migras: “¿Por qué es eso importante a las tres de la mañana en una carretera del sureste mexicano?”. Solo consigo un: “Ya súbase”.
El chavo que venía a mi lado, y que llené de baba por quedarme dormida encima de su hombro, no sube incluso cuando todos los otros pasajeros estamos en nuestros asientos. Bajo de nuevo, los migras lo tienen acorralado. Le están pidiendo que acabe la estrofa del himno nacional. Me encabrono. Y les digo que venimos juntos. “No se meta, señorita. Esta gente viene con pollero. ¿No ve que es guatemalteco?, se sabe nomás cachos del himno”. “A ver, usted, recite el juramento a la bandera de cuando hacemos ceremonias en la secundaria”. Se miran entre los tres. “No me acuerdo. Tú, güey, ¿te acuerdas?”. El chavo está mudo y transparente. Yo no me muevo de ahí. Los de la migra se desesperan, se ofuscan por no poder seguir con su intimidante interrogatorio. “Ya se pueden ir, pero a ver, firme aquí que usted asegura que es mexicano este muchacho”.
Ahora pienso: éramos todos tan nuevos… Un guardia nacional de los de ahora nos llevaría a ambos derecho a la estación migratoria más cercana, ahí donde las niñas “se mueren” por caerse de literas.
Escena 3
En 2019 un mar de familias, con los bebés del mismo tamaño que mis cachorros, atraviesa con carriolas el mismo México que yo no me atrevo a recorrer por las noticias que llegan de pleitos por la plaza, zonas de silencio, pueblos desplazados.
Esa mañana de noviembre, en la Ciudad de México, la Ciudad Monstruo, madrugamos muchos chilangos que somos parte de los esfuerzos para tender un “puente humanitario” para los integrantes del llamado otoño caravanero. Las familias de migrantes llevan muchos días en el estadio Palillo Martínez, donde las albergaron entre lodo, luchas, toquines solidarios y ollas gigantescas, pero han decidido seguir subiendo. Dicen que van para Tijuana.
Parece un 12 de diciembre. Pero esta madrugada no hay atole ni velas prendidas por los vecinos. Las familias caminan solas. Algunas mujeres, niños, abuelos y enfermos de ese gran éxodo vienen en los autos de las brigadas de apoyo. Los dejamos en la caseta de la carretera a Querétaro. La familia que viene conmigo, una señora con dos hijos adolescentes, dice que parará un tiempo ahí para reponerse antes de seguir caminando. Ahí siguen hoy, han construido su Ítaca.
Escena 4
Es ya 2021. Además de la guerra que no termina, ahora estamos en pandemia por covid 19. Vine a la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados de la Secretaría de Gobernación, frente a los velatorios de la Juárez, para hacer etnografía con una compañera de mi colectiva Inmovilidad en las Américas,1 con la que realizamos activismo epistemológico contra las fronteras. En la comisión hay dos filas. En una, mestizos que pasan por mexicanos, pero que en realidad son hondureños, salvadoreños. En la otra, negros y negras, familias haitianas y africanas que también buscan refugio en México. Ellas dicen que los centroamericanos pidieron separar las filas. Josep, un joven haitiano, me cuenta que solicitará refugio porque en Iquique, Chile, intentaron quemarlo vivo, aunque “solo” consiguieron quemar su casa de campaña. Enmudezco. Nuestra América.
A medio día, además de a los traductores haitianos que entran y salen para apoyar a su diáspora, ya conocemos a un matrimonio mixto. Llegaron con agua y comida para sus paisanos. Viven en la Portales, como varios de sus compatriotas desde hace mucho. Traen acopio. Hablan creole. Cuentan lo que significa ser negro y llegar a la Ciudad de México.
Es el México de las muchas fosas comunes, masacres de migrantes, de más de cien mil desaparecidos y 350 mil muertos por una “guerra” que tiene un solo bando, la narcoclase política; el México de redadas continuas, detenciones arbitrarias, deportaciones masivas y en caliente, de la separación de familias, los naufragios en las costas del sur y los ahogamientos en los ríos del norte. Del grotesco nombre de “tercer país seguro”, que es como se llama a la franja fronteriza más violenta del mundo. De los secuestros cotidianos y ya no noticiables. De los albergues religiosos y de ateos que siguen mutando de paradas para el tránsito a campos de refugiados. Es el México de los más de veinte millones de mexicanos del otro lado del muro. De las remesas de nuestros familiares irregularizados por los Estados Unidos y el mercado que, no se nos olvide nunca, sostienen nuestro PIB y nuestra economía.
País tapón, país frontera, país refugio
Las anteriores son todas escenas de un mismo territorio atravesado por la migración, el exilio y el desplazamiento forzado interno, en el que además vivimos millones de familias con miembros del otro lado de un muro que inventaron hace relativamente poco.
México, decía mi profe argenmex, ha sido refugio de muchos rojos, como ella. México, dicen los transmigrantes centroamericanos, es una frontera vertical, un país frontera todo. Con ellos intento comprender la mutación neoliberal de este país y este tiempo, pero entiendo que al final se trata del mismo territorio, es la misma sociedad, y los funcionarios son muchas veces los mismos, aun durante diferentes gobiernos.
Que no se nos olvide que desde el siglo pasado, después de la Revolución mexicana, nuestro país es el puerto relativamente seguro que sirvió de refugio a muchas personas que apostaron por esperar aquí a que acabara la Segunda Guerra Mundial, el franquismo en España, la dictadura argentina o la chilena, el genocidio guatemalteco, la contra en Nicaragua, la guerra en El Salvador. Eligieron este país y sus complejidades para esperar a que amainara la tormenta y, de paso, nos trajeron otras imágenes, sabores, maneras de pasar los domingos, lecturas, saberes, arquitecturas, creencias, demonios, cosmovisiones; otras formas de habitar el amor, la pista de baile y las páginas en blanco.
Ese México que es santuario sigue latiendo, está encarnado en las comunidades indígenas de Chiapas que reciben a los caminantes de ahora que vienen sobre todo de Guatemala y Honduras. Esos pueblos fronterizos les dan refugio sin cámaras ni premios que los recompensen, les ofrecen agua, un lugar para dormitar, frijoles, tortillas. “Hospitalidad radical”, como le dice Shahram Khosravi a la ternura de los pueblos.
Y al mismo tiempo, desde que mutamos del Estado priísta al de la alternancia neoliberal, México es país frontera o frontera vertical, segmentado por las rutas migratorias, los retenes, el racismo de policías y ladrones, los mexicanos que agandallan a los migrantes. México es un tapón (como Turquía para Europa), donde más de cuarenta mil efectivos de la Guardia Nacional vigilan las fronteras previas a Estados Unidos. Y a la vez es también el nuevo hogar de muchos desplazados. El territorio donde se quedaron atrapados en la transitoriedad permanente, o donde decidieron detenerse para hacer la vida. País expulsor, pero también país destino.
Mientras algunos migrantes llaman ciuda**des cárceles a las ciudades fronterizas de Tabasco y Chiapas, otros latinoamericanos con familias y redes comunitarias las llaman “casa”. México es todo al mismo tiempo, como siempre y para variar: país frontera, país tapón, país fosa, país santuario, país refugio, país destino, país de tránsito, país de sueños y pesadillas, de muerte y de vida, de espera y retorno, de tránsito y de expulsión, de guerra y de amparo, de persecución y de solidaridad.
Apuesto a que estas postales abrirán un poco más la cancha a una discusión que nos urge para acabar con el racismo en todas sus variantes: institucional, social, estatal, mercantil, legal y epistémico. Sentipienso que podemos construir un contrarrelato a la violencia contra migrantes y solicitantes de asilo. Despleguemos una imaginación política que abrace a las familias venezolanas que recién llegan, a los exiliados africanos, a los retornados y deportados binacionales. Demos espacio a otras historias, demos cabida en nuestra imaginación teórica y literaria, académica y artística a la futurabilidad realmente existente ya en la vida de muchas familias que han hecho de este país su santuario. Imaginemos, como dijeron los zapatistas, un México donde quepan todos los mundos.
Imagen de portada: ©Carlos Vielma, Flag, 2022. Cortesía del artista/obra realizada con el apoyo del SNC
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Página web de Inmovilidad en las Américas disponible en https://www.inmovilidadamericas.org/ ↩