En memoria de Maxime Roumer (1950-2021), hombre de Haití y del Caribe.
Dice el profesor colombiano Ernesto Bassi Arévalos que, como lugar, el Caribe es real: es posible ir, pisar su suelo, pero como categoría cultural y como identidad, es una invención.1 Y ¿cuál es, en suma, el Caribe real, ese “al que podemos ir, el que podemos pisar”? Al turista le van a describir el Caribe en una fórmula tipo: playa + sol + palmeras + agua de coco + gente en ropa de baño. Al llegar, él mismo experimentará cómo la piel se torna viscosa, densa por la humedad; cómo el agua cálida del mar aminora el calor (el alivio contrario a tener frío y abrigarse); sentirá también la frescura de un coco abierto a machetazos.
Esta experiencia sensorial del cuadro que venden las agencias de viajes, los tripadvisors y los Airbnb es real y común a toda un área, pero muy básica como intento de definición. Debemos suponer, entonces, que el Caribe “real” alude a masas de tierra que pueden ser pisadas, pero ¿cómo se llaman esas tierras y a qué países pertenecen? ¿Quién define el nombre de las tierras que pueden ser llamadas “caribeñas”?
Lo primero que se llamó “Caribe” fue un grupo de nativos que ocuparon las Antillas menores y el norte de Sudamérica, definidos por Cristóbal Colón como antropófagos y con características que los distinguían de la etnia taína. El historiador Antonio Gaztambide señala que al iniciar la conquista y colonización de las Antillas Menores, los ingleses se referían a ellas como “Caribby [o Caribbee] Islands”, por el nombre de sus habitantes.2 Luego administradores, colonos y marineros angloparlantes terminaron llamando también así al mar que esa curva de islas delimitaba.
Pero, ¿en qué momento el nombre del mar se extendió a toda el área, incluyendo las tierras bañadas por él? “Antillas”, “West Indies”, fueron algunas de las denominaciones con las que se conoció a parte de la región, en específico a la insular, pero revela Gaztambide que fue el expansionismo postesclavista estadounidense a inicios del siglo XX el que comenzó a definir el Caribe como región.
Estados Unidos fomentó el uso de la palabra Caribe para delimitar la zona donde su intervención se hizo efectiva. Aquí, además de las Antillas, se incluye a Centroamérica. Gaztambide lo denomina “Caribe geopolítico” y lo diferencia de la tendencia más reciente: el llamado “Gran Caribe” o “Cuenca del Caribe”, según la cual a los otros Caribes se añaden Venezuela, Colombia y México, también bajo preceptos geopolíticos, no sólo de Estados Unidos, sino de otros países cercanos.
En suma, los límites se encogen, se expanden, un poco más al oeste, al sur, y la única inspiración para tal mutabilidad es el interés político sobre un área u otra. He aquí una gran invención, como inventada, imaginaria y disputada suele ser cualquier frontera. “El Caribe que podemos pisar” —al menos el que nos ofrece la geopolítica— es arbitrario, el criterio para su enunciación no se sostiene por sí mismo, no tiene vida más allá de la voluntad humana.
Y ¿qué es, entonces, el Caribe que no podemos negar, el que existe más allá de la voluntad humana?
Hace unos años llegó a la Casa del Caribe en Santiago de Cuba un hombre blanco, alto, con camiseta y shorts holgados, justo como suelen vestir los foráneos que vienen al trópico con la expectativa de pasar todo el tiempo en la playa, cogiendo sol y tomando mojitos. Pensé que era europeo, él dijo que era puertorriqueño y quería saber cómo participar en el festival que todos los años organiza la institución donde trabajo. Comenzamos a hablar y después de intercambiar algunas frases tuve la sensación de que me estaba engañando, que no era boricua, sino cubano como yo. Era la primera vez que hablaba con un puertorriqueño, así que no tenía referentes con los que medir a este que tenía enfrente. Cuando uno conversa con un extranjero debe hacer un sobreesfuerzo por hablar sin jerga, utilizando términos que son universales, uno no dice “coger botella”, sino “hacer autostop”; ni dice “balance”, sino “mecedora”; ni dice “churre”, sino “suciedad”; ni “cuadrar algo”, sino “ponerse de acuerdo”. Pero aquel hombre conocía los localismos y al decirlos le salían naturales: decía “pa”, en vez de “para”, o “demasiao” en vez de “demasiado”, justo como los cubanos solemos acortar las palabras. Tampoco identifiqué en él un acento diferente al mío, la entonación de las frases era casi exactamente igual a la de un cubano.
Sentí cierta familiaridad, como que podía bajar la guardia y hablar de cualquier modo porque él entendería. “¿De verdad eres puertorriqueño?”, llegué a preguntarle. “Sí, claro”, contestó poniendo cara de obviedad, y por educación no me quedó más remedio que aceptarlo y no volver a ponerlo en duda. Cuando en Cuba aún no existía internet por datos móviles, quizás en 2017, yo solía hacer cola, sentada y leyendo cualquier libro, en la antesala de uno de los clubes de computación que hay en Santiago para revisar mi Gmail y mi Facebook. Un día entró al recinto un señor de entre sesenta y setenta años, negro, delgado, de atuendo bastante común, pero con un reloj dorado demasiado grande para su muñeca, un anillo dorado de casi un centímetro en la misma mano y una de esas gorras que no se ajustan a ninguna cabeza y que los hombres suelen usar como superpuestas, de modo que la cabeza luce más grande de lo normal. Parecía uno de esos tipos que ganan un poco más que la media y suelen invertir su dinero en accesorios como éstos, que les aseguren un aspecto de “triunfador”, pero fallan en los detalles y terminan viéndose sobrecargados. A mi lado había un asiento vacío y allí fue a parar. Sin acomodarse se giró hacia mí y me preguntó si yo era profesora. Le dije que no. “Es que no es usual ver a alguien leyendo un libro”, me dijo. Siguió preguntando, sobre el libro, mi profesión, y yo le fui contestando, acostumbrada a este tipo de situaciones en las que, estando en cualquier cola, alguien se acerca y empieza a hablar del clima, de lo malo que está el transporte, y uno termina contándole la experiencia más amarga o absurda del día. En algún momento empecé a notar su acento, una manera un poco distorsionada de hablar el español, y entonces pregunté: “¿Usted es cubano?”. “No, soy de Martinica”, me contestó. Se acababa de jubilar y venía a vivir a Cuba para evadir los impuestos de su país, que eran enormes. “Pero usted bien pasa por santiaguero, si no fuera por el acento, claro”. “Lo sé —me dijo— pero en algunos lugares la gente no cree que soy extranjero, cree que estoy imitando a un extranjero y hasta me han dicho payaso”. Por eso quería aprender a hablar bien el español de Cuba, pasar desapercibido y vivir en paz. Las dos experiencias tienen lecturas diferentes. Es posible que el puertorriqueño hubiese vivido un tiempo en Cuba y ya hubiera incorporado la jerga de los cubanos, pero aun cuando asumiera términos y frases, eso no bastaría para asemejar tanto su español al nuestro. Debía haber, como la hay, una similitud de base. Al martiniqués lo delataba el acento, pero no mucho más; su aspecto, forma de vestir y modo de comportarse eran muy locales, al punto de que otros lo creían un cubano que jugaba a ser extranjero.
Ambos encuentros fueron reveladores. Me constataron que, a pesar de lo diverso, hay una similitud que es tangible, palpable, sentida, real, aunque no pudiera aún aprehenderla. De esas similitudes han hablado, desde el registro popular hasta el más académico. El compositor colombiano Beto Murgas, en un proceso quizás inconsciente, definió algunas de ellas en el tema “El hombre caribeño”, y lo hizo con el mismo tono jocoso y picaresco que reconoce en su definición:
Oye, al caribeño le gusta la nota, la nota sabrosa, pícara y graciosa, y mi tonada es bonita, enloquece a la gente […] Es escandaloso, tiene simpatía, es acarandoso, derrocha alegría, es tan dicharachero, como es un buen amante y es tan carnavalero que baila en cualquier parte…
De las “gentes del Caribe” del siglo XVII, Joel James Figarola dedujo similitudes en los comportamientos, como resultado de la separación del mundo colonial del que se partía y de más cercanía con los esclavizados o sometidos por la fuerza. Habló de la propensión a defender lo que era considerado propio, aun cuando para ello hubiese que romper las normas institucionales establecidas; de la tendencia al amalgamiento social; de la coexistencia de fieles de múltiples creencias religiosas; de pensar o vivir en presente: formular la existencia en pasado o futuro era una preferencia mínima; de la tendencia hacia la búsqueda de soluciones colectivistas para las celebraciones, que conduce, a su vez, a la búsqueda de espacios físicos abiertos y a una amplia tolerancia del espacio ritual.3 Según Antonio Benítez Rojo:
lo que sí es característico de los caribeños es que, en lo fundamental, su experiencia estética ocurre en el marco de rituales y representaciones de carácter colectivo, ahistórico e improvisatorio,4
como es el caso de las prácticas festivas, dentro o fuera del ámbito religioso. La semejanza de las expresiones músico-danzarias que de ellas se derivan revela un vínculo y la pertenencia a una misma entidad. En la forma de bailar “La punta”, una de las danzas garífunas que existen en Belice, por ejemplo, hay algo que recuerda al modo en que las mujeres del reparto Martí en Santiago de Cuba bailan la conga santiaguera: pasitos cortos y brazos tumbados que oscilan sin orden. La danza ritual conocida como “Giros de San Benito” que acompaña a los chimbangueles en los andes venezolanos consiste en bailar alrededor de un madero tejiéndole y destejiéndole cintas, justo como se baila en las comunidades de descendientes de jamaiquinos en Cuba, y también en algunos momentos de la danza del grupo de tumba francesa La Caridad de Oriente, que a su vez se asemeja en el toque de yubá al ritmo yubá masón de la bomba de Puerto Rico, emparentados al mismo tiempo con los toques y bailes del gwoka de Guadalupe y la bambula de Samaná en República Dominicana.
Las semejanzas en las ceremonias y rituales de los cultos sincréticos de ascendencia africana van dibujando del mismo modo un área que contiene a las Antillas y también las supera. El etnólogo Jesús Guanche enumera sólo algunas: la santería del área del Caribe insular y otros países de América; el kpelle de Santa Lucía; el shango cult de Trinidad y Tobago y Granada; el candomblé de Brasil; el palo monte de Cuba, Puerto Rico, Venezuela y Estados Unidos; el kúmina de Jamaica; el Umbanda de Brasil; el vodú de Haití, República Dominicana, Cuba y Estados Unidos; el hoodoo de Luisiana; el obeah de las Antillas anglohablantes, y el myai de Jamaica.5 Sin embargo, el elemento africano no fue el único que impregnó la cultura del Caribe que tratamos de definir. La criollización de varias etnias es la marca más fuerte y reconocida de esta área, en la que podrían incluirse “todos aquellos lugares donde prevaleció la plantación como organización socioeconómica predominante”.6 La especialista en la región Diana Gullón sostiene que “la criollización sucede sobre todo en la relación entre blancos y negros bajo el sistema colonial que establece una dinámica del dominante sobre el subordinado”.7 A esto se añade que:
Todas las culturas caribeñas fueron creadas por grupos humanos en conflicto permanente con el sistema dominante. La cultura caribeña es una respuesta a la sociedad de la plantación, no es la cultura de la sociedad de la plantación.8
Bajo este entendimiento ¿qué definir como “el Caribe real”?, ese que existe más allá de nuestra propia voluntad o la de un ministerio que traza límites administrativos. Si concluimos con Roberto Mori que
las naciones no son, por lo tanto, ni producto de determinaciones geográficas, económicas o políticas ni simples fabricaciones artificiales, sino creaciones culturales enraizadas en procesos históricos y sociales,9
en un ejercicio de abstracción podríamos imaginar el Caribe como un cuerpo que se curva y coincide con la forma de las Antillas, mientras contiene también a las Bahamas y alarga una mano que trata de abarcar de modo intermitente parte de la costa este de América central, con otra mano alcanza a Nueva Orleans en Estados Unidos y con una extremidad más se prolonga hasta abarcar toda la costa norte de América del Sur de Colombia a Brasil. ¿Serían éstos los límites del Caribe? ¿El que podamos extraer similitudes de cada uno de estos espacios geográficos bastaría para asegurar la existencia de una entidad que los contiene? Cuenta Roberto Mori que es posible que Ramón Emeterio Betances, considerado el padre del movimiento de la libertad puertorriqueña, identificara la mezcla racial como elemento unificador de un área, luego de que caminara entre la gente de Santo Domingo, Haití, Venezuela y la isla de Saint Thomas, durante su exilio. Él mismo era mulato y según Ada Suárez Díaz,
es Betances probablemente el primer puertorriqueño mixto con clara conciencia de lo que es en términos raciales; el primero en aceptar su condición de mulato, sin que el hecho de llevar algún porcentaje de sangre negra en sus venas le cause desgarres psicológicos; es el primero, no hay duda, en tener conciencia de su negritud.10
El descubrimiento de estas semejanzas sumadas a las del clima le hacen tomar conciencia, del mismo modo, de que pertenece a una entidad con límites más extensos que su propio país, Puerto Rico, a la que intentó darle forma bajo el proyecto de la Confederación Antillana. Volviendo a mi experiencia con el puertorriqueño y el martiniqués, el reconocimiento de esos parecidos, del mismo modo en que lo descubrió Betances en sus encuentros, es el estado inmediatamente anterior a la sensación de pertenecer a una entidad que nos abarca, de la que somos un fragmento y no la expresión de su totalidad. Y es justo éste el proceso contenido en el término “identidad”. Daniel Gutiérrez se pregunta si la identidad es:
una sustancia, un factor trascendental para el individuo o un simple efecto de la percepción, o bien, se trata de un instrumento necesario de fijación en un universo inaprensible.11
Ninguna de estas categorías son excluyentes, ni entre sí ni con respecto a la idea de que la identidad es un viaje, que comienza con la toma de conciencia de unas características similares entre distintos grupos y continúa luego hacia la idea de que todos los semejantes pertenecen a una misma entidad. Dice Joel James, refiriéndose a un proceso similar, que “el descubrimiento […] crea no el objeto sino el lugar que el objeto ha de ocupar en la conciencia de las personas”.12 O sea, la sensación de descubrir que pertenecemos todos a una misma entidad no significa que la estemos inventando, sino que estamos haciendo consciente la existencia de la entidad y el sentimiento de que pertenecemos a ella. ¿Quiere decir esto que el Caribe como entidad cultural existirá más allá de que nos sintamos parte o no de ella? En Elogio a la creolidad, los autores cuentan que en los primeros tiempos de la literatura haitiana los escritores narraban desde los ojos de un foráneo. Veían en su Ser lo que Francia veía “a través de sus sacerdotes-viajeros, de sus cronistas, de sus pintores o sus poetas de paso, a través de sus gloriosos turistas”.13 Se veían a sí mismos con los ojos del Otro, hasta que Aimé Césaire reivindicó el aporte africano en sus textos:
La Negritud de Césaire engendró la adecuación de la sociedad creol a una conciencia más justa de sí misma […] la Negritud cesariana es un bautismo, es acto primigenio de nuestra dignidad restituida.14
¿Podría decirse que esos primeros escritores eran caribeños? La definición del Caribe no debe verse sino dentro de la dinámica que plantea la identidad. ¿Eres caribeño y no sabes que lo eres? El caribeño no siempre es consciente de que lo es, pero el Caribe no se sostiene si quienes deben imaginarlo lo ignoran o lo desconocen. Es por eso que no es suficiente delimitar un área que ha resultado de procesos histórico-culturales determinados, sin aludir a cuán identificados o no se sienten sus pobladores con esos rasgos en común; no basta con poseerlos, se debe ser consciente de ellos. Busquemos los límites del Caribe en cada uno de nosotros, en lo que sentimos sus habitantes. El resultado no será dibujable, sino algo real pero etéreo, que se está definiendo todo el tiempo.
Imagen de portada: Giros de San Benito, Timotes, Venezuela, 2013. Fotografía de Ajrh19. CC.
Ernesto Bassi Arévalo, La importancia de llamarse Caribe: reflexiones en torno a un mal chiste”, Caribania Magazine. Disponible aquí ↩
Antonio Gaztambide, “La invención del Caribe a partir de 1898 (Las definiciones del Caribe revisitadas)”. Disponible en este link ↩
Joel James, “De la sentina al crisol”, El Caribe entre el ser y el definir, Gedisa, Ciudad de México, 2010, p. 187. ↩
Antonio Benítez-Rojo, La isla que se repite, Casiopea, Barcelona, 1998. ↩
Jesús Guanche, Las religiones afroamericanas en América Latina y el Caribe ante los desafíos de internet, Clacso, Buenos Aires, 2009. ↩
Wagley, s.f., citado por Gaztambide. ↩
Diana M. Grullón-García, “Epistemologías culturales del Caribe: modelos conceptuales metafóricos en el ensayo caribeño del siglo XX”, tesis para optar por el grado de doctora en español en la Florida International University, 2015, p. 103. Disponible aquí ↩
Rojas Gómez, 1997 citado por Roberto Mori, “La construcción de la identidad caribeña: la utopía inconclusa”. Disponible en este link ↩
Roberto Mori, art. cit. ↩
Suárez Díaz apud R. Mori, idem. ↩
Daniel Gutiérrez Martínez (coord.), Epistemología de las identidades. Reflexiones en torno a la pluralidad, UNAM, Ciudad de México, 2010, p. 12. ↩
Joel James, op.cit., p. 176. ↩
Jean Bernabé, Patrick Chamoiseau y Raphaël Confiant, Elogio a la creolidad, Casa de las Américas, La Habana, 2010, p. 24. ↩
Ibid., pp. 28-29 ↩