“Migrantes de otro mundo” es el nombre de un trabajo periodístico en el que colaboramos más de cuarenta colegas del continente americano.1 El título choca porque apunta de inmediato a una mirada común que asociaría “migrantes de otro mundo” con alienígenas, como si no se tratara de seres humanos. Queríamos empezar por meternos en la piel de los prejuicios, mirar desde el otro lado, desde la cabeza de ese turista que encontramos caminando con su esposa, con sombrerito de paja y rostro colorado, chanclas tres-puntas y el bronceador asomando de la canasta, al final del sendero ecológico que viene de La Miel, en Panamá, y conecta con Capurganá, en Colombia. Los pueblos de pescadores, de mar aguamarina y playas blancas se sitúan en bordes distintos de la misma selva del Darién. “Tengan cuidado. No caminen tan cerca de esos migrantes. Traen enfermedades”, nos dijo el turista, mientras nosotros conversábamos con un grupo de cubanos, haitianos y congoleses que venían viajando desde Chile y de Brasil con sus niños y sus vidas embutidas en maletines baratos, demasiado pesados para ese terreno de cuestas empinadas, quebrado por las raíces formidables de las ceibas que tapaban el cielo. Esos viajeros no iban de turismo playero a La Miel. Ni siquiera los dejarían entrar al pueblo. Ellos iban selva adentro, persiguiendo un país imaginario donde trataran bien a sus hijos y les permitieran estudiar. Pero en este sitio había segregación: viajeros deseables, los turistas; viajeros indeseables, los migrantes. Queríamos invertir esa visión xenófoba mirando por el revés esas mismas palabras: “de otro mundo”, en inglés, alien. Ellos miran africanos y asiáticos que hablan raro y se ven tan diferentes que parecen “de otro mundo”. Les temen, y su miedo pesa más que los bultos que cargan los migrantes porque está impregnado de siglos de racismo y de aporofobia. Para nosotros son “migrantes de otro mundo” porque se necesita tener un coraje extraordinario, una imaginación y un optimismo excepcionales para emprender un viaje desde Bangladesh o Camerún y cruzar América entera. Es un continente desconocido, ancho y peligroso, ingobernable, donde pocos van a hablar su idioma. Pero el hambre de dignidad les da las agallas. Así que nombramos el proyecto para partir de un terreno común y quizás conseguir que quienes piensen desde el miedo empiecen a perderlo. Esta investigación de nueve meses visibilizó una corriente migratoria mayormente ignorada, de la que apenas se conocían fragmentos, que casi siempre se presentaba al público como capturas de traficantes de personas y naufragios. Cada año, entre trece mil y veinticuatro mil personas salen de África y Asia y atraviesan una decena de países latinoamericanos para intentar cruzar la frontera con Estados Unidos, o más allá, la de Canadá, para pedir asilo, protección.
Estas cifras son imprecisas porque los senderos son clandestinos y quienes los recorren no siempre dejan huella. Las estadísticas oficiales de cada país revelan que en el último año se ha visto cruzar estas fronteras sobre todo a personas de doce naciones: Camerún, Bangladesh, India, República Democrática del Congo, Angola, Sri Lanka, Eritrea, Nepal, Pakistán, Ghana, Guinea y Mauritania. El viaje con frecuencia se detiene varios meses —o incluso años— en Brasil, en donde muchos intentan arraigarse sin éxito. Allá pidieron refugio, entre 2017 y 2019, 2 mil 761 personas provenientes de Angola y mil 608 de Bangladesh. Como a la mayoría no se lo dan, siguen su camino. Pasan aeropuertos sin registro, como fantasmas, y cruzan fronteras en taxis sin placa, buses contratados y, a veces, como en Costa Rica, con el visto bueno oficial, sin que nadie les selle un pasaporte. Los países cambian sus reglas según el vaivén de sus políticas internas y cierran fronteras pensando que así detienen y desincentivan a los migrantes. Pero esta medida gubernamental resulta vana. Quienes salieron están envueltos en los huracanes de la globalización: información mundial instantánea a la palma de la mano, guerras en un lado con drones hechos en otro, servicios transcontinentales de dinero exprés, lucro en las minas en el sur que produce batallas sangrientas con armas del norte y gases tóxicos de fábricas en un rincón que desertifican el territorio en otro. Y hoy, después de que un virus que rondaba Wuhan, China, saltó y ha puesto a temblar la economía y la salud del mundo entero, ya no le debe quedar duda a nadie de lo interconectado que está el planeta. Aun así, como intentando detener el agua en medio del mar, los países del continente americano cierran sus fronteras a los viajeros asiáticos y africanos (y también a haitianos, cubanos, venezolanos, mexicanos, hondureños, salvadoreños y guatemaltecos, las otras grandes poblaciones de migrantes en el continente), con lo que consiguen solamente dos cosas: aumentar las penurias de los movilizados y enriquecer a los traficantes. En el Darién, por ejemplo, el gobierno de Colombia permite el paso de los migrantes transcontinentales, pero no se ocupa de averiguar cómo salen ni de la mano de quién, aunque sabe perfectamente que cada migrante, que toma el camino de la selva a pie o el del mar, en botes desvencijados y nocturnos, pone en grave riesgo su integridad y su vida, y que mafias peligrosas orquestan ese tránsito y se distribuyen las ganancias. Asimismo, los migrantes pasan días de camino en la selva panameña antes de que una autoridad de ese país les proporcione abrigo. Contamos más de cien muertos desde 2016 en esa ruta, pero las imágenes de los cadáveres tirados en la selva que permanecen en las mentes de los cientos de niños que la cruzan no hay quien las registre. Se quedarán con ellos toda la vida. En una sola reunión, los dos países podrían tomar la decisión de hacer que ese tránsito fuera fácil y seguro. Pero no lo hacen, no se sabe bien por qué. Las autoridades repiten como mantra que si protegen ese paso vendrán millones de personas más y será inmanejable. Pero nunca han comprobado su teoría. Es más, si los gobiernos pudieran ver las costuras xenófobas de sus discursos, quizá recapacitarían y podrían aprender de estos viajeros. Por ejemplo, podrían aprovechar su paso como herramienta pedagógica para los niños de pueblos pobres, para que les enseñen otros idiomas y costumbres. Si se dieran cuenta de que —como documentó esta investigación— para cruzar el océano cada migrante le entregó una pequeña fortuna a un traficante, los invitarían a que, en lugar de engordar mafiosos, invirtieran sus recursos en cualquier pueblo de Brasil o Nicaragua o México, a donde quizás traerían prosperidad. Sacando cuentas de la suma de lo que pagan en un año (cuentas gruesas, porque las cifras oficiales sobre la migración transcontinental se quedan cortas), la cantidad ronda entre 176 y 326 millones de dólares. “Parece que el mundo está en su contra”, dijo Ángelo en Ciudad Acuña, México, antes de intentar el salto a su destino final. Había emigrado a Brasil con su esposa Estela luego de recibir amenazas de muerte a causa de su activismo por una Angola libre. Por las penurias que pasaron en Ciudad Acuña decidieron irse al norte y, en el camino, los asaltaron y los secuestraron en Veracruz. Sí, tiene razón Ángelo, el mundo está en contra de los migrantes. Incluso en América Latina, que expulsa migrantes al por mayor, donde tantas familias dependen de alguien que se fue y les manda remesas, se les trata con desconfianza si vienen de otro continente. No siempre los gobiernos latinoamericanos restringen fronteras por voluntad política propia, a veces se les impone, a través de políticas estadounidenses como la de Remain in Mexico o la de Países Seguros en Centroamérica. La respuesta extrema que México encontró para hacer frente al cierre impuesto de su frontera con Estados Unidos fue dar a los africanos documentos migratorios en los que figuraban como apátridas: si no eran de ningún país no podían devolverlos a sus tierras, como lo constataron los colegas mexicanos que colaboraron en la investigación. Apreciar una corriente migratoria en toda su magnitud es una oportunidad que no se da con frecuencia. Pudimos conocer la historia del profesor que partió de Camerún y lo sobrevivió todo, hasta que se ahogó en la costa de Chiapas. Por la cámara de un colega camerunés vimos el dolor de su familia, que sólo creyó que había muerto este profesor cuando vio su féretro bajando del avión en Duala. Gracias a otro reportero, éste de Nepal, supimos que el nepalí Ramesh, quien había dejado su firma en un caserío colombiano en 2015, había llegado a buen puerto en Estados Unidos, y entendimos por qué él y otros de su provincia quedaron severamente endeudados, ofreciendo su futuro como garantía. Comprendimos la desilusión de Colette, una camerunesa que vive en Maryland, en torno al sueño americano, por las entrevistas de los colegas en Estados Unidos. Y le pudimos poner nombre a diez tumbas anónimas de migrantes que perdieron la vida en el mar Caribe porque entre varios ayudamos al reportero que buscaba a los sobrevivientes de un naufragio en las costas colombianas, acaecido en 2019. “Migrantes de otro mundo” es una manera de comprender desde el periodismo una realidad cruzada por corrientes migratorias. La colaboración pone a los reporteros que mejor conocen su tierra cerca de donde están las historias y ellos las recogen con el cuidado y el cariño que tienen por lo suyo. Y, al mismo tiempo, nos deja ver la migración como realmente es: un viaje cuyas experiencias y motivaciones son incomprensibles si no se mira de principio a fin. Hay que observar desde afuera para entender mejor qué pasa adentro. El periodismo a contracorriente, el que está dispuesto a deshacer cuentos falsos —como que migrar no es un derecho humano, por ejemplo—, necesita la fuerza que da el no saberse solo. La alianza con otros nos permitió, desde un proyecto regional como el Centro Latinoamericano de Investigación Periodística (CLIP), aprovechar la riqueza y la sabiduría de dieciocho medios de comunicación para buscar información simultáneamente en muchos países. Y lo mejor: para hacer frente a las plataformas virtuales llenas de ruido y de información desigual, al publicar juntos en tantos países hicimos brillar una historia desdeñada, en la que miles de asiáticos y africanos le dicen al mundo que se pueden mover montañas para respirar aires más libres y vivir con dignidad.
“Migrantes de otro mundo” es una investigación periodística transfronteriza y colaborativa realizada por CLIP, Animal Político, Chiapas Paralelo y Voz Alterna (México), Univisión Noticias (Estado Unidos), Revista Factum (El Salvador), La Voz de Guanacaste (Costa Rica), La Prensa (Panamá), Semana (Colombia), Efecto Cocuyo (Venezuela), Anfibia/Cosecha Roja (Argentina), El Universo (Ecuador), Profissão Repórter (Brasil), Bellingcat (Reino Unido), The Confluence Media (India), Record Nepal (Nepal) y The Museba Project (Camerún).
Imagen de portada: Ilustración de Alejandra Saavedra para CLIP ©