En el confinamiento obligatorio por la pandemia, la economía se ha retraído, para mí, a su etimología: es el conocimiento de la casa, del oikos. Cada quince días abastezco mi casa. Todos los días soy consciente de cuánto consumo, de qué se pierde y cuánto se conserva. Un día a la semana limpio mi casa, que ahora equivale a mi mundo: cada objeto y cada asiento y cada balda con el trapo —primero seco y luego húmedo—, y el suelo con la escoba, luego con la aspiradora y, por último, con el trapero. Quizás «economía» en la cuarentena ha pasado a ser casi equivalente de «limpieza»: en la casa común que es la ciudad, la administración se concentra en las medidas de higiene pública, de distanciamiento, para evitar el contagio. En mi casa, la administración de la higiene no es distancia sino contacto: recorro las formas de todas las superficies. Acaricio y levanto los objetos, y los pongo en su lugar, pensando que su lugar es ése y ningún otro en el mundo, pues así lo he dispuesto. Cada vez que vuelvo a poner algo donde estaba, después de tocarlo y repasarlo, o que elijo para él un lugar distinto (o la basura) donde dejarlo, me siento —o me figuro que me siento— poniendo fin a un drama, pues el fin de cada tragedia y cada comedia es que las cosas queden en el lugar que les corresponde. Mientras limpio y ordeno —mientras hago que el telón caiga una y otra vez— medito sobre el significado de disponer, que es dar posiciones y decidir, pero también connota un ofrecimiento. Dispongo continuamente mi casa y sus cosas para mi vida de cada día, que ahora es vida de día por día: vida de un solo día con una sola huésped, que coincide con su anfitriona. Mi casa toda se convierte en una mesa servida: para mí sola y para mí toda, para la plenitud de mi tiempo: para el día. Mi cocina tiene dos puertas: una de vaivén, por la que entro y salgo, y otra pequeña, una puertecita, poco más ancha que mi cuerpo, que la comunica con el comedor. Desde que me mudé aquí, esa segunda puerta había permanecido cerrada, pues yo la necesitaba como pared para apoyar contra ella un mueble. Hasta ayer, que fue día de limpieza, había olvidado completamente esa puerta clausurada. Al cabo de la jornada, puse el mueble en otro lado y dejé la puertecita abierta. Hoy pude, por primera vez, entrar en la cocina por una puerta y salir por otra. Como la excavación de un canal interoceánico, ese acto de gobierno de mi casa cambió el mundo. Durante la cuarentena, me he hecho consciente de que reino en mi casa; de esa modalidad irónica de la libertad que es la soberanía. La economía atraviesa una fantasía autárquica y sale (por la segunda puerta de la cocina) convertida en política, y me hace pensar que quizá el ejercicio de la política no es otra cosa que la administración de la circulación por el espacio.
Esta mañana pensé que posiblemente no viajaré nunca más a otra ciudad, y entonces hice la cuenta de las casas donde he vivido: son veintitrés. Me pareció evidente que siempre había vivido en una sola: en ésta, que contiene las del pasado, que iban formando la que al final las contendría. Siento que no existí en las casas que he habitado, ni en las siete ciudades que me han albergado. Que las soñé. Si al limpiar y disponer las cosas de mi casa —al resolver que pongo cada una en su lugar y que determino con ello el último acto de una representación—comprendo el género dramático, con la obligación de permanecer en un solo lugar durante todo el día —y día tras día— pienso en el género narrativo, cuya función es observar el paso del tiempo a través de las cosas. Ahora que ya no voy ni vengo —ahora que lo que se mueve es verdaderamente el Sol y no yo, no la Tierra— me parece entender que lo que ha habido siempre, por encima de todas las mudanzas, es un día. Un solo día. Que estar vivo es estar sujeto al avance y a la repetición del día. Que la parábola de la luz es la explicación de la vida, y que el deseo de seguir viva es el de seguir estando bajo el arco diurno.
Algunos amigos me han dicho que durante el confinamiento sueñan más o recuerdan más sus sueños —esa actividad por medio de la cual la mente busca su salud y administra su higiene—; que tienen sueños extraordinarios y muy vívidos. A mí también me está sucediendo. Hace tres noches soñé con una leona que tenía melena de león y que me esperaba en un carro con su cría, y la noche siguiente soñé con el hijo del sah de Persia, y anoche soñé que un erizo cuyas púas eran lápices me mandaba saludos con una amiga que es dibujante y vive en una ciudad lejana. Los sueños son el afuera al que podemos salir en la noche, después de pasar todo el día confinados en la casa, limitados a ella. Quizás estamos reclamando la espacialidad real de la vida onírica —y, con ello, dándonos una noticia de la provisionalidad de la realidad diurna, y, con ello, claro, dándonos una noticia de la realidad de la muerte—. A medida que el mundo externo pierde consistencia, tal vez el mundo onírico esté presentándose como nuestra otra vida y nuestro otro afuera —al que salimos por la puerta antes clausurada, como estuvo la puerta pequeña de mi cocina—. Me llama la atención que, al tiempo que se vivifican nuestros sueños, insistamos en ver animales en los espacios públicos de nuestras ciudades. En las redes sociales, que son el espacio de contacto y comunicación que nos queda —y por el que nos desplazamos sin movernos de nuestro lugar, como cada noche hacemos en los sueños— nos hemos mostrado con emoción, desde que empezó la cuarentena, animales no humanos que ocupan el afuera del que los humanos nos hemos ausentado. Ponemos a los animales —jabalíes, venados, pavos reales, osos hormigueros— en nuestro lugar. En el sueño de las redes sociales, construimos el sueño de recorrer nuestras calles en otra forma, en otra encarnación: en los animales, que recorren el mundo entero como su propia casa; que se mueven por el mundo como por la realidad, y no como por un escenario, como nos movíamos nosotros, que salíamos a interpretar personajes y que, confinados en nuestra casa, nos hemos quedado sin escenario y ante el espejo. Dije que he soñado con el hijo del sah de Persia y con un león que me esperaba en un carro: he soñado con la soberanía y con la posibilidad de desplazamiento, pero en un cuerpo que no es el mío (que es el de una fiera, pero que también es un rey: el león). Estos sueños, y esta sensación que tengo y que tienen algunos de mis amigos de estar mudándose a la realidad onírica, y esta experiencia del encierro ante la pantalla del computador, que hace que me sienta entre espejos —como en una fantasía del Barroco— me llevan a pensar en el Segismundo de Calderón de la Barca. El príncipe heredero de Polonia crece encerrado en una torre, sin saber quién es. Luego, lo sacan de la torre y lo ponen en el reino, en el lugar de príncipe. Vuelven a confinarlo por la ferocidad que exhibe, y él cree entonces que se ha soñado príncipe y que su realidad verdadera es la vida en la torre. Después de que ha comprendido y dicho la naturaleza ilusoria de la vida —y la reversibilidad de la relación entre vigilia y sueño— es liberado. Al final de la obra, ocupa la posición para la que nació: puede empezar a gobernar su reino y a vivir su vida, consciente de que la vida y el lugar propio son sueño y son teatro.
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Imagen de portada: El sol acompañado de lenones, Manuscrito Persa, 373. Wellcome Collection. CC