Cuando Graham Greene publicó en 1958 Nuestro hombre en La Habana no solo se consagró como escritor de novelas sobre intrigas políticas ocurridas en escenarios exóticos o asfixiantes, sino como visionario. La isla que había escogido para desarrollar su rocambolesca historia de espías no tenía, por entonces, más protagonismo en la Guerra Fría que la mayoría de los países de América Latina. Pero eso iba a cambiar, y Greene lo advirtió antes que nadie. Sin embargo, podría decirse que al autor inglés le faltó un poco de imaginación. Ni siquiera la accidentada trama de su personaje James Wormold —un simple vendedor de aspiradoras que sin quererlo terminó como agente del servicio secreto británico, haciendo pasar dibujos de sus productos por “artefactos sofisticados” en manos de los comunistas— llegaría a la altura de lo que estaba a punto de desencadenarse en esa región del Caribe.
El movimiento armado de Fidel Castro triunfó unos meses después de que fuera publicado Nuestro hombre en La Habana. Se suponía que la Revolución tendría un carácter popular y democrático, y que luego reinstauraría el constitucionalismo perdido durante la dictadura de Fulgencio Batista. Sin embargo, el líder barbudo tardó apenas dos años en revelar sus verdaderas intenciones: la Revolución cubana sería “socialista” —en realidad, filocomunista y prosoviética—, y su mandato, vitalicio. La pequeña isla del Caribe entraba de lleno al tenso escenario de la Guerra Fría, y no para ser un actor cualquiera.
Castro se arrimó pronto a la URSS, cuyo sistema totalitario no solo compaginaba con el que él pretendía institucionalizar en Cuba, sino que lo legitimaba. La isla se convirtió entonces en el elemento más curioso del socialismo real: un bloque de países continentales y generalmente del norte tenía, de repente, un anexo insular y caribeño muy al occidente del Muro de Berlín y a solo 145 kilómetros de su enemigo mortal, Estados Unidos.
El servicio secreto de Castro fue formado en la URSS, donde la mítica KGB instruyó a los cubanos en el arte del espionaje. Aprendieron de una de las mejores agencias de inteligencia de todos los tiempos y, en cierto modo, operaron bajo sus órdenes, pero no siempre. Como Rusia en Europa del Este, Cuba aspiraba a expandir su modelo político en América Latina, y no solo mediante fracasadas aventuras bélicas como la del Che Guevara en Bolivia. La Revolución tenía maneras más sutiles, basadas en el espionaje y la infiltración en los movimientos de izquierda del continente, sobre todo en aquellos que abrazaban tácticas como la lucha armada y el terrorismo. Si en el juego geopolítico regional la CIA movía con total libertad sus peones —militares entrenados para dar golpes de Estado—, Cuba le hizo frente moviendo los suyos: partidos progresistas, guerrillas nacionalistas y toda una generación de jóvenes cosmopolitas lectores de Mao, Marx y Marcuse.
El objetivo principal de la inteligencia cubana, sin embargo, siempre fue infiltrarse en Estados Unidos. No era tarea fácil, pues los agentes de la CIA gozaban de una fama bien ganada a golpe de plantarle cara a la KGB y moldear desde las sombras la política interna de decenas de países a lo largo del mundo. Sin embargo, ello no les sirvió para esquivar a los espías cubanos ni para adentrarse con éxito en la isla… excepto una vez. Quizás el golpe más fuerte asestado por la CIA a la contrainteligencia cubana fue la captación de Juanita Castro, nada menos que la hermana de Fidel y Raúl Castro. Sucedió en 1961, cuando la Revolución se autoproclamó “socialista” y Juanita se encontraba de visita en México, donde coincidió con el entonces embajador de Brasil en La Habana. En realidad, no fue una coincidencia. La esposa del diplomático, una agente encubierta de la CIA, lo organizó todo para encontrarse con ella, quien nunca ocultó su rechazo al comunismo.
Juanita aceptó trabajar para la inteligencia estadounidense. Aprovechando que —a diferencia de la mayoría de los cubanos— podía entrar y salir del país a su antojo, introducía a Cuba mensajes para otros agentes dentro de latas de conservas y recibía instrucciones encriptadas en valses y arias específicas de ciertas óperas que por esa época se sintonizaban en La Habana y se transmitían desde emisoras de radio ubicadas en Florida. Su labor como agente, sin embargo, tenía una única condición: jamás colaboraría en un atentado contra la vida de sus hermanos. Eso lo tendría que conseguir la CIA de otro modo. En 1963, cuando murió Lina Ruz, la madre de los Castro, la advenediza espía descubrió que, durante los dos últimos años, realmente fue ella la espiada. Fidel y Raúl sabían que colaboraba con la CIA, y si no habían hecho nada al respecto fue para no causarle un disgusto a la avejentada Lina. Raúl, mucho más indulgente que su hermano mayor, zanjó el asunto de la mejor manera posible y envió a Juanita a México, para que después se fuera a Estados Unidos. Jamás se volvieron a ver.
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En Cuba, los espías son héroes, y pocas cosas inflaman más de orgullo el buche nacionalista de los cubanos que sus éxitos. Al propio Fidel Castro nada parecía gustarle más que insinuar en sus discursos que tenía “información confidencial” de Estados Unidos gracias a sus infiltrados. Durante muchos años, los espías fueron, incluso, los protagonistas de los dramatizados más populares de la isla, de manera que muchos jóvenes soñaban con simular una traición, jugarse la vida para penetrar al enemigo y luego volver a su país, cargados de medallas y misiones secretas cumplidas, como hijos pródigos de la Patria. Todavía hoy, si es políticamente conveniente, hasta aquellos que son descubiertos muchas veces terminan siendo celebrados por los años que pasaron de incógnito: los cinco espías cubanos capturados en Estados Unidos en 1998 y liberados en 2014, por ejemplo, fueron rebautizados por la propaganda oficial como “héroes prisioneros del imperio” y condecorados con altos honores a su regreso a la isla. Esa extraña pasión quizás solo pueda ser entendida a partir de uno de los grandes aportes del castrismo a la idiosincrasia nacional: la simulación.
El espionaje en Cuba es un mecanismo engrasado y eficiente que hace mucho dejó de ser el blindaje del sistema político para convertirse en parte importante de la vida social. Durante más de seis décadas, en unos momentos más que en otros, la cotidianidad preparó a los habitantes de la isla para el espionaje ciudadano. Cualquiera podía ser el “informante” que reportara a las autoridades asuntos nimios y personales, pero ideológicamente comprometedores, como tener una imagen religiosa en casa o escuchar a escondidas música en inglés. Tus vecinos, tus amigos, tu familia, casi siempre el más insospechado. La paranoia, como dinámica social, hizo a todos temerosos de ser espiados y, a la vez, descubiertos. Era la superación del panóptico de Bentham, su evolución; una lógica que se hereda y se enquista. El exilio anticastrista, por ejemplo, durante más de sesenta años ha tenido pesadillas sobre la penetración de agentes de Castro, a veces con razón, otras no. La sospecha, como sea, ya fue sembrada.
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El romanticismo y la épica de la Revolución cubana han sido, muy por encima del tabaco, el azúcar o el ron, el más exitoso producto de exportación nacional. De ahí que varios espías del castrismo sean personas de diversas nacionalidades que, motivadas por la esperanza de aportar su granito de arena a la causa antiimperialista, aceptan tener dobles vidas. El caso más reciente, destapado apenas en diciembre de 2023, fue el del colombiano-estadounidense Manuel Rocha.
Rocha era un sujeto valioso dentro de la burocracia gubernamental de Washington: estudió en prestigiosas universidades como Harvard, Yale y Georgetown, y desde 1981 desarrollaba una exitosa carrera como diplomático y consejero político. Lo que nadie sabía era que, para entonces, ya había sido cooptado por la inteligencia cubana. Durante los siguientes cuarenta años, fue parte del personal diplomático estadounidense en México, Italia, Honduras, Bolivia, Cuba, República Dominicana y Argentina, además de miembro del Consejo de Seguridad Nacional de la Casa Blanca en tiempos de la administración Clinton. Aunque su mayor éxito como agente secreto lo consiguió en Bolivia, donde fungió como embajador entre 2000 y 2002.
Por esa época, un líder cocalero llamado Evo Morales trataba de abrirse paso —con poco éxito— en la política boliviana. Rocha, como representante de Washington en La Paz, comenzó a ofrecer declaraciones en las que amenazaba con retirar las ayudas estadounidenses a Bolivia si algún día Morales ganaba las elecciones. Curiosamente, nadie consideraba hasta entonces al candidato de Movimiento al Socialismo un actor político importante. El discurso injerencista del embajador terminó por avivar el nacionalismo boliviano y puso al líder sindical indígena en el centro del debate político del país. Morales ganó los comicios siguientes, y ya con la victoria asegurada, en lo que parecía un comentario irónico, llamó a Manuel Rocha “mi mejor jefe de campaña”. Casi veinte años después, la CIA descubrió que no se trataba de una ironía. Hasta diciembre de 2023, Rocha simulaba ser un político de ultraderecha, anticomunista y partidario de Donald Trump. En abril de 2024, finalmente, lo condenaron a quince años de prisión por el delito de espionaje.
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Ni las peripecias de Wormold ni las más sofisticadas aventuras de James Bond compiten con la trama que envuelve al misterioso síndrome de La Habana, como se conoce a una serie de padecimientos neurológicos sufridos durante 2016 y 2017 por varios diplomáticos estadounidenses y agentes de la CIA en la capital cubana.
Tres años atrás, Cuba y Estados Unidos habían dado los primeros pasos para poner fin a más de medio siglo de hostilidades. De momento, incluso con Donald Trump recién llegado a la Casa Blanca, todo iba bien. Pero las buenas relaciones se truncaron cuando el personal de la embajada de Estados Unidos y sus familiares comenzaron a sufrir dicho síndrome. Muchos coincidían en la descripción de sus padecimientos —dolor crónico de cabeza, vértigo, náusea, tinnitus, insomnio y deterioro psicofisiológico— y compartían la versión de que habían sido alcanzados previamente por algo parecido a un “rayo de energía”. Washington retiró a su gente de La Habana y pidió explicaciones a Raúl Castro. Este, para sorpresa de todos, no tenía idea de qué estaba sucediendo. A la CIA le desconcertó la respuesta de Castro, pues nada sucede en Cuba sin que la contrainteligencia cubana lo sepa. Las teorías no se hicieron esperar. Algunas hablaban de una suerte de psicosis colectiva ocasionada por el estrés; otras, de armas sónicas; y una más de microondas no letales. Lo único que pudo probarse científicamente fue el daño causado a las víctimas, que, según varios estudios médicos, presentaban “lesiones propias de una contusión cerebral, pero sin contusión cerebral”.
En marzo de 2024, una investigación periodística llevada a cabo por los medios The Insider, Der Spiegel y 60 Minutes arrojó supuestas pruebas que confirman lo que varios funcionarios de la CIA sospechaban: los ataques existieron, el arma de microondas es real y el agresor fue el único interesado en mantener enfrentados a Cuba y Estados Unidos. Las fallas del espionaje cubano, además, solo podían explicarse por el accionar de una agencia de inteligencia mucho más experimentada. Todas las pistas, lógicamente, apuntan al Kremlin.
De acuerdo con la investigación, detrás del síndrome de La Habana está la Unidad 29155, perteneciente a la inteligencia militar rusa y heredera directa del grupo de operaciones especiales de la KGB tras el colapso de la URSS. Las acciones de este escuadrón de agentes de élite son conocidas y temidas en el mundo del espionaje internacional. Una de ellas, tal vez la más mediática, fue el intento de asesinato por envenenamiento de Serguéi Skripal, doble agente que espió para los británicos, y su hija, ocurrido en Inglaterra en 2018. Los datos ofrecidos por el reportaje parecen todavía insuficientes para dar por sentada la participación de la Unidad 29155 en lo sucedido durante 2016 y 2017. La Casa Blanca, de momento, permanece cautelosa, y el asunto se mantiene como un misterio por resolver; Rusia se esfuerza por negar las acusaciones y tacharlas de delirantes. Mientras tanto, en La Habana, una ciudad estancada en el tiempo, se respiran aún los excitantes y peligrosos aires de una Guerra Fría que nunca acabó del todo.
Imagen de portada: Fidel Castro y el Che Guevara pescando marlin en la costa de Cuba en 1960. Anónimo